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El mismo cuento distinto

  

Gabriel García Márquez

 

 

Uno de los cuentos que más me impresionaron en mi breve juventud fue para mí un enigma sin solución hasta hace seis meses. No sabía cuál era su título, ni quién lo había escrito, ni en qué idioma, ni en qué antología lo había leído. Necesité cuarenta y cuatro años de averiguaciones para saberlo todo. Pero ese no fue el final: ahora que he podido leerlo de nuevo me ha parecido tan impresionante como recordaba, en efecto, pero por motivos distintos.

La primera vez que lo leí, en 1949, había hecho una pausa en mis primeras armas de periodista, y andaba vendiendo enciclopedias y libros técnicos a plazos por los pueblos de la Guajira colombiana. En realidad era un pretexto para reconocer la región donde había nacido mi madre, y sobre todo donde la habían mandado sus padres para contrariar sus amores con el telegrafista de Aracataca. Quería en primer término compararla con lo que había oído decir desde niño, y explorarla aún más por mi cuenta, porque había presentido que allí estaban mis raíces de escritor.

Tanto tiempo me sobraba para leer, que cuando se me acababan mis libros pasaba horas en las pobres fondas del camino leyendo los de mi muestrario de vendedor: técnica quirúrgica, tratados de derecho, ingeniería de puentes, y en casos extremos, los diez tomos de la enciclopedia ilustrada. Pero siempre encontraba amigos que me prestaran otros. No recuerdo cuál de ellos me regaló una antología de cuentos policíacos, que leí con el alma en un hilo en el hotel que tenía Víctor Cohen en la plaza mayor de Valledupar. Allí estaba el cuento.

El argumento, como lo recordé siempre, era el de un sospechoso que dos detectives seguían sin piedad por las calles de París durante días y noches, con la esperanza de que tarde o temprano se viera forzado a volver a su casa, donde estaban las únicas pruebas para acusarlo. Como me ha ocurrido siempre con los cuentos policiales, y con la vida misma, no se me quedó metido en el alma el encarnizamiento de los perseguidores sino la angustia del perseguido.

El negocio de los libros a plazos terminó mal, y tuve que dejarle a Víctor Cohen un vale firmado por unos dos meses de hotel. Le dejé además mis muestrarios de libros a plazos, que ya no me hacían falta, y dos o tres de literatura ya leídos. Entre ellos, estoy seguro, la antología de cuentos policíacos.

Seis años después, ya con una carrera de reportero y publicada mi primera novela, me encontré varado en París. Era un otoño lánguido y la ciudad era la de sus novelistas: el cielo bajo y ceniciento, el humo de las castañas asadas en los braseros de la calle, los cerdos enteros adornados con claveles de papel en el alar de las carnicerías, los últimos acordeones del verano que se fue. En mitad del puente de Saint-Michel, una ráfaga de viento glacial me obligó a refugiarme en el café más cercano.

Era un lugar tibio y bien iluminado, como los de Hemingway, con parejas de novios cuyos largos besos se repetían muchas veces en los espejos de las paredes, y jubilados de guerra enardecidos por las noticias de Argelia. Me senté cerca de la vitrina de la calle, fingiendo leer el periódico, pero en realidad pendiente de las barcazas de remolque que navegaban despacio por el Sena como cabañas a la deriva, con pañales de recién nacidos colgados a secar y perros escuálidos que les ladraban desde la borda a las gárgolas de Notre-Dame. De pronto tuve la sensación nítida de que alguien me miraba. Lo busqué por encima del hombro, y allí estaba.

Era un hombre duro, con una barba de tres días y ropas de malandrín, que me miraba sin piedad desde un rincón apartado. Bajé la vista al periódico y fingí leer. Cuando volví a mirar, el hombre seguía allí, mirándome impávido. Fue una falsa alarma. Pero en ese instante, más que la tarde en que leí el cuento, volví a vivir el pavor del perseguido. Solo entonces caí en la cuenta de que ni siquiera recordaba el final, y me hice el propósito de encontrarlo para releerlo con más atención.

Recordaba que el libro en que lo leí tenía no menos de cuatrocientas páginas, pero había olvidado quién me lo prestó y si de veras estaba entre los que dejé en el hotel de Víctor Cohen. Debía ser impreso en Buenos Aires, como la mayoría de nuestras lecturas de la época, y tal vez por Santiago Rueda, pues era de formato grande y letras cómodas para leer, como solían ser los libros de esa editorial. Por el género, por el país y por la época, tenía que ser una de las tantas antologías de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Lo demás que logré recordar era algo tan incierto como que en el mismo libro había un cuento de Apollinaire cuyo protagonista era un marinero con un loro en el hombro. No encontré a nadie que me diera una pista.

Lo raro era que entonces había leído varios libros de Georges Simenon, y no lo había referido nunca al cuento tan buscado. Era ya un autor legendario, aunque no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi irracional. Se decía que terminaba uno cada sábado, que había escrito varios dentro de la vitrina de su editorial para que los peatones pudieran dar fe de la rapidez de su maestría, o que estaba dándole la vuelta al mundo en un yate para aumentar su rendimiento a uno por día.

No fue en el París de la guerra de Argelia, sino en el México florido de 1965, cuando leí un cuento al azar, y encontré un nombre que me hizo saltar de la silla: Maigret. Entonces, como en una revelación sobrenatural con doce años de retraso, recordé que así se llamaba el inspector que perseguía al sospechoso de mi cuento inolvidable. De modo que el autor, sin ninguna duda, era Georges Simenon.

Era apenas un paso, por supuesto, porque encontrar un cuento suelto de Simenon sin conocer el título era como buscarlo en el fondo del océano. Consulté a expertos en su obra, entre ellos a Álvaro Mutis, que alguna vez me había propuesto firmar una carta junto con otros dos mil escritores del mundo para exigir que le aumentaran el sueldo al inspector Maigret. Nadie reconoció el argumento que yo contaba ya como un disco rayado. Aburrido de tanto oírlo, Álvaro Cepeda Samudio me dijo:

«De todos modos escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que necesita existir».

A veces revisaba catálogos de Simenon en bibliotecas y librerías, con la esperanza de encontrarlo en sentido contrario: el argumento por el título. Fue inútil. Tres amigos que me oyeron contar el cuento por separado estaban seguros de tenerlo, y me mandaron copias de diferentes cuentos de Simenon que les parecían iguales al que yo contaba. En realidad, ninguno era igual. Por primera vez me hice entonces la pregunta tremenda: «¿y si no fuera de Simenon?».

En una primavera de los años setenta, mientras hacía tiempo para una cita en un café de Ginebra, vi sentarse en una mesa cercana a un hombre de unos setenta años, de gabardina clara y sombrero blando, y con un paraguas colgado en el brazo. El mesero que me servía me susurró una confidencia irresistible:

«Es el escritor Simenon».

Miré por encima del periódico, y lo vi leyendo el suyo mientras mordía una pipa apagada. No hubiera podido reconocerlo por las fotos, pues tenía la misma cara de belga desconocido que él le había puesto a Maigret. Poco antes había anunciado su retiro de las letras, pero no parecía cansado por la edad ni por el éxito implacable sostenido gota a gota durante casi treinta años. Pensé un largo rato que no había estado nunca tan cerca de la solución de mi enigma, pero no fui capaz de acercármele, aun sabiendo que teníamos varios amigos comunes. Después me pregunté si él tendría tiempo y memoria para acordarse de sus propios cuentos extraviados.

En abril de 1983 entré en una casa de amigos, durante el festival de música de Valledupar, y encontré a todos los invitados alrededor de un anciano que bailaba como un artista con una reina de la belleza. Era impecable, todo de lino blanco, con un sombrero de paja muy fino, lentes sin moldura, y zapatos de caribe puro: blancos, con punteras y contrafuertes negros. Era Víctor Cohen, con los noventa y tres años mejor bailados que he visto en mi vida. Al final de la pieza se me acercó con su educación patriarcal y su buen humor, y me entregó un papelito como una tarjeta de visita.

«Te tengo este regalo», me dijo.

Era el vale por novecientos pesos colombianos que nunca le pagué. Aquel fue el acontecimiento de fiesta, del cual se habla todavía con los visitantes de Valledupar. Sin embargo, aun antes de agradecerle su grandeza, le pregunté a Víctor Cohen si al cabo de treinta y cuatro años no le quedaría por casualidad alguno de los libros que le dejé. En su biblioteca, pequeña pero muy bien ordenada, había tres. Ninguno era el que buscaba.

Fue Julio Cortázar, en medio de una tempestad bíblica en la noche de Managua, quien me puso al borde del abismo. Habíamos hablado durante varias horas sobre cuentos de perseguidos, que era una más de sus tantas especialidades, y de pronto me acordé de Simenon. Fue increíble: antes de que acabara de contar el argumento, Cortázar me dijo con su hermosa voz baritonal y sus erres arrastradas:

«Ese cuento se llama L’homme dans la rue, y forma parte de una colección titulada Maigret et les petits cochons sans queue».

Me pareció que sería tan fácil encontrarlo, que no le pedí más detalles. Grave error, pues poco después compré en cualquier mercado de saldos una edición vagabunda en español, y no incluía el cuento que buscaba. En vez de insistir con una edición más confiable y en francés, lo tomé como una equivocación de Cortázar, que había muerto poco antes, y archivé el problema. Ahora, frente a la edición original, me doy cuenta de que son nueve cuentos, mientras que en la edición pirata en español solo publicaron seis.

Hacía ya diez años que había renunciado a la búsqueda, en la primavera de sustos electorales de 1993, cuando Beatriz de Moura me contó en Barcelona su proyecto astronómico de publicar por primera vez en español la obra completa de Simenon en doscientos catorce volúmenes, empezando este año y terminando en el tercer milenio. La oí con tanto entusiasmo, que me sugirió escribirle una nota de presentación. Ahora sé que me lo dijo en broma y con la seguridad de que le diría que no. Pero mi respuesta fue en serio.

«Te lo escribo», le dije, «si me encuentras un cuento de Simenon que se llama L’homme dans la rue».

Eran las once de la noche, y acabábamos de cenar en La Balsa, el restaurante de Toni López en los altos de la Bonanova. A las nueve de la mañana del día siguiente recibí la copia. El enigma que parecía sin fin estaba resuelto: era, como Cortázar lo había dicho, uno de los nueve cuentos de Maigret et les petits cochons sans queue.

Lo leí en el acto, de pie, en el mismo lugar de la casa en que lo recibí. En la tercera página, muy al modo de Simenon, estaba el resumen de todo el drama en una frase de un solo aliento: «Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar, de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido».

Ahí tenía, por fin, el cuento perdido. Sin embargo, el enigma de tantos años llevaba dentro otro enigma mayor, pues el relato era el mismo, en efecto, pero no era igual a como lo recordaba. Primero porque no estaba contado desde el punto de vista del perseguido, como yo creía, sino desde el punto de vista de Maigret, el perseguidor, y esto alteraba el orden de la compasión. Segundo, porque la intriga policial no estaba resuelta con la simplicidad con que la recordaba, sino como las grandes páginas de la literatura: con un sacrificio de amor. Una evidencia más de cómo puede la vida cambiar la esencia de un cuento, y cambiarnos a nosotros el modo de amar, solo para delatar y corregir las frivolidades compasivas de la memoria. Aunque solo hubiera sido por eso, valía la pena haber perdido un cuento por casi medio siglo.

 

 

Cartagena de Indias, 1993

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