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Vidas de poetas

  

Margaret Atwood

  

Estoy echada en el suelo del cuarto de baño de esta anónima habitación de hotel, con los pies sobre el borde de la bañera y una toallita empapada de agua fría en la nuca. Una aparatosa hemorragia nasal. Un buen adjetivo, que funciona, como dicen los alumnos de las clases de escritura creativa que son a veces parte del lote. Tan colorista. Es la primera vez que tengo una hemorragia nasal y no sé qué hay que hacer. Un cubito de hielo estaría bien. Imagen de la máquina de Coca-Cola y hielo del final del pasillo, yo arrastrándome hacia ella, sobre la cabeza una toalla blanca, en la que se extiende la mancha de sangre. Un cliente del hotel abre la puerta de su habitación. Espanto, un accidente. Apuñalada en la nariz. No quiere meterse en líos, la puerta se cierra, mi cuarto de dólar se atasca en la máquina. Seguiré con la toallita.

El aire es demasiado seco, debe de ser eso, nada que ver conmigo ni con las protestas del cuerpo empapado. Ósmosis. La sangre mana porque no hay bastante vapor de agua; tienen los radiadores al máximo y no hay llave para cerrarlos. Tacaños, ¿por qué no podía alojarme en el Holiday Inn? Me ha tocado este, con motivos pseudoisabelinos clavados con chinchetas en un esqueleto carcomido, un intento desesperado de sacarle algún partido a este rincón del bosque. Las afueras de Sudbury, la capital mundial de la fundición del níquel. ¿Quiere que le enseñemos la zona?, dicen. Me gustaría ver los montones de escoria y los lugares donde la vegetación ha sido arrasada. Oh, ja, ja, dicen. Está volviendo a crecer, han construido chimeneas. Se está convirtiendo en un sitio bastante civilizado. Antes me gustaba, digo, se parecía a la luna. Algo hay que decir a favor de un lugar donde no crece absolutamente nada. Pelado. Muerto. Liso como un hueso. ¿Entienden? Intercambio de miradas furtivas, jóvenes rostros barbudos, uno fuma en pipa, escriben notas a pie de página, mientras suben, ¿por qué siempre nos endosan al poeta visitante? El último vomitó en la alfombrilla del coche. Ya veréis cuando seamos trabajadores fijos.

 

Julia movió la cabeza. El reguerillo de sangre descendía lentamente por el cuello, espesa y con sabor a púrpura. Estaba sentada junto al teléfono, tratando de descifrar las instrucciones para poner una conferencia a través de la centralita del hotel, cuando estornudó y la página que tenía delante quedó salpicada de sangre. Totalmente espontáneo. Y Bernie estará en casa, aguardando su llamada. Ella tenía que leer unos poemas al cabo de dos horas. Tras una amable presentación, se levantaría y se acercaría al micrófono, sonriente, abriría la boca y empezaría a gotearle sangre de la nariz. ¿Aplaudirían? ¿Fingirían no darse cuenta? ¿Creerían que era parte del poema? Tendría que hurgar en el bolso en busca de un kleenex o, mejor aún, se desmayaría y tendrían que componérselas como pudiesen. (Pero todos creerían que estaba borracha). Menuda contrariedad para la comisión. ¿Le pagarían igualmente? Los imaginaba discutiéndolo.

Levantó un poco la cabeza, para ver si había cesado. Tuvo la sensación de que algo semejante a una babosa caliente le reptaba por el labio superior. Se lo lamió y le supo a sal. ¿Cómo iba a llegar al teléfono? Arrastrándose boca arriba por el suelo, apoyándose en los codos e impulsándose con los pies, como si nadase, como un gigantesco insecto acuático. No era a Bernie a quien debía llamar, sino a un médico. Pero no era para tanto. Siempre le ocurrían cosas así cuando tenía un recital de poesía, algo doloroso pero demasiado leve para llamar al médico. Además, siempre le pasaba cuando estaba de viaje, en alguna ciudad en la que no conocía a ningún médico. Una vez pilló un resfriado y le quedó una voz que parecía surgir a través de una capa de barro. Otra vez se le hincharon las manos y los tobillos. Y las jaquecas eran un clásico; en casa nunca tenía jaquecas. Era como si algo se opusiera a aquellas lecturas, como si tratase de impedir que las hiciese. Esperaba a que adoptase una forma más drástica, parálisis de los maxilares, ceguera temporal, crisis nerviosa. En eso pensaba durante las presentaciones, siempre: se imaginaba tendida en una camilla, una ambulancia aguardando, y luego se despertaría, a salvo y curada, con Bernie sentado junto a su cama. Él le sonreiría, la besaría en la frente y le diría… ¿qué? Algo mágico. Que les había tocado la lotería. Que había heredado una fortuna. Que la galería era solvente. Algo que significase que nunca más tendría que hacer aquello.

Ese era el problema: necesitaban el dinero. Siempre habían necesitado el dinero, durante los cuatro años que llevaban viviendo juntos, y aún lo necesitaban. Al principio no les pareció tan importante. Bernie recibía una beca, para pintar, y luego se la renovaron. Ella tenía un empleo de media jornada en una biblioteca, catalogando libros. Después publicó un libro, en una editorial de segunda fila, y consiguió también una beca. Como es natural, dejó el empleo para aprovechar el tiempo al máximo. Pero Bernie se quedó sin dinero y le costaba mucho vender los cuadros. Cuando vendía alguno, la galería se llevaba la mayor parte. El sistema de galeristas era injusto, le decía él, y con otros dos pintores creó una cooperativa de artistas y abrieron una galería que, después de mucho hablarlo, decidieron llamar The Notes from Underground. Uno de sus socios tenía dinero, pero no querían aprovecharse de él; dividirían gastos e ingresos a partes iguales. Bernie le explicó todo esto a Julia, tan entusiasmado que a ella le pareció natural prestarle la mitad del dinero de su beca, para que pudiesen empezar. En cuanto hubiese beneficios, le dijo él, se lo devolvería. Incluso le regaló dos acciones de la galería. Pero aún no tenían beneficios y, tal como señaló Bernie, la verdad era que Julia no necesitaba que le devolviese el dinero precisamente en aquel momento. Julia podía conseguir más. Ya tenía una reputación; modesta, sí, pero le permitía ganar dinero con mayor facilidad y rapidez que él, viajando y ofreciendo lecturas de poemas en universidades. Julia era una «promesa», lo que significaba que cobraba menos que quienes ya eran más que promesas. Recibía suficientes invitaciones para ir tirando y, aunque las estudiaba una por una con Bernie, con la esperanza de que él vetase alguna, hasta entonces no le había aconsejado que rechazase ni una sola. Pero, en honor a la verdad, Julia nunca le había confesado lo mucho que detestaba aquello, las miradas fijas en ella, oír su propia voz flotar, distante, la única pregunta corrosiva que estaba segura de que se agazapaba entre las más inocuas: «¿De verdad cree usted que tiene algo que decir?».

En pleno febrero, en plena nevada, sangrando en las baldosas del suelo del cuarto de baño. Las veía al ladear la cabeza: hexágonos blancos unidos como celdillas de un panal, con una baldosa negra a intervalos regulares.

 

Por unos irrisorios ciento veinticinco dólares —aunque no hay que olvidar que eso representa la mitad del alquiler— y veinticinco dólares diarios en concepto de dietas. He tenido que coger el avión de la mañana, pues por la tarde no había plazas; ¿quién demonios viene a Sudbury en febrero? Un grupo de ingenieros. Ciudadanos prácticos, que extraen el metal, que ganan una fortuna, dos coches y piscina. No se alojan aquí. El comedor estaba casi vacío a la hora del almuerzo. Aparte de mí, únicamente había un anciano que hablaba solo. ¿Qué le pasa?, le he preguntado a la camarera. ¿Está chiflado? Se lo he susurrado. Está bien, pero es sordo, me ha dicho ella. No es que se sienta solo, sino que está completamente solo desde que murió su esposa. Vive aquí. Supongo que es mejor que una residencia de ancianos. En verano, el hotel está más concurrido. Muchos de nuestros clientes están en trámites de divorcio. Se les cala enseguida, por lo que piden de comer.

No la he alentado a seguir con el tema. Sin embargo, tenía que haberlo hecho, porque ahora nunca lo sabré. Lo que piden de comer… He buscado, como de costumbre, lo más barato de la carta. Necesito los ciento veinticinco dólares íntegros, ¿por qué malgastarlos en comida? En esta comida. La carta, un torpe intento de parecer isabelina, todo con una «e» al final. He pedido un especial Ana Bolena, una hamburguesa sin panecillo, con un cuadrado de gelatina roja a modo de guarnición, seguida de mousse royale. ¿Sabrán que a Ana Bolena le cortaron la cabeza? ¿Por eso sirven la hamburguesa sin panecillo? ¿Qué pasa por la cabeza de la gente? Todo el mundo cree que los escritores saben más acerca de la mente humana, pero es un error. Saben menos. Por eso escriben. Para tratar de descubrir lo que todos los demás dan por sentado. El simbolismo de la carta, por el amor de Dios, ¿cómo se me ocurre pensar siquiera en eso? La carta no tiene simbolismo, no es más que el desacertado intento de un lerdo por ser gracioso. ¿No es así?

Eres demasiado complicada, le decía Bernie cuando aún se acariciaban y escudriñaban sus respectivas psiques. Deberías tomártelo con calma. Tumbarte. Comerte una naranja. Pintarte las uñas de los pies.

Y con eso, para él, ya estaba todo arreglado.

 

Tal vez ni siquiera se hubiese levantado aún. Solía dar una cabezada por las tardes, debía de estar tumbado bajo la maraña de mantas del apartamento que compartían en Queen Street West (encima de la tienda, que antes era una ferretería y ahora era una boutique, y el alquiler se estaba poniendo por las nubes), boca abajo, los brazos abiertos a cada lado, los calcetines en el suelo, donde los había tirado, uno tras otro, como pies desinflados o endurecidas pisadas azules que conducían a la cama. Incluso por las mañanas se levantaba cansinamente e iba casi a tientas a la cocina en busca del café, que ella ya había preparado. Era uno de sus pocos lujos: verdadero café. Ella ya llevaba horas levantada, inclinada sobre la mesa de la cocina, concentrada delante de una hoja de papel, royendo palabras, despedazando el lenguaje. Él posaba la boca, llena aún de sueño, sobre la suya, y quizá la arrastrase de nuevo al dormitorio y a la cama con él, a aquella piscina líquida de carne, recorriera su cuerpo con la boca, placer peludo, la colcha cubriéndolos mientras se sumían en la ingravidez. Pero él llevaba tiempo sin hacerlo. Se levantaba cada vez más temprano, y a ella le costaba cada vez más salir de la cama. Estaba perdiendo aquella compulsión, aquella alegría, lo que quiera que la impulsase a salir al frío aire de la mañana, a llenar todos aquellos cuadernos, todas aquellas páginas impresas. Ahora se daba la vuelta bajo las mantas cuando Bernie se levantaba, remetía bien los bordes, se arrebujaba en lana. Había empezado a tener la sensación de que nada la esperaba fuera de los límites de la cama. No se trataba de vacío, sino de nada, un cero con patas en el libro de aritmética.

«Salgo», decía él a su espalda arropada, aturdida. Estaba lo bastante despierta para oírlo; luego volvía a sumirse en un sueño húmedo. La ausencia de Bernie era una razón más para no levantarse. Él iría a The Notes from the Underground, donde, por lo visto, pasaba ahora la mayor parte del tiempo. Estaba contento de cómo iba, les habían hecho varias entrevistas para periódicos, y ella comprendía perfectamente que algo pudiera considerarse un éxito aunque no diese dinero, ya que lo mismo había ocurrido con su libro. Pero estaba un poco preocupada porque él ya no pintaba mucho. Su último cuadro había sido un intento de realismo mágico. Era ella, sentada a la mesa de la cocina, envuelta en la alfombra a cuadros que tenían al pie de la cama, el cabello recogido en un moño desgreñado, con aspecto de víctima de una hambruna. Lástima que la cocina fuese amarilla, porque volvía verde su piel. De todas formas, no lo había terminado. Papeleo, decía él. En eso debían de írsele las mañanas en la galería, en eso y en contestar al teléfono. Tenían acordado turnarse los tres y él debía de quedar libre a las doce, pero por lo general terminaba yendo también por las tardes. La galería había atraído a varios pintores jóvenes, que se sentaban a beber Nescafé en vasitos de plástico y cervezas en lata y discutían sobre si todo aquel que comprase una acción de la galería debía tener derecho a exponer, si la galería debía cobrar comisiones y, de no ser así, cómo iba a sobrevivir. Tenían varios planes, y hacía poco habían contratado a una chica para que se ocupase de las relaciones públicas, de los carteles, de la correspondencia y de dar la lata a los medios de comunicación. Trabajaba por cuenta propia y colaboraba con otras dos galerías y un fotógrafo publicitario. Estaba empezando, explicaba Bernie. La chica decía que debían hacerse un nombre. Se llamaba Marika. Julia la había conocido en la galería, cuando aún tenía la costumbre de ir allí por las tardes. Le parecía que hacía una eternidad.

Marika era una rubia de cutis aterciopelado, de veintidós o veintitrés años, en todo caso, no más de cinco o seis menor que Julia. Aunque su nombre sonaba exótico, acaso húngaro, tenía un marcado acento de Ontario y se apellidaba Hunt. Un capricho de la madre, o un cambio de apellido por parte del padre, o quizá lo había adoptado la propia Marika. Estuvo muy simpática con Julia. «He leído tu libro —le dijo—. No leo mucho, no tengo tiempo, pero saqué el tuyo de la biblioteca porque Bernie me lo comentó. No creía que fuese a gustarme, pero la verdad es que está muy bien». Julia agradecía —en exceso, según Bernie— que alguien dijese que le gustaba su obra o, simplemente, que la hubiese leído. Sin embargo, oyó una voz en su interior que decía: «Vete a la mierda». Era la manera en que Marika había hecho el cumplido: como quien da una galleta a un perro, en parte un premio, en parte un soborno, y con suficiencia.

Desde entonces habían tomado café juntas en varias ocasiones. Era siempre Marika quien se dejaba caer, por algún que otro recado de Bernie. Se sentaban a hablar en la cocina, pero nunca llegaron a conectar. Eran como dos madres en una fiesta de cumpleaños, sentadas en un extremo, mientras sus hijos alborotaban y se atiborraban: se trataban con amabilidad, pero el verdadero centro de atención estaba en otra parte.

—Siempre he pensado que a mí también me gustaría escribir —dijo en una ocasión Marika, y Julia tuvo la sensación de que se producía una pequeña explosión roja en su nuca. Estuvo a punto de derramarse el café encima, pero enseguida comprendió que Marika no lo había dicho con la intención que ella creía. Solo quería mostrar interés—. ¿No te da miedo quedarte sin materia?

—No hay materia sin energía —contestó Julia en son de broma, aunque en el fondo no hacía más que expresar un temor auténtico. ¿Acaso no eran lo mismo? —Según Einstein —añadió, y Marika, que no captó la relación, le dirigió una mirada de extrañeza y desvió la conversación hacia el cine.

La última vez que Marika se presentó en el apartamento, Julia aún no se había levantado de la cama. No tenía excusa, ninguna explicación. Estuvo a punto de decirle que se marchase, pero Bernie necesitaba la libreta negra, en la que tenía anotados los números de teléfono, y no tuvo más remedio que dejarla entrar.

Marika se recostó en el marco de la puerta del dormitorio, bien arreglada con su atuendo de varias capas, balanceando el bolso tejido a mano, mientras Julia, con el pelo sin lavar, que caía lacio sobre los hombros del camisón, la boca pastosa y la mente embotada, se arrodillaba en el suelo y rebuscaba en los bolsillos de Bernie. Por primera vez desde que vivían juntos deseó que, para variar, hubiese colocado bien la ropa. Tenía la impresión de que la ponía en evidencia, aunque sin razón, porque no era su ropa, no era ella quien la dejaba tirada por el suelo. Marika exudaba sorpresa, incomodidad y cierto júbilo, como si los calcetines sucios y los tejanos pisoteados de Bernie fuesen la parte vulnerable de Julia, que siempre había deseado ver.

—No sé dónde la habrá puesto —dijo Julia, exasperada—. Tendría que dejarlo todo como es debido —añadió, demasiado a la defensiva—. Aquí arrimamos el hombro los dos.

—Claro, con tu trabajo… —dijo Marika.

Escudriñaba la habitación, la cama grisácea, el suéter de Julia hecho un higo en la silla del rincón, el aguacate con hojas de bordes marronosos del alféizar, la única planta. Julia había plantado una semilla tras un atracón de aguacates —ya no recordaba la razón de semejante festín—, pero estaba mustia. Hojas de té. Había que echarle hojas de té, ¿o era carbón lo que había que echarle?

La libreta apareció al fin debajo de la cama. Julia la sacó con una bola de pelusa que había quedado prendida. Vio mentalmente una plaquita, como las que colocan en las casas históricas: «BOLA DE PELUSA. Perteneció a Julia Morse, poeta». Con un grupito de escolares aburridos mirando a través del cristal de una urna. Ese era el futuro, si es que había futuro, si seguía escribiendo, si llegaba a tener una importancia siquiera marginal, a ser una obligada nota a pie de página en una tesis doctoral. Fragmentos residuales después de la podredumbre generalizada, clasificados, acumulando polvo, como las vértebras de los dinosaurios. Exangües.

Tendió la libreta a Marika.

—¿Te apetece una taza de café? —le preguntó, con un tono que invitaba a rehusar.

—No quiero molestar —respondió Marika, que, sin embargo, se quedó a tomar café y habló con entusiasmo de sus planes para organizar una exposición colectiva que titularían «De abajo arriba».

Sus ojos recorrían la cocina, se fijaban en el grifo que goteaba, en el trapo maloliente con que lo habían vendado, en la vieja tostadora rodeada de migas como residuos de un leve deslizamiento de tierras.

—Me alegra mucho que podamos ser amigas —dijo antes de marcharse—. Dice Bernie que no tenemos nada en común, pero creo que nos llevamos realmente bien. Allí casi todos son hombres.

Esto podía ser una variedad adulterada de feminismo, pensó Julia, pero no lo era. La voz de Marika apestaba a club de bridge. «Realmente bien». Qué incongruencia, con aquellos zapatos de plataforma y aquel trasero a la moda. Las visitas de Marika hacían que se sintiera como la beneficiaria de una pensión asistencial. No sabía qué hacer para que dejase de venir, sin ser demasiado grosera. Porque, además, la exasperaba que la privase de un tiempo que necesitaba para trabajar. Aunque cada vez tenía menos trabajo.

Bernie parecía no percatarse de que apenas hacía nada. Ya no le pedía que le dejase leer lo que hubiese escrito durante el día. Cuando llegaba a casa a la hora de cenar, hablaba obsesivamente de la galería mientras comía un plato tras otro de espaguetis y —al menos así se lo parecía a ella— devoraba barras de pan. Cada vez tenía más apetito, y habían empezado a discutir por lo mucho que gastaban en comida y por quién debía ir a la compra y cocinar. Al principio lo compartían todo, ese era el acuerdo. De buena gana Julia le hubiese dicho que, como ahora él comía el doble que ella, debía ir más a la compra y pagar más de la mitad, pero pensaba que sería mezquino por su parte. Sobre todo porque, siempre que hablaban de dinero, él decía: «No te preocupes, que cobrarás», como si ella le echase en cara el préstamo para la galería. Y Julia suponía que eso era lo que hacía.

 

¿Qué hora es? Arriba la muñeca: las seis treinta. La hemorragia parece haber remitido, pero la sangre sigue ahí, espesa como lodo, descendiendo por el cuello. Una vez, una profesora entró en el aula con los dientes ribeteados de sangre. Debía de haber ido al dentista y luego no se había mirado al espejo. Le teníamos tanto miedo que no le dijimos nada y pasamos toda la tarde dibujando tres tulipanes en un jarrón, presididos por aquella sonrisa sedienta de sangre. Tengo que recordar cepillarme los dientes y lavarme bien la cara, porque una gota de sangre en el mentón podría perturbar al público. La sangre, el fluido elemental, el jugo de la vida, subproducto del nacimiento, preludio de la muerte. La roja medalla al valor. La bandera del pueblo. Quizá podría ganarme la vida redactando discursos políticos, si todo lo demás falla. Pero cuando mana de la nariz no es mágica ni simbólica, sino ridícula. Sujeta por la nariz a la retícula geométrica del suelo del cuarto de baño. No seas estúpida, ponte en marcha. Levántate con cuidado: si la hemorragia persiste, anula el recital y coge el avión. (¿Dejando un reguero de coágulos?). Esta noche podría estar en casa. Bernie está allí ahora, aguardando a que llame, que ya es tarde.

 

Se levantó despacio, sujetándose al lavabo, y fue al dormitorio con la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Buscó a tientas el teléfono y lo cogió. Marcó el cero y pidió a la telefonista que hiciese la llamada. Oyó los ruidos del espacio exterior que hacía el teléfono mientras esperaba nerviosamente oír la voz de Bernie, notando ya su lengua en la boca. Se meterían en la cama y después tomarían una especie de resopón, los dos solos en la cocina, con el horno de gas encendido y abierto para caldearla, como solían hacer. (Su mente prescindió de los detalles de lo que podían comer. Sabía que no había nada en el frigorífico, salvo un par de salchichas casi caducadas. Ni siquiera panecillos). Las cosas irían mejor, el tiempo daría marcha atrás, hablarían, ella le diría lo mucho que lo había echado de menos (porque ciertamente había estado fuera más de un día), se abriría el silencio, el lenguaje fluiría de nuevo.

Comunicaba.

No quería pensar en su decepción. Llamaría más tarde. Ya no sangraba, aunque notaba cómo se formaba la costra en el interior de su cabeza. De modo que se quedaría, haría la lectura, cobraría y destinaría el dinero a pagar el alquiler. ¿Qué otra posibilidad cabía?

Ya era la hora de cenar y tenía hambre, pero no podía permitirse pagar otra comida. A veces invitaban al poeta a cenar; a veces ofrecían una fiesta en la que podía atiborrarse de galletitas saladas y queso. Pero allí no organizaban nada de nada. La recogían en el aeropuerto, eso era todo. Suponía que no habrían pegado carteles, que no habrían hecho ninguna publicidad. Poco público y nervioso al ver que habían ido ellos pero nadie más, atrapados en una lectura sin interés. Y ella ni siquiera tenía pinta de poeta, vestía un traje pantalón azul marino, cómodo para subir escaleras y a coches. Quizá llevar vestido ayudase, algo vaporoso y etéreo. ¿Pulseras, un fular?

Se sentó en el borde de la silla de respaldo recto, frente a un cuadro de dos patos muertos y un setter irlandés. Tenía que hacer tiempo. No había televisor. ¿Leer la Biblia? No, no debía hacer nada demasiado agotador, no quería volver a sangrar. Al cabo de media hora pasarían a recogerla. Y luego los ojos, las manos educadas, las sonrisas forzadas. Después todo el mundo murmuraría. «¿No se siente vulnerable ahí arriba?», le preguntó un día una jovencita. «No», contestó ella, y era la verdad, porque no era ella, solo leía sus poemas más tranquilizadores, no quería perturbar a nadie. Pero recelaban de todas maneras. Al menos ella no se emborrachaba antes como hacían muchos otros. Quería ser amable y todos lo aprobaban.

Salvo los más ávidos, los que querían conocer el secreto, los que creían que había un secreto. Después se dispersarían, estaba segura, aguardarían en los bordes, tras los susurrantes miembros de la comisión, aferrados a paquetitos de poemas que le tenderían medrosamente, como si las páginas fuesen carne viva que no soportasen haber tocado. Recordaba la época en que se había sentido así. La mayoría de los poemas serían decepcionantes, pero de vez en cuando surgía alguno que tenía algo, la energía, lo inefable. «No lo hagáis —quería decirles—, no cometáis el mismo error que yo». Pero ¿cuál había sido su error? Pensar que podía salvar su alma, sin duda. Solo mediante la palabra.

 

¿De verdad creía yo eso? ¿De verdad creía que el lenguaje podía agarrarme del pelo y auparme hasta hacerme asomar al aire libre? Pero si dejamos de creer, ya no podemos seguir haciéndolo, ya no podemos volar. De modo que aquí estoy, clavada a la silla. «Un sonriente hombre público de sesenta años». ¿Crisis de fe? ¿Fe en qué? La resurrección, eso es lo que se necesita. De abajo arriba. Desembarazarse de esas obsesiones, de esas ficciones, «él dijo», «ella dijo», acumulando razones y agravios; los diálogos de las sombras. De lo contrario, no quedará más que el resto de mi vida. Algo se ha congelado.

Sálvame, Bernie.

 

Él se mostró muy amable por la mañana, antes de que ella se marchase. De nuevo el teléfono, la voz vuela a través de la oscuridad del espacio. Timbrazos sordos, un clic.

—Hola. —Una voz de mujer, la de Marika. Sabía quién llamaba.

—¿Puedo hablar con Bernie, por favor? —Qué estupidez actuar como si no reconociese la voz.

—Hola, Julia —dijo Marika—. Bernie no está. Ha tenido que marcharse un par de días, pero sabía que ibas a llamar esta noche y me ha pedido que viniese. De modo que no te preocupes por nada. Me ha dicho que te vaya bien la lectura y que no olvides regar la planta cuando vuelvas.

—Oh, gracias, Marika —dijo ella.

Como si fuese su secretaria, dejándole mensajes para la idiota de su esposa mientras él… No podía preguntar adónde había ido. Si ella iba de viaje, ¿por qué no podía hacerlo él? Si él quería decirle adónde, se lo diría. Se despidió y, al colgar el teléfono, creyó oír algo. ¿Una voz? ¿Una risa?

 

No ha ido a ninguna parte. Está allí, en el apartamento, como si lo viera, debe de hacer semanas que dura, meses, en la galería, «he leído tu libro», observando a la competencia. Debo de ser idiota, todo el mundo lo sabía menos yo. Viniendo a casa a tomar café conmigo, estudiando el terreno. Espero que tengan la delicadeza de cambiar las sábanas. No ha tenido valor para decírmelo, va a regar la planta quien yo me sé, de todas maneras está muerta. Melodrama en un aparcamiento, largas franjas de asfalto salpicadas de manchas de animales atropellados, ¿en esto se ha convertido mi vida?

Tocando fondo en esta habitación entre los montones de escoria, el espacio exterior, en la luna muerta, con dos patos sacrificados y un perro disecado, ¿por qué has tenido que hacerlo así, estando yo de viaje, que sabes que me agota, estas duras pruebas, caminar entre ojos? ¿No podías haber aguardado? Te lo has montado muy bien. Volveré y chillaré y gritaré, y tú lo negarás todo, me mirarás, muy tranquilo, y dirás: «Pero ¿de qué hablas?». Y de qué hablaré, puede que esté equivocada. Nunca lo sabré. Precioso.

Es casi la hora.

 

Llegarán los dos jóvenes amables que aún no son trabajadores fijos. Ella se sentará en el asiento delantero del Volvo y durante todo el trayecto hasta el lugar de la lectura, mientras avanzan entre la nieve acumulada hasta la mitad de los postes del tendido telefónico, los dos jóvenes hablarán de las virtudes de este coche comparado con el coche que tiene el que no conduce, el cual está sentado detrás, con las piernas dobladas como un saltamontes.

Ella será incapaz de abrir la boca. Mirará la nieve que se estrella contra el parabrisas y que los limpiaparabrisas se encargan de despejar, y será roja, será como un compacto muro rojo. Una traición, eso es lo que detesta, porque se prometieron no mentirse nunca.

El estómago lleno de sangre, la cabeza llena de sangre, rojo ardiente, al fin la siente, la rabia acumulada durante mucho tiempo, la energía, un enjambre de palabras tras sus ojos como abejas en primavera. Algo está hambriento, algo se enrosca. Una larga canción se enrosca y desenrosca justo delante del parabrisas, donde cae la nieve roja, vivificándolo todo. Aparcan el virtuoso coche y los dos jóvenes la conducen al auditorio, un bloque de color gris ceniza, donde un grupo de rostros amables aguarda a oír la palabra. Las manos aplaudirán, se dirán cosas acerca de ella, nada asombroso, se da por sentado que es buena para ellos, tienen que abrir la boca y aceptarla, como vitaminas, como una inocua medicina. No. Nada de dulce identidad. Subirá al estrado, con las palabras enroscadas, abrirá la boca y la sala estallará en sangre.

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