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Ulises en París

 

Sylvia Beach

 

 

Fue durante el verano de 1920, en el primer año de existencia de mi librería, cuando conocí a James Joyce.

Aquella bochornosa tarde de domingo, Adrienne iba a ir a una fiesta en casa de André Spire. Insistió en que la acompañase, asegurándome que los Spire estarían encantados, pero yo no estaba muy convencida. Aunque admiraba la poesía de Spire, no los conocía personalmente. Finalmente Adrienne, como siempre, se salió con la suya y nos fuimos juntas a Neuilly, que era donde vivían los Spire.

Tenían un apartamento en el segundo piso de una casa situada en el número 34 de la calle del Bois de Boulogne; recuerdo que estaba rodeada de árboles y en un lugar muy sombreado. Spire, con su barba bíblica y su pelo largo y rizado, se parecía a Blake. Con gran cordialidad saludó a su inesperada invitada y enseguida, llevándome aparte, me susurró al oído: «James Joyce, el escritor irlandés, está aquí».

Yo sentía una gran adoración por James Joyce y al escuchar la inesperada noticia de que estaba allí, me sentí tan asustada que hubiera querido salir corriendo. Spire me dijo que los Joyce habían venido con los Pound —vi a Ezra a través de la puerta entreabierta—. Como conocía a los Pound, me animé a entrar.

Allí estaba Ezra, tumbado en un gran sillón. Según un artículo que publiqué en el Mercure de France, Pound llevaba una elegante camisa azul del mismo color que sus ojos; pero inmediatamente me escribió para decirme que nunca había tenido los ojos azules. Así pues, tuve que suprimir este detalle.

Me acerqué a saludar a Mrs. Pound. Estaba hablando con una agradable joven; me la presentó como Mrs. Joyce y se fue.

Mrs. Joyce no era delgada, pero tampoco gruesa; era bastante alta y muy graciosa. Poseía un rizado pelo rojizo y sus pestañas eran del mismo color. Sus ojos centelleaban con un brillo especial, su voz poseía un cierto acento nativo y aquella dignidad especial tan típicamente irlandesa. Parecía muy contenta de poder hablar conmigo en inglés, pues no entendía una palabra de lo que allí se decía. ¡Si al menos hubiese sido italiano! Los Joyce habían vivido en Trieste y sabían italiano, y lo hablaban frecuentemente en su casa.

Nuestra conversación fue interrumpida por Spire, que nos invitó a sentarnos a la larga mesa donde estaba servida una deliciosa cena fría. Mientras comíamos me di cuenta de que uno de los invitados no había probado la bebida, resistiéndose a los repetidos esfuerzos de Spire por llenarle el vaso; finalmente puso el vaso boca abajo dando por finalizada la cuestión. Era James Joyce, y Pound le hizo sonrojarse al alinear todas las botellas de la mesa frente a su plato.

Después de la cena, Adrienne Monnier y Julien Benda iniciaron una discusión sobre los puntos de vista, recientemente expresados por Benda, acerca de los principales escritores del momento, reuniendo a su alrededor a un interesado grupo de oyentes que escuchaban atentamente balanceando sus tazas de café. Los ataques de Benda iban dirigidos contra Valéry, Gide, Claudel y otros.

Dejé que Adrienne defendiera a sus amigos y me dirigí a una pequeña habitación repleta de libros hasta el techo. Allí, tumbado en un rincón entre dos estanterías, estaba Joyce.

Temblando, le pregunté: «¿Es usted el gran James Joyce?».

«James Joyce», me contestó.

Nos dimos la mano; bueno, él colocó su lánguida y blanda mano en mi recia y pequeña garra, y no sé si puede decirse que eso fuera un apretón de manos.

Era de mediana estatura, delgado, la espalda ligeramente encorvada y muy agradable. Sus manos destacaban muchísimo. Eran muy alargadas y en los dedos corazón y anular de la izquierda llevaba gruesos anillos de pedrería. Sus ojos, de color azul oscuro, poseían la luz de la genialidad y eran extremadamente bellos. Sin embargo, advertí que su ojo derecho tenía una mirada algo anormal y que el cristal derecho de sus gafas era más grueso que el izquierdo. Tenía una poblada cabellera ondulada de un tono arenoso, peinada hacia atrás desde el extremo de su amplia frente en que finalizaba su alargada cabeza. Daba la impresión de ser la persona más insensible que jamás había conocido. Su piel era blanca, casi sin pecas y con tendencia a ruborizarse. La nariz recta y bien formada, los labios delgados y finos, y la mandíbula terminaba en una especie de perilla. En mi opinión, de joven debía de haber sido muy atractivo.

La voz de Joyce me encantaba. Hablaba con la entonación de un tenor. Su dicción era extremadamente clara. Sólo cuando pronunciaba algunas palabras como book («bōō-k») o look («lōō-k»), o las que empezaban por «th», se notaba su ascendencia, pero, sobre todo, su tono de voz era absolutamente irlandés. Exceptuando estos detalles, su inglés no se distinguía en nada del de un auténtico inglés. Se expresaba con sencillez, pero, según pude observar, escogía sus palabras y su sonoridad con gran cuidado, debido sin duda a su amor por la lengua, su oído musical y, también, a que había pasado largos años dando clases de inglés.

Joyce me explicó que acababa de llegar a París con su familia siguiendo los consejos de Ezra Pound, quien les presentó a madame Ludmilla Savitzky, en cuyo piso se instalaron unas semanas, mientras buscaban su propio alojamiento. Madame Savitzky era una de las primeras amigas de Joyce en París y tradujo Retrato del artista adolescente (Dedalus fue su título en francés). Otra de sus amigas tempranas en París fue Mrs. Jenny Bradley, quien tradujo Exiliados.

«Y tú, ¿qué haces?», me preguntó Joyce. Le hablé de Shakespeare and Company. El nombre y mi conversación parecieron divertirle y esbozó una encantadora sonrisa. Sacó una pequeña agenda del bolsillo y escribió el nombre y la dirección diciéndome que pasaría a verme; advertí con tristeza que tenía que ponerse la agenda muy cerca de los ojos.

De repente un perro empezó a ladrar y Joyce palideció y se puso casi a temblar. Los ladridos venían del otro lado de la calle. Me asomé a la ventana y vi a un perro corriendo tras una pelota. Ladraba con fuerza, pero, en mi opinión, no era peligroso.

«¿Se acerca? ¿Es fiero?», me preguntó muy inquieto (pronunciaba la palabra fierce (fiero) como «feerrce»). Le aseguré que no se acercaba y que no parecía peligroso, pero él se sentía todavía asustado y se sobresaltaba con cada ladrido. Me explicó que tenía miedo a los perros desde que una vez, a los cinco años, uno de «esos animales» le mordió en la barbilla, y señalando su perilla me indicó que era para disimular la cicatriz.

Después de este incidente proseguirnos nuestra charla. Joyce era una persona tan sencilla que, a pesar de sentirme en inferioridad de condiciones ante el más grande escritor de mi época, de algún modo me hallaba muy a gusto con él. Tanto en aquel primer encuentro como después, fui siempre consciente de su genio y talento a pesar de ser una persona de tan fácil conversación.

Al terminar la fiesta, Adrienne vino a buscarme para despedirnos de los anfitriones. Cuando le agradecí a Spire su hospitalidad, me dijo que esperaba que no me hubiera aburrido demasiado. ¿Aburrido? Pero si había podido conocer a James Joyce.

Al día siguiente Joyce apareció caminando por mi empinada callecita. Llevaba un grueso traje de lana azul oscuro, un sombrero de fieltro negro y unas zapatillas deportivas, no demasiado blancas, en sus largos pies. Jugaba con un bastón y, al ver que lo estaba mirando, me contó que era una vara de fresno de Irlanda, un regalo que le había hecho un oficial irlandés enrolado en la flota británica que ancló una vez en el puerto de Trieste. («Stephen Dedalus —pensé— todavía tiene su fresno».) Joyce iba siempre un poco mal vestido, pero su porte tenía tanta gracia y su aire era tan distinguido que uno casi no reparaba en lo que llevaba puesto. Fuese donde fuese y conociese a quien conociese causaba una honda impresión.

Entró en la librería y examinó muy de cerca las fotografías de Walt Whitman y Edgar Allan Poe, luego se acercó a los dos dibujos de Blake, y finalmente inspeccionó mis dos fotografías de Oscar Wilde. Después se sentó en el incómodo silloncito junto a mi mesa.

Volvió a explicarme que Pound le había persuadido para venirse a vivir a París y que se encontraba con tres problemas: buscar un techo para alojar a cuatro personas; alimentarlas y vestirlas, y terminar Ulises. El primer problema era el más urgente porque Madame Savitzky no podía cederles su apartamento más que durante dos semanas y por lo tanto tenía que encontrar enseguida otro para su familia.

Existía también el problema financiero. Había gastado todos sus ahorros en el traslado a París y necesitaba encontrar alumnos. Me pidió que si conocía a alguien que quisiese tomar clases le recomendase al profesor Joyce, diciéndole que tenía mucha experiencia. En Trieste habla estado muchos años dando clases en la Berlitz School, así como clases particulares, lo mismo que en Zúrich. «¿Qué idiomas enseña?», le pregunté. «Inglés», respondió. «Esto es una mesa. Esto es la pluma... Y también alemán, latín y hasta francés.» «¿Y griego?» No sabía griego antiguo, pero el actual lo hablaba con fluidez; lo había aprendido de los marineros griegos en Trieste.

Los idiomas eran evidentemente el deporte favorito de Joyce. Le pregunté cuántos sabía. Por lo menos eran nueve, pues los contamos. Aparte de su propia lengua, hablaba italiano, francés, alemán, griego, español, holandés y los tres idiomas escandinavos. Había aprendido noruego para poder leer a Ibsen, prosiguiendo luego con el sueco y el danés. También hablaba hebreo y conocía algo de hebreo antiguo. No le pregunté por el chino y el japonés. Seguramente éstos se los dejaba a Pound.

Me explicó cómo había salido de Trieste al empezar la guerra, en una huida bastante arriesgada. Los austriacos estaban a punto de arrestarlo como espía, pero un amigo suyo, el barón Ralli, le consiguió un visado. Sólo tuvo tiempo de coger a su familia y salir del país. Se las arreglaron para llegar a Zúrich, donde permanecieron hasta el fin de la guerra.

Le pregunté de dónde había sacado tiempo para escribir. Me dijo que por la noche, cuando terminaba todas sus clases. Fue por entonces cuando empezó a notar el cansancio de sus ojos y a sentir molestias y, estando en Zúrich, empeoró mucho más, y le diagnosticaron glaucoma. Era la primera vez que oía hablar de aquella enfermedad con un nombre tan bonito. «Los saltones ojos pardos de Athena», dijo Joyce.

Le operaron el ojo derecho; por eso llevaba las gafas con un cristal más grueso en ese lado. Me describió su operación con una gran sencillez (se notaba que estaba acostumbrado a explicarse ante alumnos tan torpes como yo), haciéndome incluso un pequeño dibujo para que lo entendiera mejor. Según él, había sido un error que lo operaran justo cuando sufría un ataque de conjuntivitis y era por eso por lo que su visión en ese ojo se hallaba disminuida.

Me interesé por saber si con ese problema en la vista le era difícil escribir y si a veces le dictaba a alguien. «¡Nunca!», exclamó. Siempre escribía a mano. Así podía volver atrás. De otro modo hubiese ido demasiado deprisa y no hubiera podido examinar su trabajo analizando palabra por palabra.

Hacía tiempo que yo quería saber cómo iba su Ulises. Le pregunté si lo iba adelantando. «Así es». (Un irlandés nunca dice «sí»). Había trabajado en el libro durante siete años y quería acabarlo. Se dedicaría a él tan pronto como se instalara en París.

Al parecer, Mr. John Quinn, el brillante abogado americano de origen irlandés, le compraba desde Nueva York el manuscrito de Ulises por entregas. En cuanto Joyce acababa un capítulo, lo pasaba en limpio y se lo enviaba a Quinn, quien, a su vez, le remitía la suma de dinero acordada, que era bastante pequeña, pero que sin duda ayudaba.

Le hablé de la Little Review, y le pregunté si Margaret Anderson había conseguido ir publicando en su revista capítulos de Ulises o si había sido nuevamente censurado. Joyce parecía bastante angustiado, pues las noticias de Nueva York eran alarmantes. Me dijo que ya me mantendría informada.

Antes de irse me preguntó cómo podía hacerse miembro de la sección de préstamo. De un estante sacó Riders to the Sea diciendo que le gustaría que se lo dejase. Una vez había traducido esta obra al alemán para que la representase un pequeño grupo teatral que formó en Zúrich.

Escribí en una ficha: «James Joyce; calle de l'Assomption, 5 París; suscripción por un mes; siete francos». Después de esto, nos despedimos.

Me sentí profundamente impresionada por haber conocido por el mismísimo Joyce, en persona, las circunstancias en las que había tenido que trabajar durante todos aquellos años.

 

James Joyce interesado por Shakespeare and Company

 

Joyce era ya miembro de la familia de Shakespeare and Company. En realidad, era su miembro más ilustre. Se le veía muy a menudo por la tienda. Obviamente se encontraba bien en compañía de mis compatriotas; me confesó que se sentía muy a gusto entre nosotros y que le encantaba nuestro acento americano y utilizaba muchos de nuestros giros en sus libros.

En la librería hizo muchos amigos entre los jóvenes escritores: Robert McAlmon, William Bird, Ernest Hemingway, Archibald MacLeish, Scott Fitzgerald y también el compositor George Antheil. Por supuesto, Joyce era como un dios para ellos, pero lo trataban con gran cordialidad más que con veneración.

Por su parte, Joyce trataba a todo el mundo como iguales suyos, tanto si eran escritores, niños, camareros, princesas o empleadas de hogar. Le interesaba todo lo que la gente le explicaba; una vez me dijo que jamás se había aburrido. Cuando a veces me esperaba en la puerta de la librería, a menudo le encontraba escuchando atentamente la larga historia que le contaba mi portera. Si llegaba en taxi no se apeaba hasta que el conductor terminaba lo que le estaba explicando. Pero es que Joyce fascinaba a todo el mundo y nadie podía resistirse a su encanto.

Me gustaba ver venir a Joyce caminando por la calle, dando vueltas a su bastón de fresno y con el sombrero echado hacia atrás. «Deprimente Jesús», solíamos llamarle Adrienne y yo, mote que habíamos aprendido del mismo Joyce, así como el de «Encorvado Jesús» (pronunciando la palabra crooked [encorvado] como «crōō-ked»).

Tenía una forma de arrugar la cara que me divertía muchísimo y que le hacía parecerse a un simio. Y se sentaba de un modo que sólo podría describir como el de alguien realmente agotado.

Joyce solía utilizar diferentes exclamaciones con mucha frecuencia (su hija le llamaba «L'Esclammadore»), pero su lenguaje era siempre moderado; jamás decía un taco o la más mínima grosería. Su exclamación preferida era la expresión italiana Già! También suspiraba muy a menudo. Nunca hablaba de forma enfática; jamás usaba superlativos. Incluso los peores hechos los describía como «molestos». Ni siquiera decía «muy molestos» sino simplemente molestos. Creo que la palabra «muy» no le gustaba nada. «¿Por qué hay que decir «muy bonito»? —le oí quejarse una vez—. Bonito es suficiente».

Era siempre extremadamente atento y considerado con los demás. Mis toscos y desordenados compatriotas solían entrar y salir sin saludar a nadie como si la librería fuese una estación ferroviaria y, si saludaban a alguien, lo hacían con un «Eh, Hem» o «Eh, Bob». En esta atmósfera tan informal, sólo Joyce era cortés, excesivamente cortés. Es costumbre, en el mundo literario francés, llamar a los escritores por el apellido a secas. Jamás se pensaría en llamar a monsieur Teste o monsieur Charlus «monsieur Valéry» o «monsieur Proust». Si se trataba de un discípulo, se dirigía a ellos llamándoles «Maestro». Valéry siempre llamaba a Adrienne, «Monnier», y a mí, «Sylvia», y todos nuestros amigos franceses hacían lo mismo. Sé que esta costumbre asombraba mucho a Joyce, que en vano se esforzaba en dar buen ejemplo con su «Miss Monnier» y «Miss Beach». ¡Y no permitía que nadie le llamara de otro modo que «Mr. Joyce»!

«Mr. Joyce» era también bastante anticuado cuando se mencionaban ciertas cosas en presencia de las damas. Enrojecía al escuchar las historias que Léon-Paul Fargue solía contar en la librería de Adrienne ante un auditorio formado por hombres y mujeres. Sin embargo, esas mujeres, acostumbradas a vivir en un país en el que los hombres no tomaban la iniciativa, no se sentían en absoluto molestas. Sé que Joyce sentía que su encantadora editora se viera expuesta a estas cosas, pero temo que ya me había acostumbrado tras muchas sesiones con Fargue.

Sin embargo, Joyce no puso ninguna objeción en dejar a Ulises en manos de mujeres o en permitir que las mujeres lo publicásemos.

Joyce venía diariamente a la librería, pero yo también iba a su casa a saludar al resto de la familia. Los quería mucho a todos: Giorgio con su rudeza, escondiendo o tratando de esconder sus sentimientos; Lucía, siempre alegre, pero ambos infelices por las extrañas circunstancias en las que habían crecido; y Nora, esposa y madre, regañando siempre a todos por su torpeza, incluyendo a su marido. A Joyce le gustaba que su mujer le llamase inútil, le servía de alivio frente a la respetuosa actitud que la gente le prodigaba. Se sentía encantado cuando su mujer le zarandeaba y achuchaba.

Nora no tenía ninguna relación con los libros y esto divertía también a su marido. Me confesó que no había leído ni una sola hoja de «aquel libro», señalando el Ulises, y que no sentía el más mínimo deseo de abrirlo porque ¿acaso no era Nora la fuente de inspiración de Joyce?

Nora refunfuñaba siempre sobre «su marido»; de que no paraba nunca de hacer garabatos…, levantándose medio dormido de la cama para coger el papel y la pluma que estaban a su lado en el suelo... ¡y sin enterarse nunca de la hora que era! ¡Cómo podía evitar que el servicio no se despidiese si se marchaba de casa justo cuando se servía la comida! «¡Míralo ahora! ¡Echado en la cama como una sanguijuela y escribiendo garabatos!» Y, según ella, sus hijos tampoco movían un dedo para ayudarla. «Una familia de inútiles». Sin embargo, toda aquella familia de inútiles, incluyendo a Joyce, se ponía a reír cuando oía los reproches de Nora, que nadie se tomaba en serio.

Solía decirme que lamentaba no haberse casado con un agricultor o un banquero o quizá con un trapero, en vez de con un escritor, frunciendo los labios al mencionar a esa despreciable clase de persona. Pero, en mi opinión, lo mejor que le había ocurrido a Joyce en su vida era que ella lo escogiese corno marido. ¿Qué habría hecho Joyce sin Nora? ¿Y qué hubiese sido de toda su obra sin ella? Casarse con Nora había sido uno de los mejores golpes de suerte que le habían ocurrido. Era ciertamente el matrimonio más feliz de todos los escritores que he conocido.

Los esfuerzos de Joyce por ser un buen padre de familia y un ciudadano respetable, «Burjoice» como le llamaba Sherwood Anderson, eran conmovedores. No se amoldaba al «artista» del Retrato. Pero te ayudaba a comprender el Ulises. Es tan interesante ver cómo Stephen empequeñece y se va oscureciendo, mientras que Bloom emerge y se va haciendo cada vez más diáfano, controlando al final toda la obra. Podía sentir cómo Joyce iba perdiendo rápidamente interés por Stephen y cómo Bloom se había interpuesto entre los dos. Después de todo, había mucho de Bloom en Joyce.

El miedo que Joyce sentía por muchas cosas era real, aunque me parece que parcialmente cultivado como contrapunto a su impavidez en lo concerniente a su arte. Parecía tener miedo de ser «castigado» por el Dios Todopoderoso. Los jesuitas debían de haber conseguido inculcarle el temor de Dios. Un día de tormenta vi a Joyce acurrucarse en un rincón del salón hasta que amainó. También le tenía miedo a las alturas, al mar, a las infecciones. Y estaban, además, sus supersticiones, que eran compartidas por toda la familia. Ver dos monjas por la calle traía mala suerte (casualmente, en una de estas ocasiones, el taxi en el que Joyce viajaba chocó con otro vehículo). También números y fechas podían traer mala o buena suerte. Abrir un paraguas en el interior de una casa, o encontrar en la cama un sombrero de caballero, eran malos presagios. Por el contrario, los gatos negros significaban buena suerte. Un día, al llegar al hotel donde se alojaban, vi a Nora intentando introducir un gato negro en la habitación donde Joyce estaba echado, mientras éste, a través de la puerta entreabierta, contemplaba ansiosamente los esfuerzos de su mujer. Los gatos no sólo le daban suerte sino que, además, le gustaban; tuvo varios. Una vez que un gatito de su hija se cayó por la ventana de la cocina, se entristeció tanto como ella.

Contrariamente, los perros siempre eran sospechosos de ser fieros. Yo tenía que sacar siempre de la librería a mi inofensivo perrito blanco antes de que Joyce entrase. De nada servía recordarle a su héroe de la Odisea, cuyo fiel perro Argos se llenaba de alegría con el regreso de su amo a casa. Joyce se reía y exclamaba «Già!».

Joyce tenía unas ideas muy patriarcales y lamentaba no haber tenido diez hijos. Se entregaba a los dos que tenía y nunca estaba demasiado absorbido en su propio trabajo para dejar de darles ánimo en sus cosas. Se sentía muy orgulloso de Giorgio, o «Georgy», como le llamaba su madre, y de su hermosa voz. Todos los Joyce eran cantantes y a menudo Joyce solía lamentarse por haber escogido la profesión de escritor en vez de la de cantante. «Quizá lo hubiese hecho mejor», me había comentado alguna vez. «Quizá —le contestaba yo—, pero, como escritor, lo has hecho bastante bien».

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