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Una edad difícil

 

Anna Starobinets

 

Ocho

 

Frambuesa, frambuesa,

azúcar y miel.

El reyezuelo Ivánushka

se va para no volver.

Canción infantil del siglo XIX para echar algo a suertes.

 

No fue hasta al cabo de unos años que Marina se dio cuenta de que aquel día, un tórrido domingo de agosto en el que brillaba un sol implacable, fue el último día bueno de sus vidas. No feliz, sino simplemente bueno.

Aquel día fueron a pasear los tres por el bosque (Marina casi se alegró de haber comprado el piso precisamente en Yásenevo, porque ¿en qué otro lugar de Moscú había un bosque a diez minutos a pie de casa?) y observaban los pájaros.

Había muchísimos; no era normal que hubiera tantos. Lo inundaban todo con sus cantos roncos y gruñones, abriendo con ansia el pico osificado y ancestral, volando entre los árboles a una altura muy baja, casi a ras de suelo.

—Mami, ¿qué hacen? ¿Intentan cazar la pelusa de los álamos? —preguntó Maxim.

—No creo —respondió Marina—. Seguramente presienten que va a llover. Los pájaros se comportan así cuando está a punto de llover.

—Exactamente —dijo Vika.

Maxim miró con incredulidad el cielo azul, completamente limpio de nubes, y luego de nuevo a los pájaros. Frunció el ceño. Se acercó a ellos, pero estos piaron inquietos y levantaron el vuelo.

—¿Y cómo se llaman, mami?

—Hum… Son vencejos, diría —respondió Marina, distraída, sin estar segura.

—Sí, claro que son vencejos —aseguró Vika—. ¿Qué pasa, Maxik? ¿Es que no sabes cómo son los vencejos?

—Y tú sí, ¿verdad? —replicó Maxim.

Volvieron a casa en silencio. Ya en casa, Maxim dijo de repente:

—No me gusta esto.

—¿Por qué? —le preguntó su madre, sorprendida.

Se habían mudado de casa hacía un año, después del divorcio y de vender el piso grande y viejo de Tagánskaia (el marido se había comprado uno de una habitación en Márino, y ellos, uno de dos en Yásenevo), y todo aquel tiempo, ella había creído que los niños estaban contentos allí.

—Todas las casas son iguales. Y feas.

Marina miró a su alrededor. Bajo el sol, las filas monótonas de rascacielos ennegrecidos por el humo brotaban del césped verde y polvoriento como gigantescas panochas blanquiazules de maíz. Entre ellos, venciendo la resistencia del aire húmedo y tembloroso como gelatina, la gente sudorosa y los coches abrasados de calor se arrastraban a duras penas, somnolientos.

—Pero tenemos aire puro… —dijo, cansada.

—Es e-co-ló-gi-co, Maxik —replicó Vika, burlona.

 

Al día siguiente, Maxim se puso muy enfermo con fiebre muy alta. El médico dijo que era «una otitis aguda, una inflamación del oído medio». Tres semanas después todavía estaba en cama. Ni las compresas calientes, ni las gotas de alcohol etílico, ni las fricciones con Bálsamo de Tigre servían de nada. De modo que la fiesta de cumpleaños que habían organizado (Maxim y Vika eran gemelos, y aquel domingo cumplían ocho años) tuvo que anularse.

El día fue un infierno. Con una indiferencia total, Maxim dio un par de vueltas en las manos a su regalo, una pistola de agua, vio los dibujos animados de extraterrestres sin ningún entusiasmo y no hizo más que quejarse por todo y pedir que no le echaran gotas al menos el día de su cumpleaños. Vika, al enterarse de que «sus amiguitas no vendrían», estuvo berreando durante horas, por la tarde cogió una cazuelita de aluminio que le había regalado su tía y preparó una ensalada con trozos de papel, embutido, pedazos de guata, pastillas de Maxim y zanahorias de plástico, se la dio de comer al gato Fedia, por lo que su madre la castigó, se puso a berrear otra vez y antes de irse a la cama dijo que se iría a vivir con papá.

Cuando los niños se durmieron, Marina fue a la cocina, cansada, y se sentó un ratito mientras se hacía un té. Bebió un par de sorbos y tiró el resto. Fregó los platos, se lavó y se puso la crema de noche en la cara. Después fue al teléfono y marcó un número.

—¿Sí? —respondió con incertidumbre una voz masculina y somnolienta al otro extremo de la ciudad.

—¿Por qué no has venido? Los niños te esperaban. —En el auricular sonó el arañazo y el chasquido de un mechero—. Parece que hay interferencias. ¿Me has oído?

—Sí.

—¿Por qué no has venido?

—No he tenido tiempo.

—¿No has tenido tiempo en todo el día?

—No.

—¿Y qué era eso tan importante que has estado haciendo?

Silencio. Con la mano helada y húmeda adherida al auricular, Marina escuchaba en tensión como unas uñitas pequeñas y afiladas arañaban el teléfono por dentro, como rascaban delicadamente el plástico, como hurgaban en el cable, como serraban en dos la línea.

—¿Qué era eso tan importante que has estado haciendo?

—Para.

Las uñitas.

—De acuerdo. Ya paro.

—¿Qué tal van las cosas?

Marina apretó la tecla de colgar. Se quedó un rato junto al teléfono esperando a que llamara él. Después volvió a la cocina y vio que el gato había vomitado debajo de la mesa.

Lo limpió.

 

Al cabo de una semana, el gato se escapó.

Hacía unos días que Fedia tenía un comportamiento extraño. A veces se paseaba nervioso por la parte de dentro del alféizar, de un lado al otro, con el pelo erizado y la espalda arqueada dolorosamente como la joroba de un camello. Otras veces saltaba a la estantería de los libros y se quedaba allí, inmóvil, con los ojos amarillos vidriosos fijos en un punto indeterminado. Y hacía unos ruidos muy raros, muy profundos, sin abrir la boca, como un ventrílocuo. Lúgubres, largos, melancólicos, como cuando en las películas de miedo está a punto de ocurrir lo más terrible, pensaba Marina, justo antes de que resucite el muerto o que aparezca la cara cubierta de sangre de un loco en la ventana.

El día en que huyó, el gato se negó en redondo a comer y beber. Se pasó varias horas encima del armario moviendo la cola tiesa y temblorosa. De repente soltó un fuerte bufido, como un cohete de fin de año antes de explotar, y se tiró sin vacilar sobre Maxim, que estaba sentado tranquilamente en un sillón viendo los dibujos animados. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Sin dejar de bufar, Fedia, aquel gato tan cariñoso, gordo, perezoso y castrado, dio un zarpazo a Maxim en plena cara y le dejó cuatro profundos surcos sangrantes en la frente. Después saltó casi hasta el centro del salón y de otro brinco se subió al marco de la ventana (por poco se cayó, pero se agarró con las patas delanteras y, con todo el cuerpo pesado temblando de nervios, consiguió encaramarse con torpeza). Luego se encogió, soltó un maullido de demente y saltó por la ventana abierta.

Marina corrió al balcón y asomó medio cuerpo fuera, temiendo ver el pequeño cadáver atigrado. Sin embargo, el gato trotaba como si nada por el pavimento y se internó en las profundidades del patio, como si volar desde un séptimo piso hubiera sido su ejercicio de todas las mañanas.

Marina no volvió a verlo nunca más. Por la tarde fue a dar una vuelta por los alrededores, sin éxito, y regresó a casa sintiéndose, en el fondo, aliviada. Desde luego, no tenía ni idea de qué debería hacer con aquel animal tan agresivo si lo encontraba. ¿Ponerlo en tratamiento? ¿Dormirlo?

«Seguramente, se habrá puesto enfermo y se habrá marchado a morir a algún sitio», decidió Marina. Al día siguiente llevó a Maxim a que le pusieran la vacuna contra la rabia.

Al cabo de tres semanas, el gato, asustado y flaco, llegó por fin a su antigua casa, en Tagánskaia. Vivió un mes más en la basura, donde todos los días una viejecita compasiva le llevaba leche en un platito de metal y salchichas cocidas y cortadas muy finas. Y cuando llegó el frío, la viejecita compasiva se llevó a Fedia a su casa y lo llamó Marusia.

Murió al cabo de diez años, tranquilo, de viejo.

 

 

Doce

 

—¿Tienen algún problema en la familia? —preguntó Yelena Guennádievna, cubriéndose muy educadamente la boca con la mano regordeta para ocultar un bostezo.

—¿En qué sentido?

—En el sentido… ¿Son una familia monoparental? —aclaró con voz cordial Yelena Guennádievna, añadiendo una expresión aún más interrogativa a sus ojos de vaca de un azul apagado, protegidos por los cristales bifocales.

—¿Por qué lo pregunta? —dijo Marina, malhumorada.

—Bueno, he observado ciertos rasgos… —Yelena Guennádievna cruzó los brazos sobre el pecho, blancos como la leche, adornados con pulseras y manchas pigmentarias, y se dispuso a soltar un discurso largo y confidencial—. Su hijo muestra trastornos mentales. Se trata de un problema realmente serio.

Yelena Guennádievna era la psicóloga del colegio.

—¿Qué tipo de trastornos?

—Falta de atención, incapacidad para concentrarse, trastornos de la memoria, somnolencia… —Yelena Guennádievna se quitó las gafas y empezó a frotarse los ojos con saña, produciendo una especie de fuertes chasquidos—. El niño no es capaz de seguir la clase. —Marina guardaba silencio—. Sus notas son malísimas. El niño… —Yelena Guennádievna se interrumpió de repente, buscando una expresión más afortunada que la que estuvo a punto de decir—. El niño no manifiesta ningún interés por los estudios.

—Ya —dijo Marina.

—¿Cómo que «ya»? —preguntó la psicóloga, sorprendida, y dejó de limpiarse las sustancias pegajosas de los ojos—. ¿No tiene nada más que decirme?

—¿Como qué, por ejemplo?

—Pues, por ejemplo…, que su hijo de doce años no tiene ningún amigo. ¿No le extraña? —Yelena Guennádievna volvió a ponerse las gafas con delicadeza sobre el leve hueco brillante y rojo que ya tenía formado en el puente de la nariz.

—Maxim juega mucho con su hermana, y con eso ya tiene más que suficiente.

—Disculpe, pero yo no veo una gran proximidad entre ellos.

—Porque van a clases distintas, por eso no la ve. Tengo que irme —dijo Marina, cansada.

—Y, dígame, ¿no le ha notado ningún comportamiento extraño en los últimos…, esto…, dos años? —Yelena Guennádievna no se dio por vencida.

«Comportamientos extraños —pensó Marina con tristeza—, todos los que quieras. Pero no voy a contarte ni uno, gallina de cabeza hueca».

—No. —Marina se levantó.

—Por no hablar de su físico horrible. —La psicóloga se levantó bruscamente, se puso al lado de la madre, que ya se marchaba, e hizo un movimiento extraño con las manos, como si quisiera retenerla por el vuelo del abrigo, pero en el último momento se contuvo—. No es solo el metabolismo… En las personas, ¡todo está interrelacionado! La mente, el alma…

Marina cerró silenciosamente la puerta a su espalda.

 

«Y el cuerpo, sí, el cuerpo, sí, el cuerpo…». La frase le daba un martillazo en el cerebro a cada paso.

¿Cuándo había comenzado todo? ¿Hacía dos años? ¿Tres?

Cuanto más vueltas le daba, más le parecía que las cosas habían empezado a cambiar no dos años atrás ni tres, sino cuatro, después de aquella enfermedad fatídica que se había alargado un mes. Fue entonces cuando algo se alteró tanto en el alma como en el cuerpo de su hijo.

El cambio fue muy sutil. Al principio se volvió ensimismado, distante, algo así. Casi dejó de salir a la calle. Llegaba del colegio y se pasaba el tiempo en casa, dibujando y escribiendo en su libreta. Algunas veces, pero cada vez con menos frecuencia, iban a buscarlo los vecinos con los que antes solía jugar. Alegres, sofocados. Apretaban el timbre con sus manitas sucias, impacientes. Llevaban una pelota nueva de cuero marrón, blandita y crujiente.

—¡Hola, señora Marina! ¿Puede venir Max a jugar?

—Claro que puede, si tiene ganas.

Pero Maxim no tenía ganas. Negaba con la cortesía irrevocable de un adulto, sonreía hipócritamente y no les quitaba el ojo de encima hasta que cerraban la puerta y desaparecían.

En el noveno cumpleaños de los dos hermanos solo hubo invitados por parte de Vika. Maxim se negó a sentarse con ellos a la mesa, cogió su ración de pastel, se fue a su cuarto y pasó allí toda la tarde, solo.

 

Y después… ¿Qué ocurrió después? ¿En qué momento el asunto pasó a ser grave de verdad? ¿Cuándo tenía diez años?

 

 

Diez

 

Un día, cuando tenía diez años (estaba en cuarto curso), la maestra llamó a Marina y le dijo que, todos los días, Maxim le quitaba el desayuno a su compañero Liosha Gvózdev y se lo comía (Marina visualizó a aquel niño endeble y enfermizo, cuyas venitas azuladas de la cara se le transparentaban a través de la piel), un pastelillo dulce de queso y unos bollitos de mantequilla que se llevaba de casa. Se habían enterado el día anterior; una niña lo había visto y lo había contado. Gvózdev no se había atrevido a decirlo ni a los maestros ni a sus padres, porque Maxim lo había amenazado: si se lo contaba a alguien, lo estrangularía y lo enterraría en el bosque.

—¿Que lo enterraría en… el bosque? —repitió Marina en voz baja.

—Eso dijo. En el bosque —corroboró la maestra con rostro imperturbable—. ¿Quiere saber qué pasó después?

Marina intentó imaginarse a Maxim apretando con las dos manitas el fino cuello de pollo de Liosha Gvózdev. Los ojos de Liosha se le salían de las órbitas, se le llenaban de sangre; su cara poseída por el pánico…

—Pedí a su hijo que se quedara después de clase y le pregunté cómo podía comportarse de aquella manera. ¿Y sabe qué me contestó? —Marina negó con la cabeza—. Me contestó: «Yo puedo hacer cualquier cosa». «¿Y por qué?», le pregunté. Y él me dijo… ¿Sabe qué fue lo que me dijo?

—¿Qué?

—Dijo: «Yo puedo hacer cualquier cosa porque soy la reina».

—¿La reina? —Marina no cabía en sí de asombro—. ¿No diría el rey?

—No. La reina. —La maestra la miró como si Marina no estuviera en su sano juicio—. Entonces, ¿usted cree que, si hubiera dicho «el rey», no estaría pasando nada raro?

 

Más tarde, Marina, caminando nerviosa por la habitación como un tigre enjaulado y soltando un grito de vez en cuando, preguntó a su hijo qué significaba todo aquello («¿Es que te pongo poco de comer?», «¿Estás enfadado con Liosha por algo?», «¿De verdad lo has amenazado con estrangularlo?», «¿Y qué es esta historia de la reina? ¿Me estás escuchando? ¿Qué es esto de la reina?»). Pero Maxim no dijo ni mu. Tenía la mirada lúgubre clavada en el suelo y no decía nada, como hacen los niños cuando están asustados o no saben cómo justificarse, como si les pareciera que el quedarse mudos los hiciera invisibles, inexistentes…

El asunto acabó con que Marina lo amenazó con castigarlo quitándole los dulces durante la semana siguiente. (Tal vez no fuera el castigo más severo del mundo, pero a Maxim, que entonces ya estaba demasiado gordo para su edad, los dulces eran lo único que le gustaba y que apreciaba).

—No —dijo Maxim en voz baja, y por primera vez en la conversación la miró a los ojos. Su mirada era malvada y gélida.

Y Marina sintió tantas ganas de borrar, de atenuar aquella mirada terrible y ajena que respondió:

—De acuerdo. Pero prométeme que no se repetirá nada por el estilo.

—No se repetirá nada por el estilo —dijo Maxim como un eco.

 

En efecto, nadie volvió a quejarse de él nunca más, ni los compañeros de clase ni los maestros. (Aunque después pasó lo del libro…, cuando la llamaron de la biblioteca de la escuela para decirle que Maxim tenía que haber devuelto un libro hacía tiempo, y Maxim le dijo que lo había perdido. Y ella dijo «Bueno, no pasa nada», pagó la multa a la biblioteca y al cabo de un par de días encontró la cubierta de aquel libro y algunas páginas arrancadas y arrugadas en el cubo de la basura. Hizo ver que no las había visto. Pero fue una tontería sin importancia).

 

«Sí, al parecer, fue entonces cuando empezó todo —pensó Marina mientras abría la puerta e inspiraba el ya habitual olor rancio de la casa—. Los comportamientos extraños».

 

 

Doce

 

En el recibidor se encontró con su hija. Era delgada e inquieta; toda ella formaba un extraño contraste con su hermano gemelo. Vika besó a su madre en la mejilla sin decir nada, esperó a que esta colgara el abrigo y se pusiera las zapatillas y la siguió hasta la cocina pisándole los talones.

—Mama, no quiero compartir habitación con Max —dijo Vika.

—¿Por qué?

—No se lava. La habitación huele fatal. Y además… En su cama hay cosas que se mueven. Hay bichos.

—No te inventes cosas.

—¡Que sí! ¡Que es verdad, se mueven! Los he visto más de una vez. Y una noche vi como le corrían por encima cuando dormía. Por favor, mamá, ¿puedo cambiarme a tu habitación, contigo?

—Pero… Vika, ya sabes que de vez en cuando viene el tío Vitia y se queda en mi habitación.

—¡Por favor! ¡El tío Vitia viene ya muy, muy pocas veces!

 

«Y dentro de poco dejará de venir del todo», pensó Marina, recordando con indiferencia el rostro fatigado y sombrío de aquel que nunca estuvo a tiempo de convertirse en parte de la familia. Dos años atrás, cuando aparentemente todo iba bien, casi se había ido a vivir con ellos. Pero las cosas habían cambiado.

Era cierto: el tío Vitia iba a visitarlos muy, muy pocas veces (y aparte de él, no iba nadie más a verlos). Llegaba tarde, cuando los niños ya dormían, y procuraba marcharse lo más temprano posible. Ella sabía por qué. Tenía miedo de encontrarse, en el estrecho pasillo que llevaba al baño o en la cocina pequeña y ordenada, a Maxim. A aquel ser seboso, sudado y cubierto de costras del acné. No quería tocar los mismos pomos de las puertas que tocaban aquellas manos pegajosas ni sentarse en las mismas sillas calentadas por aquel culo gordo. No quería recordar lo cerca que un día había estado de ser casi un padre para aquel monstruo.

Seguía yendo de cuando en cuando, dejándose llevar por un sentimiento de obligación, o de compasión, o simplemente por la costumbre de acabar en un lugar ajeno e incómodo. Se acostaba tarde en la cama de Marina, y algunas veces, al incorporarse en los codos para apagar la luz, ella captaba cómo la miraba. Era una mirada indagadora y aprensiva, la mirada asombrada de un extraño que intentaba comprender desesperadamente cómo la mujer que estaba tumbada a su lado podía haber traído al mundo un monstruo tan repugnante.

A veces, ella también se lo preguntaba. A veces, ella también quería marcharse de allí y no volver jamás. Pero era su madre. Su madre. Era su condena…

—Por favor, ¿puedo? —pidió Vika de nuevo.

—De acuerdo. Te haré sitio en el armario.

 

«Una edad difícil. Solo está pasando por una edad difícil —intentaba convencerse Marina mientras revolvía los trapos arrugados, examinando distraídamente los jerséis con bolas y los vestidos viejos y metiéndolos en bolsas—. A esta edad, a menudo hay alteraciones en el metabolismo. Por eso tiene sobrepeso y acné…».

De repente le vino a la memoria el niño cariñoso, hablador y vivaracho que un día fue, y se quedó un instante paralizada. Soltó la bolsa que sujetaba en las manos de tan vivido y punzante que fue aquel recuerdo… Sí, estaba pasando por una edad de cambios; aquello explicaba muchas cosas.

Pero ¿cómo se explicaba aquel extraño temor maniático del aire fresco (en invierno no consentía que ventilaran el piso de ninguna de las maneras), aquella necesidad nauseabunda de un constante calor sofocante? ¿Y cómo se explicaba lo que hacía…

se las comía

… lo que hacía con las moscas? Vika se lo había contado, y luego lo había visto con sus propios ojos, había visto como buscaba moscas muertas en el alféizar y detrás del radiador, las ponía todas en un papel y…

se las comía

… se las llevaba a la habitación de los niños.

¿Pasar por una edad difícil explicaba aquello?

 

Después de llevar a los niños al colegio, Marina ventiló el piso, como de costumbre. Entró un momento en la habitación de Maxim (ya no era la habitación de los niños; Maxim era su único propietario, pues Vika ya no entraba jamás allí), abrió la ventana de par en par y se dispuso a salir. Pero al pasar junto a la cama deshecha se acordó de las palabras de su hija: algo se movía en su cama. Bichos. Se acercó y observó con atención la colcha sucia y gris. No parecía haber nada. Habrían sido imaginaciones suyas.

Sin embargo, había algo raro. Tal vez fuera el penetrante olor rancio que se intensificaba cerca de la cama, o tal vez, el aspecto tan anormal que presentaba la almohada, lisa y turgente, demasiado bien colocada encima de las sábanas arrugadas y manchadas. Quizá… Marina cogió la almohada por una punta y la levantó. Nada. Pero… pesaba mucho.

Marina metió la mano por debajo de la funda. Nada. Pero al sacarla, palpó algo… ¿Una costura? ¿Una cremallera? Rápidamente quitó la funda de la almohada y la golpeó una bocanada de olor pútrido. En la lisa superficie, entre lamparones de té y antiguas manchas indefinidas, había un corte largo y recto. En un borde tenía unos cuantos botones cosidos con grueso hilo azul, y en el otro había unas presillas hechas del mismo hilo. Marina desabrochó aquellos extraños botones, introdujo la mano en el blando aglomerado de plumas y soltó un chillido agudo. Sus dedos se habían metido en algo húmedo, pegajoso y repugnante.

Sacó la mano y con dos tirones secos desgarró la tela vieja de la almohada y observó el interior de plumas. Era… Parecía como si tiempo atrás, mucho tiempo atrás, hubiera habido allí galletas, barquillos, chocolatinas… Se habían transformado en una maseta hedionda y pringosa cubierta por pequeños gusanos blancos que parecían saludarla con sus ciegas cabecitas negras. (No era la primera vez que veía gusanos como aquellos. Los había visto en una ocasión, cuando era pequeña, en unas colonias de pioneros. Infestaron la mesita de su vecina en busca de las golosinas que se había llevado de casa y que guardó allí todo el mes. No se atrevía a tirarlas porque se las había regalado su madre).

«¿Qué es esto? ¿Provisiones?», pensó Marina con horror. Maxim se pegaba atracones de dulces hasta casi reventar, y cuando no podía más, ¿se guardaba el resto en la almohada? Y tal vez no solo en la almohada…

Marina se puso a cuatro patas y miró debajo de la cama. Azúcar. Filas ordenadas de paquetes abiertos de azúcar en polvo. «Por eso el azúcar se acaba tan deprisa en esta casa». En algunos solo quedaba un poco en el fondo del paquete; otros estaban a la mitad. Dios mío. Oh, Dios mío. ¿Qué le pasa a este niño? ¿Qué le pasa?

Lo tiró todo. Los paquetes de azúcar, la almohada, las sábanas y la colcha. Limpió el suelo varias veces.

Por la tarde, Maxim fue a verla, arrastrando los pies gordos, hinchados.

—Tú. Has revuelto mis cosas —le dijo casi en un susurro.

—Maxim, explícame qué… —empezó a decir Marina.

—Tú. Contesta.

—¿Qué forma es esta de hablarle a tu madre? —exclamó Marina.

—Tú. Has revuelto mis cosas.

—¡Sí, y he hecho muy bien, desde luego! Maxim, tienes que entender que no lo he hecho con mala intención, sino porque eres mi niño y solo quiero que…

—No soy un niño.

Marina miró asustada aquella cara de expresión vacía, pálida como una enorme y abotagada vela de cera, y le dijo con voz dulce y falsa:

—Maxímochka, mañana, tú y yo iremos al médico, ¿de acuerdo?

—No. —Maxim negó lentamente con la cabeza.

El niño alargó la mano al tarro de los bombones de chocolate, cogió un Bélochka, lo desenvolvió rápidamente y se lo metió en la boca.

Marina advirtió que por la nariz de Maxim, hundiendo las patitas inquietas en los poros grasientos de su piel, corría una hormiga. Marina alargó la mano para quitársela,

una vez vi como le corrían por encima

pero Maxim retrocedió.

—Ni lo sueñes —dijo con voz ronca—. Tú. No te atrevas a tocarme.

«Tú». De repente, Marina pensó que ya ni se acordaba de cuándo fue la última vez que Maxim la llamó «mamá». Y también pensó que quizá no deseaba oír aquella palabra saliendo de aquellos labios babosos y glotones.

La hormiga llegó hasta la ventana de la nariz y se detuvo de golpe. Perpleja, movió las antenas y las patitas delanteras hacia el abismo negro y ventoso. Al cabo de unos momentos se zambulló decididamente en la oscuridad.

—Y no te atrevas a entrar en mi habitación —dijo Maxim—. ¿Está claro?

Percibió en él una fuerza desconocida,

no soy un niño

pero implacable y sosegada, ante la cual se sentía muy pequeña, impotente y estúpida. Aquella fuerza, fuera lo que fuera, sometió su voluntad y la obligó a decir:

—Sí. Está claro.

 

Marina intentaba no dar demasiadas vueltas al asunto, pero de vez en cuando… De vez en cuando no podía evitar preguntarse: ¿quiere a alguien este niño? A ella probablemente no. Hacía tiempo que ya no le manifestaba la menor muestra de afecto; más bien, se limitaba a soportarla. Tampoco quería a su hermana. Sin embargo, ella lo irritaba menos. Por lo visto, para Maxim, la convivencia era una simbiosis con la familia. La familia le daba comida y bebida, y él… ¿Qué les daba Maxim a ellas? No, probablemente, «simbiosis» no era la palabra adecuada… «Parasitismo» describía mejor la situación.

¿El padre? También lo tenía olvidado con la más absoluta indiferencia. En realidad, era mutuo. Maxim no tenía amigos. Le daban miedo los animales; tal vez hasta los odiase. No hacía falta más que acordarse de aquel gatito… Y mejor no acordarse.

 

Dos meses atrás, Marina compró un gatito gris atigrado en los puestos del metro. Vika se entusiasmó con el animalito. Enseguida ató un papel de plástico a un cordel y estuvo toda la tarde jugando con el nuevo Fedia. Maxim le lanzó una rápida mirada hostil y se marchó a su habitación.

Al principio, Fedia estaba asustado. Se escondió debajo del radiador y desde allí, sin moverse, seguía con la mirada codiciosa los complejos movimientos del misterioso papel. Pero después sucumbió a la curiosidad. Dio un par de zarpazos desde debajo del radiador con las uñas separadas y al cabo de dos minutos se lanzó resueltamente a la caza.

Por la noche ya había conquistado el sofá, la butaca y los visillos, había adaptado el empapelado del pasillo a sus necesidades profesionales de afilador y recordaba donde estaba su platito.

Cosa inhabitual en él, Maxim cenó muy poco aquella noche y no quitó el ojo de encima al nuevo compañero de piso. Fedia, por su parte, mostró interés por Maxim.

Primero desde lejos, desde el rincón opuesto de la cocina, y después… Después, Fedia arqueó el lomo en posición belicosa, levantó la cola fina, la curvó, tensa, tomando repentinamente una similitud asombrosa con un macaco de dibujos animados, y corrió hacia Maxim con saltos valientes y torcidos. El gato pisó el freno junto a su pierna, se le agarró al pantalón con las uñitas y empezó a trepar, colgando de las patas delanteras, soltando maullidos agudos y resbalándose hacia abajo, como un escalador inexperto en un precipicio.

Vika se reía. Pero Maxim, pálido como una sábana, miraba fijamente al gato con horror. Después, con un movimiento brusco, se lo sacudió de la pierna (el gatito voló unos dos metros) y, sin dejar de patalear con furia, atragantándose con la saliva, se puso a chillar: «¡Quitaaa! ¡Quita! ¡Quita! ¡Quita! ¡Quita!». Después corrió a su habitación.

Marina pensó entonces que la reacción de su hijo era consecuencia del ataque que sufrió por parte del antiguo Fedia, un trauma infantil, y se dijo que se acostumbraría al cabo de un par de días.

Pero no dio tiempo a que pasaran un par de días. A la mañana siguiente, Marina encontró al nuevo Fedia hecho una bolita temblorosa debajo del radiador de la cocina en un pequeño charco de sangre. Fedia tenía la oreja derecha arrancada

de un mordisco

y la izquierda colgaba de un frágil y fino hilo de piel.

Aquel mismo día lo evacuaron con urgencia a casa de una pariente lejana, la abuela Mania, que vivía en la barriada de Kúchino. La abuela Mania curó al gatito, pero de todas formas murió a los tres meses de una enfermedad desconocida.

 

De modo que estaba claro que aquel niño no quería a nadie.

Sin embargo, hacía cierto tiempo, sí hubo una persona por la que mostró un súbito interés e incluso una especie de preocupación, cosa que sorprendió desagradablemente a Marina y la hacía enfadar. Aquella persona era la exsuegra de Marina, la abuela paterna (quien moriría poco después), que llevaba el nombre, semejante a un graznido agorero, de Sara Márkovna.

Marina nunca había sentido una especial simpatía por su suegra. No se trataba de una animadversión instintiva ni celos, sino de un sentimiento del todo racional; al menos, eso le parecía a ella. La cuestión era que, pese a ser la única abuela de los niños (los padres de Marina habían fallecido cuando ella tenía diecinueve años) y pese a no tener más nietos, no mostraba ningún interés por Maxim y Vika, nunca les hacía regalitos, nunca los invitaba a su casa y, por lo visto, tenía mucha dificultad en acordarse de sus nombres cuando los veía.

Existía una leyenda familiar en torno a la juventud heroica y a las hazañas de la gran madre Sara Márkovna, según la cual, en el invierno de 1943, Sara Márkovna, viuda y embarazada de nueve meses (la semana anterior se le había comunicado la muerte del marido en la guerra), fue evacuada a la ciudad de Frunze, la actual Bishkek, en un gélido y traqueteante vagón de mercancías con los cristales rotos. Por la noche le empezaron las contracciones, y, entre terribles tormentos, dio a luz trillizos. Con sus propios dientes cortó el cordón umbilical, se quitó la ropa, envolvió con ella a los bebés y les puso nombre: Rosa (como su madre), Aglaia (le gustaba como sonaba) y Albert (como el protagonista de su novela preferida, Consuelo). A la mañana siguiente llegaron a Frunze, y Sara Márkovna, casi desnuda y con tres bebés en los brazos, cruzó la plaza del mercado ante los asombrados kirguises y se sentó en un banco casi inconsciente. Los recién nacidos bramaban desesperados: tenían hambre, pero el pecho de la extenuada Sara Márkovna estaba seco. En aquel momento apareció la Salvadora. Era una cabra blanca como la nieve con unas ubres grandes y preciosas llenas de leche. Nadie supo de dónde había salido aquella cabra. Ayudó a alimentar a los retoños, no se movió del lado de Sara Márkovna durante los dos años siguientes y cuando terminó la guerra se marchó, nadie supo adonde, tan inesperadamente como apareció.

A Marina aquella historia le parecía vulgar, falsa, aburrida y, sobre todo, inventada de cabo a rabo por la propia Sara Márkovna, que iba contándola a diestro y siniestro con todo descaro. En opinión de Marina, la madre de su marido era una persona engreída, de pocas luces, tacaña y en absoluto abnegada. O, más exactamente, era egoísta a más no poder. Por no hablar del nombre horrible y rebuscado con el que había bendecido a su hijo, sin importarle que a la mayoría de sus conciudadanos el nombre Albert les sonaba más a alemán que a francés. Era imposible que no se hubiera dado cuenta.

En algunas ocasiones, Marina trataba de justificar la indiferencia que la suegra sentía por Maxim y Vika con los sufrimientos y las privaciones que una madre de tres niños habría sufrido en los tiempos de la guerra. Quizás los niños le trajeran recuerdos desagradables de los suyos. Sin embargo, después del divorcio, Marina perdió definitivamente las ganas de justificar a Sara Márkovna.

La herencia que legó Sara Márkovna a sus tres hijos se componía de egoísmo y ausencia total de amor maternal. Ni Aglaia ni Rosa tuvieron descendencia. Albert se casó a los cuarenta y cuatro años con una Marina de veinticinco y no pensaba en niños; los trajo al mundo, en fin, por culpa de un descuido y los abandonó sin ninguna pena a los cincuenta y uno, cuando su reloj biológico, siempre retrasado, marcó la hora de la correspondiente crisis de la madurez.

 

Por supuesto, algo de verdad sí que había en la leyenda familiar. Para ser estrictos, Sara Márkovna estuvo embarazada de trillizos, los trajo al mundo y los alimentó durante la guerra (y aquella fisiología felina resultó ser tan fuerte que el misterioso gen de los gemelos pasó a los hijos de Marina). Sin embargo, a Marina le parecía del todo evidente que no había llevado a cabo su proeza gracias a una cabra blanca como la nieve. Fuera cual fuera la verdad (probablemente sería de lo más aburrida y prosaica), se la llevó consigo a la tumba.

La muerte de Sara Márkovna fue lenta y sosegada. La noche del 15 al 16 de septiembre de 1998 se la llevaron a un hospital sucio y miserable de Sévernoie Chertánovo con el diagnóstico de apoplejía, le dieron unos cuantos pinchazos y la dejaron en una camilla, en el pasillo, hasta la mañana siguiente.

Estaba tumbada boca arriba entre las sábanas mugrientas y notaba como por los brazos, que colgaban ya desprovistos de voluntad, le corrían las cucarachas, pero no tenía fuerzas para sacudírselas.

Por la mañana se la llevaron, ya paralizada, a la unidad de cuidados intensivos, donde pasó los últimos días de su vida.

Precisamente aquellos días se dio un cúmulo de circunstancias que hizo que sus hijos estuvieran tremendamente ocupados y no pudieran pasar tiempo con ella. No obstante, pagaron a las enfermeras con toda la generosidad que pudieron para que trataran a la paciente con atención y amabilidad, le cambiaran la cuña en los momentos adecuados, la giraran para que se tumbara un rato sobre un lado y otro rato sobre el otro, le pusieran inyecciones y le evitaran las úlceras por decúbito. A lo largo de dos semanas (aquel fue el tiempo que duró el viaje de Sara Márkovna desde el camastro del hospital hasta la tumba), Aglaia fue a verla dos veces; Rosa, tres, y Albert, solo una, pero al menos fue con los niños.

Marina no se extrañó de que Vika aceptara hacer una última visita a la desagradable y antipática viejecita, que era casi una desconocida para ella, porque Vika apreciaba muchísimo estar con su padre y aprovechaba cualquier excusa para pasar un rato con él. Pero la reacción de Maxim la dejó totalmente descolocada: no solo aceptó de buen grado ir al hospital aquella vez, sino que después siguió yendo a ver a la abuelita enferma todos los días, él solo.

Todos los días, todos, iba a verla al hospital.

Ella yacía boca arriba y observaba en silencio lo que hacía él.

Quería girarse, pero no podía.

 

Lo que más asombró a Vika fue que su hermano, tan perezoso, gordo y siempre somnoliento, era en realidad mucho más «organizado» que ella, por decirlo de alguna manera.

Por ejemplo, con sus cosas. A primera vista parecían desparramadas sin orden ni concierto. Pero en verdad cada una tenía un sitio asignado rigurosamente, y Maxim se ponía hecho una verdadera furia, sufría un ataque de rabia, si alguien, ya fuera por casualidad o a propósito, le cambiaba algo de sitio. Tenía todas sus cosas dispuestas de tal manera que, si las necesitaba, podía encontrarlas inmediatamente y cogerlas a cualquier hora del día o de la noche, incluso con los ojos cerrados.

O en su rutina diaria. Por las mañanas se despertaba solo, sin necesidad de despertador (de hecho, mucho antes de que sonara el despertador) y siempre exactamente a la misma hora. También comía siempre a la misma hora. Es decir: si bien era cierto que comía todo el tiempo, los platos más sustanciosos y suculentos se los tomaba con una puntualidad extraordinaria. Lo cual se traducía en la siguiente rutina: a las ocho y media de la mañana, el desayuno en casa; a las doce del mediodía, el almuerzo en el colegio; a las tres, la comida en el colegio; a las cinco y media, la merienda en casa; a las ocho, la cena; a las diez, el té de la noche con galletas, y en mitad de la noche (a las tres, le parecía a Vika, pero no estaba segura) se despertaba y durante largo rato, masticando ruidosamente, comía algo que se había escondido en la cama con anterioridad.

Vika nunca vio el «tesoro» que escondía en la almohada. Ni tampoco los paquetes de azúcar debajo de la cama. Sin embargo, una vez vio otra cosa, una cosa que la empujó a dejar la habitación común para siempre (al menos, fue la gota que colmó el vaso, y la decidió más que la peste y otras incomodidades cotidianas).

Un día, mientras se preparaba la cartera para ir al colegio, a Maxim se le cayó un sobre al suelo. Sin que él la viera, Vika lo cogió, se lo metió debajo del jersey y no lo abrió hasta que estuvo en clase.

En el sobre había un calendario de aquellos de tarjeta con una ilustración abigarrada en el reverso. En los cuatro meses anteriores había cuatro días rodeados por un círculo rojo, y otros cuatro, por un círculo azul. Junto a los azules había irritados signos de interrogación escritos con mucha fuerza. Los márgenes estaban repletos de incomprensibles cálculos, tachones furiosos con la tinta corrida y torcidos signos de exclamación e interrogación.

A Vika le entraron ganas de romper y tirar aquel hallazgo ininteligible, pero una sensación extraña, como si los días señalados en rojo y los enigmáticos cómputos estuvieran relacionados con ella, precisa e íntimamente relacionados con ella, se lo impidió y la obligó a mirar el calendario una y otra vez.

De repente lo comprendió. Hacía poco que le había venido la regla, hacía solo unos meses, y todavía no se le había estabilizado. Pero estaba totalmente segura, para horror suyo, más que segura, de que los números marcados en rojo señalaban los primeros días del ciclo. Qué podían significar los azules, no lo sabía. Pero no era importante. Era suficiente con los rojos. Rojos como la sangre. Era suficiente con comprender que él había estado observándola —se le crispó el rostro, sentada al pupitre, de vergüenza y repugnancia—, que había estado espiándola.

Aquel mismo día, Vika habló con su madre y por la noche ya durmió con ella.

 

 

Dieciséis

 

Un cuento,

una moraleja,

una cuñada atada

a la pata, a la silla,

a la rama de tilo,

en la guarida del perro.

Canción infantil del siglo XIX para echar algo a suertes.

 

«¿Salgo igualmente? ¿Lo invito yo? No. No salgo. Me espero aquí. Demasiado maquillaje —pensó desesperada Vika, estudiándose en el espejo del lavabo del colegio—. No tendría que haberme pintado los párpados, para nada. Y menos de color lila con purpurina. Queda de lo más vulgar. Y tendría que haberme puesto el vestido largo. Me quedaría mejor. Este se me levanta de atrás; tengo que bajármelo todo el rato. Qué mal. He echado por la borda la fiesta de fin de curso».

La puerta se abrió y el lavabo se llenó con el ruido desaforado de la discoteca, las pisadas irregulares de tacones, el susurro de los aerosoles de desodorante y la mezcla del sudor adolescente con un aroma químico de flores.

—¿Me queda mal el lila? —preguntó Vika a una amiga que se esparcía a manos llenas el contenido de un tubo de maquillaje en crema encima de la piel brillante de la nariz regordeta y llena de granos.

—¿Qué lila? —preguntó aquella con tono melancólico, concentrada en su tarea.

—¡El de los ojos! ¡Me los he pintado de lila!

—Ah, te queda muy bien. Está bien. —La amiga siguió con las mejillas—. Venga, que ahora viene la lenta.

—Ya —asintió Vika con el aire de un condenado.

Volvió a pensar que era mejor esperar dentro del baño a que pasara aquella lenta (¡sería la quinta!). Las cuatro de antes habían sido una pesadilla tras otra. Durante toda la primera se había quedado sentada en la silla como una tonta, apoyada en la pared. Él también se había quedado sentado, era cierto, en la otra punta de la sala de actos, pero le había parecido que miraba a una chica de su clase, de piernas largas y flacas, que bailaba delante de sus narices balanceándose de forma un poco torpe, como un muelle.

Con la música marchosa, Vika bailó en un corrillo de compañeras de clase. Él no bailó. Se quedó sentado en la silla, muy erguido, y de vez en cuando la miraba. Aquello le dio esperanzas. Ponía mucha atención en que todos sus movimientos fueran bonitos y en no meter la pata, pero no estaba segura de si valía la pena levantar las manos para bajarlas después suavemente, con movimientos ondulantes y eróticos a lo largo de todo su cuerpo. Algunas chicas lo hacían y no quedaba mal. Vika lo probó una vez: levantó las manos, empezó a bajarlas despacio, pero algo se le encogió por dentro y al final el movimiento resultó bastante más patoso que erótico.

Cuando sonó la segunda canción lenta, Vika quiso salir de la sala, pero por el camino la agarró Iliusha Guséinov (el más bajito de la promoción y también el más baboso). A Vika le supo mal decirle que no y bailó con él. Aquello sí que fue una auténtica pesadilla. Todos los vieron. Él los vio. Vika le sacaba media cabeza. Tenía la altura perfecta para poderlo besar cómodamente en la frente. Olía a algún ungüento y a chicle ácido Stimorol. En todo el tiempo, mientras cambiaban el peso de un pie al otro, no dejó de masticar, intimidado, sin decir nada, y cuando el volumen de la música empezó a bajar, le retiró de encima las manos sudadas, que apenas le habían rozado la cintura, y se marchó rápidamente visiblemente aliviado. Lo malo fue que aún quedaba una estrofa entera de canción, y los demás siguieron bailando, pero ella tuvo que volver humillada a su sitio, donde descubrió que se le habían roto las medias y tenía una carrera horrible desde el pie hasta arriba. Por eso las siguientes canciones movidas se las pasó sentada en la silla.

La tercera canción lenta era «libre», es decir, las damas sacaban a bailar a los caballeros. Mientras Vika daba vueltas al método que utilizaría para suicidarse si se levantaba, se acercaba a Él, lo invitaba a bailar y Él decía que no, la chica de las piernas largas lo levantó resueltamente de la silla, se apretó contra Él y empezó a bailar como si fuera una lambada, transgrediendo todas las leyes del ritmo (y las del decoro). «Está claro que a Él le gusta —pensó Vika, mirando de soslayo a su rival—. En primer lugar, va vestida normal, y no tiene las medias rotas (Dios mío, pero ¿por qué no me habré puesto el vestido largo? ¡No se me vería la carrera!). En segundo lugar, va a la misma clase que él, y yo a la otra». Vika volvió a mirar un momento a la pareja. Estaban hablando muy animadamente mientras bailaban. Él se le acercó al oído y le dijo algo con una sonrisa (¿qué pasaba?, ¿se lo había parecido o realmente le había dado un beso disimulado en el cuello? Entonces… ¡Entonces…!), y la chica soltó una carcajada sonora e incontenible, y Él también se rio.

Pero la más terrorífica fue la cuarta. Cuando empezó se le acercó otra vez Iliusha Guséinov (pero ¡qué poca vergüenza! Estaba claro que consideraba que ella era la más fea de las tres clases y que estaría dispuesta a bailar con quien fuera) y le alargó en silencio la mano abierta. Ella se negó. Iliusha se encogió de hombros con indiferencia y ofreció la mano a la vecina de Vika, que se levantó con un suspiro de resignación. En aquel momento, Vika vio por el rabillo del ojo que Él se levantaba. Se levantaba. Cruzaba la sala. Hacia ella. Intentó esconder la pierna con la carrera debajo de la silla y se preparó. Lo miró, conteniendo la respiración, oyendo los latidos desenfrenados de su corazón. Se dirigía directamente hacia ella; no había duda. Llegó a su lado, y entonces… pasó de largo. Vika se quedó paralizada en la silla, sin atreverse a mirar, temiendo ver hacia qué chica se dirigía exactamente, junto a qué chica estaba, de qué chica esperaba un sí.

Por fin, Vika se giró. Justo a tiempo de verle la espalda: salió de la sala. ¿De verdad se marchaba? El baile de fin de curso terminaba a las doce de la noche, y aún eran las once y media. ¿Se iba media hora antes? Angustiada, Vika volvió a mirar al umbral vacío, y precisamente en él apareció la masa informe de su hermano (pero ¿qué hacía ahí? ¿No era que no iba? No, por favor. Por qué había ido…). Vika se giró de inmediato y fingió que se estudiaba las medias rotas. Se avergonzaba de su hermano. Enrojecía solo de pensar que toda la escuela lo sabía. Sabían que ella y aquel monstruo imbécil y torpe vivían bajo el mismo techo, que comían en la misma mesa, y que dieciséis años atrás habían nacido al mismo tiempo, de una misma madre, después de haber compartido el mismo vientre durante nueve meses, entrelazados íntimamente el uno con el otro.

Vika observó de reojo a su hermano. Recorrió la sala de actos con la mirada turbia, metió pesadamente un pie en la sala, pero cambió de opinión y se marchó. Vika suspiró, aliviada. Se quedó sentada un poco más, luego se levantó, fue hasta la puerta abierta y se asomó con cautela. Su hermano había desaparecido; seguramente se había ido a casa. Pero, en cambio, quien se acercaba a zancadas rápidas a la puerta de la sala era Liosha Gvózdev. Vika volvió a meterse en la música y el calor sofocante, y sonrió. Al final no se había ido. Qué bien, al final no se había ido.

 

—Bueno, qué, ¿vienes? —le preguntó su amiga. Ya había terminado de embadurnarse la cara, que había transformado en la máscara de la muerte, y estaba rociándose generosamente las axilas con un aerosol de desodorante muy perfumado, fff, fff, fff.

—No —respondió Vika.

—¿Cómo que no? —preguntó su amiga, sorprendida, aún echándose desodorante, fff, fff, fff.

—No.

—¡Pero es la última lenta!

—Se me han roto las medias.

—Te dejo las mías. Llevo unas de reserva.

Vika se puso las medias de licra de color carne, se colocó bien la falda y salió del baño.

En el pasillo, junto a la entrada de la sala de actos, estaba Liosha Gvózdev, sombrío, ceñudo, observando concentradamente la rugosa columna verde oscuro, el sitio donde se colgaban las noticias del colegio. Vika se recolocó la falda de nuevo mientras se acercaba a él, apretando el paso y pensando que era imposible imaginarse cómo había sido de pequeño: flaco y endeble como un pollo. Pero ahora era tan alto. Tan… inaccesible. Las niñas de octavo habían escrito su nombre en las paredes del lavabo de chicas. Y ella también lo había escrito en la pared una vez. Liosha. Pero luego lo había borrado. Liosha.

Echó una última mirada a la columna y luego la miró a ella, triste y nervioso.

—¿Quieres…? —dijo casi en un susurro—. ¿Quieres bailar conmigo?

A Vika le dio vueltas la cabeza. Se recolocó la falda.

—Sí.

 

Y todo sucedió tal como ella había querido. Tal como había soñado durante los últimos dos años. Él la llamaba todas las tardes y hablaban mucho rato. Quedaban casi todos los días. Él no iba mucho a casa de Vika, cierto; su hermano siempre estaba en casa, y era prácticamente imposible estar ahí: si su madre no salía, no tenían sitio para sentarse, aparte de la cocina (pero también aparecía por allí, y ni siquiera podían abrazarse), pero si su madre no estaba, aún era peor. La habitación donde dormían ella y su madre estaba libre, pero el hecho de saber que, al otro lado de la pared, Maxim estaba tumbado en su cama apestosa y que podía levantarse en cualquier momento y quedarse detrás de la puerta, escuchando, espiando, o incluso entrar, no los dejaba estar tranquilos y los empujaba a la calle, lejos, cuanto más lejos, mejor.

Por ello, a veces iban a casa de Liosha (aunque tampoco se sentían demasiado cómodos, porque a su madre no le gustaba Vika, pese a que él lo negara), otras veces iban al cine y otras, las más, paseaban por el bosque. Y se besaban. Y hablaban del futuro.

 

Aquel día, un tórrido domingo de agosto en el que brillaba un sol implacable, fue el último día bueno de la vida de ambos.

Aquel día fueron a pasear por el bosque (él la cogía de la mano; todo el tiempo la llevaba cogida de la mano) y observaban los pájaros.

Había muchísimos; no era normal que hubiera tantos. Lo inundaban todo con sus cantos roncos y gruñones, abriendo con ansia el pico osificado y ancestral, volando entre los árboles a una altura muy baja, casi a ras de suelo.

—Qué curiosos. ¿Qué pájaros son estos? —preguntó Liosha.

—Vencejos, diría —respondió Vika, y un recuerdo inquietante (¿de la infancia?, ¿de algún sueño olvidado?) la sacudió desagradablemente un momento y desapareció.

—Espérame aquí un segundo, ¿vale? —dijo Liosha—. Tengo que ir a… Ahora vuelvo.

Se internó entre los árboles y se alejó bastante para que ella no lo viera. Se detuvo detrás de un álamo grande y medio seco y se desabrochó los tejanos. Esperó un poco a que se le bajara la erección y apuntó al tronco.

Por culpa de los trinos estridentes de los pájaros o del murmullo que hacía él tardó un poco en oír los pasos que se acercaban a su espalda. Cuando por fin los oyó (¿por qué lo había seguido? ¿Es que no podía esperar a que uno fuera al baño?), empezó a subirse la bragueta a toda prisa, pero la cremallera se le atascó. Mientras tiraba de ella, irritado, notó una mano que se le posaba en el hombro, una mano basta y pesada. No era la de Vika…

Todavía peleándose con la cremallera abierta, Liosha se volvió y vio a Maxim.

—¿Te acuerdas de lo que prometí? —susurró Maxim.

—¿El qué? ¿Cuándo? —dijo Liosha también en un susurro, sin saber por qué.

—En cuarto. Lo que prometí que haría contigo en cuarto.

Liosha dejó la cremallera en paz, miró a Maxim a los ojos y solo entonces se asustó de veras. Maxim tenía una pupila más grande que la otra. Una era un punto negro, diminuto y punzante clavado en un círculo azul; la otra, como si el sol deslumbrante de agosto no existiera, estaba totalmente dilatada y parecía rodeada solo por un fino trazo circular de rotulador azul.

«Entonces es que está enfermo de la cabeza —pensó Liosha y notó como un sudor helado le caía a chorros por la espalda y el abdomen—. Tal vez tenga un tumor… He leído algo de eso en algún sitio…».

 

«Querida mamá: Liosha y yo nos hemos ido de viaje. Hace mucho que lo decidimos, pero tenía miedo de decírtelo porque te habrías enfadado cuando te hubiera dicho que quería dejar el instituto. No te preocupes por mí. Cuando volvamos (dentro de un año más o menos), enseguida me pondré a estudiar. No me busques, por favor. Un beso, Vika».

 

La nota, escrita en un papelito sucio salpicado de manchas y churretes, estaba pegada a la puerta de la nevera con un imán en forma de pepino. Su madre la cogió y la leyó una y otra vez. La letra era de su hija, un poco apresurada y nerviosa, pero era la suya, sin duda. ¿Qué le había pasado? ¿Se le había ido la chaveta? ¿De viaje?

Encontró el teléfono de Liosha y llamó. Olga Konstantínovna, la madre de Liosha, le dijo que su hijo también había desaparecido.

—No, no ha dejado ninguna nota —dijo la madre de Liosha, y ambas guardaron silencio unos instantes—. A mi hijo jamás se le pasaría por la cabeza una cosa semejante. Seguro que ha sido idea de su hija… —Olga Konstantínovna sollozó con mucha pena y colgó.

 

Desde luego, Marina la buscó. No dejó de buscarla ni un instante. Aeropuertos. Estaciones de tren. Estaciones de autobús. Aduanas. Listas de pasajeros. Fotografías de periódicos.

Hoteles. Hospitales. Depósitos de cadáveres. Búsqueda internacional. Policía. Detectives privados. Adivinos. Habían desaparecido en agosto, y ya estaban en abril. Nada.

 

Y el catorce de abril desapareció Maxim. Había salido de casa el día anterior por la tarde, y ya llevaba veinticuatro horas ausente.

Su madre decidió que esperaría dos horas más antes de llamar a la policía. Fue a la cocina, se hizo un té y se sentó un rato. Bebió un par de sorbos y tiró el resto. Luego fue hasta el espejo y se miró el rostro reseco y surcado de arrugas tristes. «Empiezo a parecerme a una momia —pensó—. Empiezo a parecerme a una vieja».

Antes de llamar a la policía quiso volver a mirar en la habitación de Maxim. Tal vez, pensó de repente, había dejado una nota. Igual se había caído y no la había visto.

Conteniendo la respiración como de costumbre y preparándose para la náusea que le esperaba, Marina entró. Sin embargo, el olor era casi normal: había abierto la ventana el día anterior, después de que se marchara, y la habitación se había ventilado completamente en aquellas veinticuatro horas.

Las cortinas de tul se agitaban suavemente con la brisa. Miles de motas doradas de polvo, como una bandada de insectos livianos y microscópicos, flotaban extasiados en los últimos rayos de sol. La habitación, desacostumbradamente fresca e invadida sin miedo por los copos cenicientos de la pelusa de los álamos, los gritos de la calle y el olor de la gasolina, le produjo una sensación de asombro y de abandono. Una habitación abandonada para siempre.

No había ninguna nota. Por si acaso miró debajo de la mesa, detrás de la mesita de noche y debajo de la cama. El azúcar estaba allí, como siempre. Pero, para su sorpresa, entre los paquetes transparentes y medio vacíos descubrió otra cosa. Una libreta.

En la tapa, escrito con caligrafía infantil en letras mayúsculas de varios colores, se leía: DIARIO DE MAXIM.

Marina lo abrió.

 

 

DIARIO DE MAXIM

 

boi a escrivir un diario ya no soi pequeño i pronto ire al colejio. no boi a enseñar el diario anadie.

 

Maxim 6 años

 

10 de junio de 1994

e dicho a papa que boi a escrivir un diario, papa se a puesto contento i me a filizitado. dize que toda lajente intelijente escrive un diario, escriven ai lo que piensan i papa me a filizitado.

Vika no tiene diario yo creo que porqués tonta.

 

11 de junio de 1994

no me gusta la agüela mama de papa, pero eso esta mal, tene en la barba una berruga y tene bigote.

es toda fea. no quiere a mama y a enseñado mal a papa, poreso papa amarga la bida de las pesonas y ella es una bieja.

 

12 de junio de 1994

oi no e pensado nada i no e echo nada e sacado la basura pero no es inporante.

 

15 de junio de 1994

papa i mama gritan i se pelan todo eltiempo. yo i vika emos pensado acer un cuento para que no se pelen. Los amamales se pelan i luego biene unleon i les da a todos lo mismo i ya no se pelan.

tamien pense un cuento de piratas del espasio pero a mama no le gusta i vika no entiende.

 

17 de junio de 1994

el cuento a salido mal, todo el rato vika se olbidaba de las fases i no ace bien el sorro i la ardiya, papa i mama se reian poco, no se reian i luego por la noche otra bez gritaban.

 

21 de junio de 1994

papa se a ido de biaje de trabajo

 

25 de junio de 1994

oi mama a echo ber que estaba mui contenta a dicho nos bamos. al zoo o a casa de la tia masha, vika quería ir a casa de tia masha i yo al zoo, emos jugado a piedra papel estijera i e ganado yo, yo tenia piedra i vika estijera

yo le e chafado las estijeras. vika siempre saca estijeras i oi también, las saca.

e bisto: jirafas, alefantes, ipopotamos, monos i un oso pardo.

no e bisto: abestrus i oso blanco i yo queria berlos e comido: un algodón uno i un elado de baya entarrina uno.

 

29 de junio de 1994

¡¡oi a vuelto papa!!

 

2 de julio de 1994

papa otra bez se a ido de biaje de negocios, cuando papa se a ido mama le a gritado i luego loraba, vika le preguntaba cuando vuelve pero mama dice que es de negocios

que este negocio es mui largo i igual siempre

pero papa puede venir del negocio a beces acasa los domingos.

mui raro, yo nontiendo i vika nontiende.

 

16 de julio de 1994

¡nos an engañado! ¡mentirosos! ¡mentirosos, mentirosos!

NOQUIERO

¡mentirosos, mentirosos!

 

5 de agosto de 1994

mamai papa se separan

vika i yo bamos a bibir con mama, pero no boi a escribir mas el diario ya no me gusta i no quero.

 

20 de agosto de 1994

nos emos canbiado de casa, la casa nueva es mui fea. no me gusta nada, me escapare nose. me gustaba la casa de antes, esta no me gusta nada, es mui pequeña i fea i no es grande.

 

1 de septiembre de 1994

oi emos ido a colé nos a llebado mama, primero un tinbre i luego la clase dela paz. vika i yo nos an puesto en clases diferentes, yo A i vika B. me da pena poque vika a llorado pero es igual nos an puesto en clases separadas.

todas las clases las ara nadezhda mijailovna. dize que lascuela es nuestra segunda casa i que ai que cuidarla.

yo me pareze que no me gusta la segunda casa.

a mi lado se a sientado un niño todo el rato se mete el dedo en la nariz i tene mocos, después de clase se va a su casa bolando con su papa en abion

papa tanbien bendra a buscarme al cole pronto

 

2 de septiembre de 1994

nos an dado una oja i nos an dicho de acer una redonda en las banderitas i acer raitas. ¿para qe sirve?

¡atension atension! ¡todos todos todos! inbasion de bisitantes estraterrextres. bienen de la astrella Al Fabetagama. ai que vuscar refujio i disparar, tengo una pistola cósmica nueba.

 

4 de septiembre de 1994

nos an dado palitos para contar rojos

 

10 de septiembre de 1994

cumpleaños, an benido: papa, agüela, tia masha tio vitia tia zhenia a sido mui aburrido i no dibertido

me an regalado un coche i una cartera nueva i bonita

no se porque si ya tengo cartera

i un libro del espacio bonito i una camisa fea.

no man traido la bici no querian

a vika le an traido dos muñecas feas un bestido feo un armario de gugete i un espego de gugete todo mui feo. la agüela no a regalado nada solo una caja de bonbones i cuando la emos avierto estaban todos blancos i mama se a enfadado mucho i dice que estaban cacudados i que abia que tirarlos, estaban embenenados.

en la mesa mama i papa no an ablado casi i

yo i vika pensamos que papa se quedaba pero se a ido con la agüela.

si mama i papa se separan eso es que no se quieren mas.

11 de septiembre de 1994

ya no quiero escribir mas un diario

 

Nobela de tobots

 

Cuando se conocen

 

Pronto bolaremos. Nos an dicho, ¿como te lamas? Maxim i Andrei, Liosha i Vika, Igor i Seriozha.

Nuestro coete es bueno. No ai grabedad. Ai telebisor. Ai radio. El coete bolara con la belocidad de escape.

Bolamos a algunos planetas. A Marte, a la Luna, a Venus.

 

Lo que bio Maxim por la ventana

 

Una bez Maxim miro por la ventana, i grito ¡Ala! i todos los otros niños fueron a ber.

¿I que bieron en la Luna? Bieron un castillo con murallas i una torre. I enbez de otra torre abia un radar.

Dice Maxim bamos a aterrizar amigos. I aterrizamos.

La Luna era grande. Entonces Maxim bio un coete.

Tenia dos paneles solares. Maxim ordeno que fueran todos a ese coete.

El coete era mui grande. Tenia unos aparatos mui bonitos. I nos llebamos el coete.

Los tobots que bibian en la Luna nos persigen. Tienen otro coete. Lo cojen i nos persigen en el coete. Pero entonces nosotros sacamos el cañón i empezamos a disparar.

I encendemos la máxima velocidad. I empezó la gerra con los tobots.

 

Como aterrizamos en la Luna

Ya emos dicho que empezó la gerra con los tobots. Los tobots tenian armas mui buenas. Los tobots se fueron al espacio. I se llebaron las armas al espacio.

Luego Andrei bio por la ventana un sitio en la Luna. Aterrizamos allí.

 

Como ganamos a los tobots

Una bez Maxim dijo que cojemos armas especiales i bamos a fuera. Cojemos armas especiales i bamos a fuera. Andrei manda ¡¡¡Fuego!!! i los asisarramos i todo el castillo se destrue.

Fin de la nobela. Maxim 7 años.

 

 

Maxim. Casi 8 años.

 

21 de agosto de 1995

Estoy enfermo. Tengo 38 de fiebre. Todo el dia estoy tumbado, que aburrido. Otra bez voy a escribir el diario.

Ayer paseamos con mama por el bosque. Vika todo el rato iba de superior.

Vimos pajaros raros. Bueno, los pájaros eran normales pero acian cosas raras. Gritaban fuerte todo el rato con el pico abierto. Mama dijo que era porque iba a llover. Pero aller no llovio. Y hoy tampoco al reves hoy ha echo sol y mucho calor.

Pienso todo el rato en los pajaros. Son muy curiosos. Por la noche he soñado con ellos. Ha sido un sueño raro. Primero era que yo volaba y era muy bonito. Luego venían unos pajaros muy grandes y me persegian. Me querían comer. Entonces yo veia una cueva grande y volaba alli y los pajaros volaban detras de mi. Luego me he despertado.

 

21 de agosto de 1995 noche

En realidad no he contado todo el sueño. Pero el diario mio no lo lee nadie asi que es igual y lo escribo. Cuando soñaba que bolaba yo era como una niña. También llebaba ropa de niña un vestido como el de Vika. Bueno el suyo es azul con rayas verdes y el mió era negro. Y del vestido salían unas alas trasparentes y grandes.

 

22 de agosto de 1995

Me duele mucho la oreja.

 

23 agosto de 1995

Me duele la oreja. Como si algo se arrastrara por dentro. Le he dicho a mama que hay algo que se arrastra por dentro. Ella dice que eso siempre pasa cuando las orejas se resfrian.

 

25 de agosto de 1995

Todo el dia me ha dolido la oreja y la cabeza también. Hay algo que se muebe por dentro.

 

26 de agosto de 1995

Me duele mucho.

 

1 de septiembre de 1995

Vika ha ido al cole pero yo no. Me duele mucho la cabeza otra vez y tengo mucho calor. Me cuesta mucho escribir el diario.

 

2 de septiembre de 1995

Esta noche he tenido mucha fiebre y por la mañana Vika ha dicho que he gritado mientras dormia y ella ha llamado a mama. Yo no me acuerdo.

Por la mañana mama me ha traído leche caliente y me ha preguntado que había soñado tan terrible. Todo el rato me obligaba a beber la leche caliente y yo tenia ganas de bomitar. He quitado la nata asquerosa de la leche y la he echado en un platito. No me acuerdo de nada de lo que he soñado.

 

2 de septiembre de 1995 noche

Ya me acuerdo del sueño. He soñado otra vez que era una niña y tenia unas alas trasparentes y grandes. Pero no quería que nadie las viera y por eso me las arrancaba con mis propias manos. Y eso me dolia mucho, mucho mas que la oreja.

No se lo contare a mama.

 

5 de septiembre de 1995

Si le echo mucho azucar a la leche esta mas buena. Pues si. Y también están buenos los huevos moles. Antes cuando nos poniamos malos papa siempre nos lo hacia. Aora mama. No los hace tan buenos pero es igual también me gustan.

 

9 de septiembre de 1995

Otra vez una pesadilla.

Me ponia bueno i iba al colegio. En la clase de lectura tenia muchas ganas de ir al lababo a hacer caca y pedia permiso. Iba al lababo, me bajaba los pantalones y veia que mi piel era negra. Me asustaba y iba al espejo y beia que la cara también era negra y de la boca me salían unos colmillos largos y negros. Y no tenia los ojos azules, eran negros, todos negros. O sea que el blanco del ojo era negro y se mesclaba con el redondo negro que en la realidad es azul.

Me quitaba toda la ropa y me ponia a llorar. Pero tenia muchas ganas de ir al lababo y acer caca y fui. Pero luego miraba y lo que abia salido era muy raro. Muchas bolitas pequeñas y blancas. Y entonces tenia mucha ambre y me comía unas cuantas bolitas. No me acuerdo del sabor. Luego me ponia a llorar otra vez y sali corriendo del lababo. Corria por el pasillo del colegio pero iba muy muy despacio. Me costaba mucho correr. Entonces me ponia a cuatro patas y entonces corria mas deprisa.

Entraba corriendo en la clase y todos se levantaban y estaban delante de mi y se reian y me señalaban con el dedo. Y tanbien Nadezhda Mijailovna se reía. Y entonces me diecia que saliera a la pizarra. Y yo beia entonces que estaba desnudo y estaba a cuatro patas. Y me desperté.

 

 

Maxim. 8 años

 

10 de septiembre de 1995

Ayer

Hoy ha sido nuestro cumpleaños. Mama me ha regalado una pistola de agua. No me gusta. Vika ha dicho que por mi culpa no ha benido nadie y

Ayer tuve

y aora Vika no me abla. Es tonta. Yo no tengo la culpa si estoy enfermo. Si fuera ella la que esta enferma yo no abria dicho nada asi.

Ayer tuve mis primeros hijos. Me comi tres. Necesitaba fuerzas.

 

17 de septiembre de 1995

El gato se ha puesto rabioso. Yo no le he hecho nada malo y el se me ha tirado a la cara desde el armario y me ha arañado la frente. ¡Lo odio! Y luego ha saltado por la ventana y se ha escapado. Mama ha ido a buscarlo. Si lo encuentra y lo trae a casa lo voi a cojer esta noche por las patas y lo voi a colgar de la cola.

Tenia razón. Es un buen

 

17 de septiembre de 1995 noche

No lo ha encontrado. Dice que ha cojido la rabia y se ha ido a morirse. ¡Mi gatito! ¿Por que he querido torturarlo? El no tiene la culpa si se ha puesto enfermo.

Tenia razón. Es un buen sitio. No podía

 

18 de septiembre de 1995

Me an puesto una indiccion contra la rabia. Es igual si encuentro a ese gato lo voi a atar y le voi a dar una paliza.

No podia aber encontrado un sitio mejor para el Reino. Aqui ace calor

 

19 de septiembre de 1995

Aqui ace calor y es bastante seguro. Hay bastante comida.

 

10 de noviembre de 1995

Hoy me he dado cuenta de que no echo de menos a papa. Vika si que lo echa de menos pero yo no. Todo el rato esta preguntando cuando viene papa. Le gusta mucho salir con el. A mi me da igual. En realidad no me gusta salir ni con papa ni con los otros niños. Ace mal tiempo, ace frio y todo esta mojado.

 

11 de noviembre de 1995

No quiero a papa y ya esta.

No se si quiero a mama. A beces me parece que seria mejor si tubiera otra mama.

¿Entonces esto quiere decir que no quiero a nadie? No, no es verdad. Si que quiero a algien. Siento amor por algien.

Queremos mucho a mama. Ella nos ha tenido a todas. Y tendrá mas de nosotras. Nuestra mama es la Reina. Cuando seamos mayores nos casaremos con ella.

Aunque… no tenemos sexo. Da igual, nos casaremos con ella igual.

 

 

Maxim. Nueve años.

 

Tengo miedo. Me parece que yo

 

 

Tiene diez años

 

20 de septiembre de 1997

Hace dos años que vivo aquí. Vivo en la cabeza.

Órdenes de la Reina:

1. Obedecer en todo a la Reina.

2. Defender a la Reina.

3. Escribir el diario.

Escribir el diario esta bien. Escribir el diario es necesario. Sirve para ordenar las cosas. Sirve para ordenar las ideas.

4. Conservar el calor.

Gracias al calor nos reproduciremos. Gracias al calor estaremos bien.

5. Alimentar a la Reina y a las hijas de la Reina.

6. Tener provisiones. Tener provisiones es muy importante. No tenemos suficiente comida. Hay que tener comida. Hay que esconderla. Hay que cogerla.

Necesitamos: proteínas e hidratos de carbono.

Proteínas: carne (cruda o cocida, guisada, asada), insectos (vivos o muertos), setas, plantas.

Hidratos de carbono: el polen, la savia dulce de árbol y los excrementos de pulgón son muy difíciles de conseguir.

Se pueden sustituir por muchas otras cosas: azúcar, chocolate, caramelos, pastelillos, zumo de sandía, miel.

La miel ya no es peligrosa. Ya no nos quedaremos pegados a ella.

 

Octubre de 1997

Esto es muy importante. De momento me acuerdo. Yo soy Maxim. Voy a cuarto de primaria. Casi siempre saco excelentes.

Cuando abra el diario el próximo día, volveré a leer esto y me acordaré. Por si acaso lo volveré a escribir.

Yo soy Maxim. Voy a cuarto de primaria. Casi siempre saco excelentes. Tengo diez años. Mi madre se llama

Somos todas hermanos y hermanas. Todas somos hijas de la Reina. Todas somos una. Somos las niñas de la Reina. Somos parte de la Reina. Nosotros Yo quiero a la Reina. Yo soy la Reina.

Me llamo Maxim. Tengo diez años. No me dejan

Nuestra raza es muy antigua. Vivimos en la Tierra desde hace ciento cincuenta millones de años. A lo largo de este tiempo nos hemos vuelto sabias.

Hemos aprendido a cuidar animales. Sabemos criar pulgones.

Hemos aprendido a cazar. Sabemos cazar insectos, cangrejos y hasta animales grandes.

Hemos aprendido a trabajar la tierra. Sabemos cultivar setas.

Hemos aprendido a construir. Sabemos cómo construir el Reino.

Hemos aprendido el arte de la guerra. Sabemos luchar contra otros Reinos.

Hemos aprendido a amar. Sabemos querer a la Reina.

Hemos aprendido a tener esclavos. Antes sabíamos someter a los insectos y las plantas. Ahora sabemos someter también a

No me dejan

 

15 de noviembre

Mi madre se ha enterado. Me ha preguntado quién es la Reina.

Órdenes:

1. Protegerse, protegerse, protegerse, protegerse. En esta forma de existencia, la glándula del veneno no sirve para atacar ni defenderse. Hay que protegerse de otras maneras.

2. No pronunciar jamás la palabra «Reina» en voz alta. Es peligroso.

3. No volver a tocar nunca más su comida. La Madre te dará los pastelillos dulces de queso y los bollos.

4. Acumular provisiones.

 

Invierno

Dormir más. Bien caliente.

 

Primavera. Verano.

Todo va según el plan.

 

 

Tiene once años

 

Otoño

A veces me da pena

nos da pena

Cree que en su casa vive su hijo.

Pero en su casa vive el Hormiguero.

Pero en su casa vive el Reino.

Nos hace gracia.

¿Cómo deberíamos llamarla? Ya no es nuestra mamá. Nuestra mamá, mamaíta, nuestra mamá es la Reina. La Reina está en nuestra cabeza.

Ella es una Madre extraña. Ella solo nos alimenta. No queremos a la Madre. Queremos a mami. Queremos a mamita. Queremos a la mami de las hormigas. A la Reina de las hormigas.

 

23 de octubre de 1998

Me han dejado escribir. Ya no queda casi nada de mí. Son muchas ya viviendo dentro de mí. Tal vez varios miles. Es difícil calcularlo ya.

A veces las entiendo muy bien. A veces oigo claramente su voz. La voz de la Reina, que las gobierna. Y a mí también. Tiene una voz muy bonita.

Sé cuando tienen hambre y quieren que les dé de comer. O cuando tienen frío. O cuando tienen miedo y debo protegerlas.

Ahora ya no veo que esto tenga nada de malo. Al revés, mi obligación es proteger a la Reina.

Pero me da la impresión de que hay algo más grande. Me da la impresión de que tienen un objetivo. No solo vivir dentro de mí y gracias a mi ayuda. Pero no sé cuál es ese objetivo. De momento me lo esconden. Es posible que estén poniéndome a prueba. Es posible que no confíen en mí lo suficiente…

Ya no queda casi nada de mí. Cuando no quede nada en absoluto, entonces sabré cuál es el objetivo.

 

24 de octubre

Saco casi todo excelentes. ¿Cómo puede ser? No hago los deberes, no estudio nada. NO SÉ NADA.

Nosotras sabemos muchas cosas. Somos muy antiguas.

 

25 de octubre

Debería aprender algo más de ellas.

He cogido un libro muy útil de la biblioteca del colegio. Se llama Insectos: pequeños amigos y grandes enemigos. Precisamente hay un capítulo sobre las hormigas.

Si aprendo más cosas sobre ellas, tal vez pueda escapar

Ah, es un buen libro. Me gusta mucho. ¿Y si arranco las páginas más interesantes y las pego en el diario?

Venga.

Qué interesante nos parece. Estamos contentas.

 

La importancia económica de las hormigas es muy grande. Muchas clases de hormigas son fundamentales para la formación del suelo, pues lo mezclan, lo airean y lo fertilizan. Algunas hormigas (por ejemplo, las hormigas rojas de bosque o las tejedoras) se emplean para combatir las plagas de plantas nocivas. Pero algunas hormigas también destruyen la madera y resultan perjudiciales para la agricultura (por ejemplo, las hormigas recolectoras y las podadoras).

Pero las hormigas recolectoras también desempeñan un papel positivo: esparcen las semillas de ciertas plantas y enriquecen el terreno.

Sin embargo, ciertas especies de hormigas pueden transmitir enfermedades a las personas y los animales.

La reproducción de las hormigas y su asentamiento se desarrolla de la siguiente manera: una vez al año, normalmente a finales de verano, aparecen muchas hormigas voladoras en el nido. Los días calurosos levantan el vuelo. Bandadas de golondrinas, vencejos y otros pájaros vuelan entre las hormigas lanzando gritos agudos y cazándolas. La reproducción tiene lugar tanto en el aire como en el suelo. Después, los machos mueren, y las hembras se cortan las alas con los dientes o se las rompen y buscan un sitio para construir el nido. Cuando lo encuentran depositan la primera tanda de huevos, que suelen ser alrededor de una decena.

La comunidad habita en el nido entre ocho y diez años.

Una familia de hormigas puede llegar a tener un millón de miembros.

La madre puede ser fecundada por unos veinte machos. Suele hacer solo un vuelo cuando está en celo, pero el esperma sigue siendo útil a lo largo de toda su vida. El esperma de cada macho se guarda por separado en el organismo de la madre, de modo que en cada puesta de huevos se transmite la herencia genética solo de un padre.

La mayor parte de la descendencia se convertirá en hormigas obreras asexuales. Cuando las obreras de la primera puesta crecen, la hembra dejará de alimentar a las larvas y se ocupará solo de poner huevos. A partir de entonces, las obreras se alimentan por sí mismas y alimentan a la hembra y a las larvas mediante las secreciones de las glándulas salivales. De vez en cuando llevan al nido restos de insectos muertos.

 

Invierno.

Hay que moverse menos. Estar en sitios calientes.

 

Primavera. Verano.

¡Tenemos hijitos nuevos!

 

El ciclo de crecimiento de las hormigas incluye una transformación total, como todos los himenópteros. Primero salen las larvas de los huevos. A lo largo del crecimiento cambian la cutícula (la capa exterior) varias veces. Esto se llama muda. La etapa larval termina con la transformación en crisálida.

Antes de convertirse en crisálida, la larva deja de alimentarse, eructa el meconio (el contenido de su intestino) y, como sucede en la gran mayoría de hormigas, se envuelve en un capullo de seda (son precisamente estos capullos a los que la gente llama huevos de hormiga). Dentro de la crisálida tiene lugar una modificación radical del cuerpo del insecto: la larva sin patas y con forma de bolsa se convierte en un individuo adulto de morfología compleja (imago). Los estadios anteriores del ciclo vital de las hormigas se agrupan bajo la denominación de cría.

 

Tiene doce años

 

Ya tenemos cuatro años.

O sea, ya hemos vivido casi la mitad de nuestra vida. Es hora de pensar en serio en el futuro. ¿Qué queremos ser?

 

Otoño

 

La saliva de las personas enfermas también atrae a las hormigas. En general les gustan mucho más las secreciones de las personas enfermas que las de las sanas. Por ello suelen encontrarse hormigas faraón en las unidades quirúrgicas. No ha sido sino recientemente que los trabajadores de algunos hospitales de los países bálticos han conseguido controlar las plagas de hormigas. Los insectos se escondían en el algodón y las vendas, y durante la operación llegaban hasta el escalpelo del cirujano.

 

Sí, los muy respetables autores de este libro están totalmente en lo cierto con respecto a nuestros gustos. Vamos a ver a la abuelita todos los días.

 

Invierno

No hay nada en el mundo que huela tan bien como nuestra Reina.

Pero: hay veces en que su Hermana también huele muy bien. Nos gusta. Queremos

 

26 de febrero de 1999

Es su sangre. Una vez al mes.

Me he dado cuenta de que Vika

Oh, eso es justo lo que quiere la Reina. Pero lo primero que hay que hacer es calcular.

 

Primavera

 

A las hormigas les gusta vivir en simbiosis con otros organismos vivos. Así, las hormigas cuidan a los pulgones para poder comerse sus excrementos dulces.

El primero que estudió la simbiosis de las hormigas con los pulgones fue el importante entomólogo ruso A. K. Mordvilko, quien mostró que esta forma de simbiosis surgió hace mucho tiempo: se descubrieron hormigas y pulgones en ámbar. Las hormigas desarrollaron instintos complejos relacionados con el cuidado de los pulgones. Los protegían para conseguir sus excrementos, procuraban proporcionarles los brotes más tiernos y jóvenes y en invierno se llevaban a las hembras al hormiguero.

Con frecuencia, al favorecer la reproducción de los pulgones, las hormigas acarrean serios daños. Sin embargo, en nuestros bosques, las hormigas crían solo unas especies de pulgones que no causan perjuicios graves a los árboles.

También existe una simbiosis entre hormigas y plantas mirmecófilas. Estas plantas suelen tener nectarios especiales que segregan sustancias líquidas dulces, y estas atraen a las hormigas, que construyen el nido en la parte central y porosa del tallo o del tronco o en una cavidad de estos.

Las plantas proporcionan refugio y alimento a las hormigas, y estas, a su vez, limpian el tronco de parásitos y las protegen, pues se comportan como sustitutos vivos de las espinas.

 

Apuntes de la Reina:

El 20 de agosto de 1995 empecé un experimento hasta ahora único en la historia de la Tierra: la toma de un cuerpo humano y la construcción en él de un Hormiguero-Reino. Penetré por la cabeza del individuo a través del canal auditivo y puse allí (y he seguido poniendo) los huevos, con la subsiguiente diseminación de la descendencia por todo el organismo.

Los experimentos anteriores con las plantas Endospermum formicarum, Cecropia adenopus, Myrmecodia pentasperma y otras se revelaron como casos de simbiosis excepcionalmente exitosa y ventajosa para ambos.

La duración de la vida del individuo excede de largo la duración de la vida de las hormigas. Según mi opinión, en el Reino Humano podríamos vivir no de ocho a diez años, sino mucho más, veinte o tal vez treinta, pues nos asimilaríamos al ciclo vital del individuo. Pero estaba equivocada. Ahora veo que eso no es posible.

Este cuerpo no es adecuado para el Reino. Se ha estropeado y ya no sirve.

Están parcialmente destruidos: el hígado, el estómago, la vesícula biliar, el duodeno, el cerebro.

Con mal funcionamiento: las glándulas sudoríparas y las sebáceas.

Además: la epidermis y el músculo cardiaco están en mal estado (150 latidos por minuto y con frecuentes interrupciones del ritmo).

La circulación de la sangre en el cerebro es dificultosa.

Malos movimientos peristálticos.

Nuestro propio estado también ha empeorado, en consonancia con el estado del Reino.

No obstante, la edad del cuerpo es de doce años.

¿Cuánto tiempo seguirá funcionando? He ordenado que se realicen cálculos, y el resultado es poco optimista: cuatro años; cinco, como máximo.

Considero imprescindible y urgentísimo modificar la orientación del experimento y prescribo

 

La Reina prescribe que se haga un cálculo general y que empiece el cumplimiento del Nuevo Plan cuanto antes.

 

Verano

La Reina está muy triste. Pobre Reina. Pero no podemos hacer nada por el momento.

¡No hay nada que hacer! No hay ninguna regularidad. Tal como están las cosas, es totalmente imposible calcular el periodo de ovulación. Dudamos de que, tal como están las cosas, sea posible que tenga lugar la fecundación.

¡Me gustaría mucho ayudar a la Reina, pero todavía no puedo! No he crecido lo suficiente. ¡Tengo miedo de no conseguirlo!

 

 

Tiene trece años

 

Otoño

 

Fragmento del último y brillante discurso de la Reina, que pronunció ante sus súbditos justo esta mañana:

«Y por eso debemos emplear todas nuestras fuerzas para llevar a cabo nuestro Nuevo Plan. Pues a día de hoy nadie tiene dudas sobre su simplicidad, grandeza y conveniencia. Solo si nos unimos de verdad, solo si crecemos juntas desde el principio —repito: ¡desde el principio!—, podremos conseguir lo que deseamos. ¿Queréis un aumento de la duración de la vida? ¿Queréis vivir hasta los ochenta años? ¿Queréis ver el nacimiento de una nueva civilización, de una civilización ideal? ¡Amigas mías! ¡Hijas mías! Lo haremos juntas».

¡A todas les encantó el discurso!

A mí también me gustó. No hay nadie más inteligente, más bueno ni más brillante que la Reina.

 

Invierno

Fragmento del informe FCRJV (Fracción Científica Real «Juntos, la Vida»):

«En el presente momento ya podemos afirmar con total seguridad que el ciclo de la Hermana por fin se ha estabilizado. La menstruación y la ovulación tienen lugar a su tiempo debido. Sin embargo, todavía es pronto para hablar de la inmediata realización del Plan.

Motivo: el organismo de la Hermana no está preparado para albergar un feto tan complejo (o tal vez varios). Un embarazo corriente ya provoca cambios hormonales muy complicados en el organismo de un individuo humano del sexo femenino. De modo que la fecundación con esperma saturado de larvas de hormiga puede ocasionarle procesos aún más complejos. A día de hoy, el organismo de la Hermana no es capaz de soportar la carga deseada ni, por tanto, puede traer descendencia al mundo a corto plazo, según el proyecto “Juntos, la Vida”.

Es necesario esperar. El periodo de espera aproximado son tres años».

 

 

Tiene catorce años

 

Los seres necróforos trasladan los cadáveres. Las hormigas sacan a sus congéneres fuera del hormiguero. Esta característica está relacionada directamente con la quimiorecepción. Las hormigas son muy sensibles al ácido oleico, una de las sustancias que segregan los insectos al descomponerse. El individuo que se mancha con ácido oleico es percibido por sus parientes como muerto, y lo sacan del nido aunque aquel muestre una fuerte resistencia.

 

Nos encontramos muy mal. Estamos enfermas. Mueren muchas. Menos mal que, en las condiciones en que se encuentra nuestro Reino vivo, podemos sacar los cadáveres fuera del organismo de manera mucho más sencilla que en las condiciones de un hormiguero normal de bosque.

Estamos tristes. Estamos asustadas. Tenemos miedo de morir antes de que podamos llevar a cabo nuestro Plan.

 

 

Tiene quince años

 

Y le falta poco para los dieciséis.

Aguantamos como podemos. Es hora de empezar a cavar la madriguera. Hay que comer más. Con la construcción de la madriguera se nos irá mucha fuerza física.

 

 

Tiene dieciséis años

 

Otoño

Hoy hemos ido al bosque y hemos empezado a cavar. Ha sido el primer día. Antes de empezar a trabajar, la Reina ha querido hacernos un discurso, pero no ha podido. Nuestra Reina está muy enferma.

No tendremos que esperar mucho más. Pero ¿podrá la Reina poner una tanda de larvas suficiente para la fecundación inminente? ¿Tendrá bastantes fuerzas?

Tenemos un poco de miedo, pero estamos rebosantes de esperanza.

 

Invierno

Para no desmoralizarnos, nos entretenemos con cualquier cosa. Nos quedan los últimos recortes de su libro. Los pegamos aquí.

 

¡Qué habilidades tan asombrosas poseen las hormigas! Las segadoras se alimentan de setas que ellas mismas cultivan en cavidades subterráneas. Preparan abono para las setas y las fertilizan, separadas por «brigadas». La primera brigada corta trocitos de hojas de los árboles y luego las tritura. La segunda transporta las hojas trituradas al hormiguero. En este trayecto, fuertes hormigas soldado acompañan a la brigada. Sus mandíbulas poderosas son capaces de atravesar la piel humana.

En casa, las hormigas obreras reciben las hojas trituradas y las mastican con minuciosidad. Después, las pequeñas hormigas jardineras dividen la masa resultante en porciones minúsculas, eliminan los parásitos y abonan las setas con esta especie de papilla.

Las obreras que se ocupan de la agricultura hace tiempo que perdieron la capacidad de reproducirse. Simplemente, no tienen los órganos necesarios. ¡Ese es el precio que hay que pagar por su pericia profesional!

 

«Qué habilidades tan asombrosas…». Cuánta ingenuidad. Qué tontería.

Sabemos hacer cosas muchísimo más complejas. Pero ahora no viene al caso.

Y aquí va otro fragmento. Este es nuestro preferido. Nos reímos cuando lo leemos.

 

Las características del comportamiento de las hormigas a lo largo de muchos años han empujado a los estudiosos a suponer la existencia de inteligencia en estos insectos. Sin embargo, a día de hoy esta teoría está refutada por completo. Se ha demostrado que las hormigas se guían exclusivamente por instintos complejos.

 

Primavera

La madriguera está lista.

 

Día de verano

Me siento vieja, muy vieja. ¡La juventud se me ha pasado volando! El día de hoy… ¡Ah! ¡Se parece tanto a aquel, hace tanto tiempo, cuando yo era joven y guapa! Todos los hombres, absolutamente todos, me iban detrás. Sí, aquel día tuve muchísimos maridos, más de veinte. Bailábamos, bailábamos, bailábamos en el aire. Aquel día fundé el Reino.

Hoy es el día perfecto para llevar a cabo el Plan.

 

Tarde de verano

Hoy hemos llevado a cabo el Plan. Primero he tenido que matar a su macho. Y luego lo he hecho, lo hemos hecho. Ella chillaba y quería escapar. La hemos atado. Le hemos tapado la boca con un esparadrapo. Luego hemos hecho lo que tú ordenaste. Con asco. Sin deseo. Ha sido muy desagradable. ¡Porque nosotros solo te queremos a ti! ¡Yo solo te quiero a ti, mi Reina!

La hemos obligado a escribir una nota para la Madre.

La hemos metido en la madriguera. Atada.

Le llevaremos comida. Le llevaremos agua. Incluso hablaremos con ella. Hasta que se cumpla el plazo.

Qué he hecho. ¡Dios mío, qué le he hecho a mi hermana! Porque es mi hermana…

 

Noche de verano

Estamos todas aquí, hermanos y hermanas. Todas somos hijas de la Reina. Todas somos uno. Somos las niñas de la Reina. Somos parte de la Reina. Nosotras somos yo. Quiero a la Reina.

Yo soy la Reina.

 

 

Otoño. Tiene diecisiete años.

Hemos acondicionado la madriguera contra el frío. Para que sobreviva.

 

Tarde de invierno

La hemos atado mal. Por poco se escapa. Se ha revolcado por la madriguera. Saltaba y se pegaba en el vientre.

¡Quería matar a nuestras hijas! ¡Quería arruinar el Proyecto!

Nos hemos enfadado mucho.

Menos mal que hemos llegado a tiempo.

 

Abril de 2005

Esta es la última anotación. Me muero. Nos morimos. Ya no tenemos fuerzas. Pero tengo que llegar hasta la Hermana. Se ha cumplido el plazo. ¿De verdad tengo que ir con ella, querida?

¡Habla conmigo, despídete de mí! ¡Habla con nosotros, Reina!

Es la última anotación. Me muero.

He hecho todo lo que he podido. He llevado a cabo el Plan.

Es la última anotación.

 

 

Primer año

 

Con un gemido, Vika expulsó de su interior tres grandes huevos viscosos, unidos por el cordón umbilical. Parecían un aberrante racimo de uvas. Murió al cabo de unos minutos, en el mismo momento en que las hormigas empezaban a abandonar el cuerpo inerte de su hermano.

Abandonaron su cuerpo. Salieron al exterior. Miles y miles.

Primero caminaron por su cuerpo, por su casa fría e inmóvil, trazando senderos finos y tortuosos por las mejillas, por el mentón, por los ojos abiertos y vidriosos.

Después bajaron al suelo y, despacio, en fila, formando un negro y triste cortejo fúnebre, se dirigieron a los huevos. Los lomos brillaban débilmente a la luz de la lámpara de queroseno.

En el centro de la madriguera, varios centenares de hormigas se separaron del torrente general y se arrastraron hacia la salida. Cargaban con un cuerpo gigante y retorcido, el de la madre de las hormigas. Estaba muerta. La sacaron de la madriguera y se la llevaron lejos, con cuidado, a las profundidades del bosque. Querían enterrar a su Reina en la tierra húmeda de abril, entre las hojas putrefactas del año anterior.

El resto de hormigas se acercaron a los huevos. Con las patitas negras, con las afiladas mandíbulas negras rompieron la capa blanquecina y blanda de los huevos.

Un niño estaba totalmente azul y no respiraba. Los otros dos aspiraban con ansia el aire liviano y frío de abril y lloraban con chillidos estridentes y penetrantes.

 

La madre descubrió la madriguera enseguida. La buscó sin pensar, con indiferencia, guiada solo por una espantosa intuición, y al llegar a la entrada se quedó paralizada, mirando el sombrío interior.

Las hormigas ya habían cortado el cordón umbilical; metódicas, llevaban hojas, hierba y ramitas a la madriguera y las colocaban alrededor de los pequeños cuerpecitos con sumo cuidado.

La madre estaba tranquila, muy tranquila, sin saber por qué. Su hijo y su hija yacían delante de ella, inmóviles y vacíos. Habían vuelto a adquirir su semejanza primigenia: la piel del mismo color ocre claro, el vientre hinchado, impotentes los dos bajo tierra. Sus hijos. Dos envolturas yertas. Les cerró los ojos y los besó en la frente fría, primero a uno y luego al otro.

Después miró en el rincón más remoto de la madriguera. Dos recién nacidos, un niño y una niña, lloraban sin cesar. Tenían frío. Avanzó un paso hacia ellos, pero se detuvo en seco, pues sintió una amenaza: al percibir que se acercaba, las hormigas que trajinaban alrededor de los bebés se quedaron un segundo inmóviles, atentas, y luego se movieron hacia ella.

No la atacaron. Simplemente, no la dejaban pasar.

Un poco más lejos estaba el bebé muerto. A él sí que le dejaron acercarse. Lo cogió con cuidado y advirtió que era bastante más pequeño que los otros dos (seguramente ya habría muerto en el útero) y que no se le habían formado los órganos sexuales.

Lo enterró allí cerca, al pie de un álamo. Sacó a Maxim y a Vika de la madriguera con bastante esfuerzo y los arrastró hasta lo profundo del bosque, lo más lejos que pudo de la madriguera. Y regresó.

Los bebés seguían llorando.

«Dios mío, quieren comer —pensó—. Se morirán de hambre. ¿Quién va a darles de comer? El diario decía que alimentan las larvas con la secreción…».

 

Hay que darles leche, hay que comprarles comida de bebés, hay que

Alimentan las larvas con la secreción de sus glándulas salivales

traerles un sonajero, un jerseicito

A veces les llevan al nido trozos de insectos muertos

 

—Las hormigas obreras se alimentan a sí mismas y alimentan las larvas con la secreción de sus glándulas salivales —pronunció en voz alta, sin saber lo que decía.

 

A la mañana siguiente, la madre llevó consigo un paquete de azúcar y lo vació en la madriguera.

Hace tiempo que los vecinos de Yásenevo ya no se extrañan cuando se encuentran por la calle a aquella desgraciada. Ya se han acostumbrado a ella. Todos lo saben. El dolor la volvió loca después de que perdiera a sus dos hijos.

Las mujeres que pasean por la linde del bosque con los cochecitos de bebé y los hombres que sacan a sus pacientes perros después del trabajo suelen verla por allí. Sonríe. Todos los días lleva al bosque un paquete de azúcar en polvo o una bolsita de pastelillos.

Todos los días.

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