Río subterráneo
Inés Arredondo
Para Huberto Batis
He vivido muchos años sola, en esta inmensa casa, una vida cruel y exquisita. Es eso lo que quiero contar: la crueldad y la exquisitez de una vida de provincia. Voy a hablar de lo otro, de lo que generalmente se calla, de lo que se piensa y lo que se siente cuando no se piensa. Quiero decir todo lo que se ha ido acumulando en un alma provinciana que lo pule, lo acaricia y perfecciona sin que lo sospechen los demás. Tú podrás pensar que soy muy ignorante para tratar de explicar esta historia que ya sabes pero que, estoy segura, sabes mal. Tú no tomas en cuenta el río y sus avenidas, el sonar de las campanas, ni los gritos. No has estado tratando, siempre, de saber qué significan, juntas en el mundo, las cosas inexplicables, las cosas terribles, las cosas dulces. No has tenido que renunciar a la que se llama una vida normal para seguir el camino de lo que no comprendes, para serle fiel. No luchaste de día y de noche, para aclararte unas palabras: tener destino. Yo tengo destino, pero no es el mío. Tengo que vivir la vida conforme a los destinos de los demás. Soy la guardiana de lo prohibido, de lo que no se explica, de lo que da vergüenza, y tengo que quedarme aquí para guardarlo, para que no salga, pero también para que exista. Para
que exista y el equilibrio se haga. Para que no salga a dañar a los demás.
Esto me lo enseñó Sofía, a quien se lo había enseñado Sergio, quien a su vez se lo planteó al ver enloquecer a su hermano Pablo, tu padre.
Siento que me tocó vivir más allá de la ruptura, del límite, en ese lado donde todo lo que hago parece, pero no es, un atentado contra la naturaleza. Si dejara de hacerlo cometería un crimen. Siempre he tenido la tentación de huir. Sofía no, Sofía incluso parecía orgullosa, puesto que fue capaz de construir para la locura. Yo solamente hago que sobreviva.
Para que no tengas que venir a verlo trataré de explicarte lo que Sofía hizo con esta casa que antes fue igual a las otras. Es fácil reconocerla porque está aislada, no tiene continuidad con el resto: por un lado la flanquea el gran baldío en el que Sergio no edificó, y por el otro las ruinas, negras, de la casa de tu padre. Fuera de eso se ve una fachada como tantas otras: un zaguán con tres ventanas enrejadas a la derecha y tres a la izquierda. Pero dentro está la diferencia.
Es una casa como hay muchas, de tres corredores que forman una U. pero en el centro, en lugar de patio, ésta tiene una espléndida escalinata, de peldaños tan largos como es largo el portal central con sus cinco arcos de medio punto. Baja lentamente, escalón por escalón, hace una explanada y luego sigue bajando hasta lo que en otro tiempo fue la margen del río cuando venía crecido. No te puedes figurar lo hermosa que es.
A la altura de la explanada fueron socavadas cuatro habitaciones; dos de cada lado de la escalinata, así que quedaron debajo de los corredores laterales y parece que siempre estuvieron allí, que soportan la parte de arriba de la casa. Quizá sea verdad. Estas cuatro habitaciones están ricamente artesonadas: Sofía pensó que ya que no podía tener comodidades tu padre, ni siquiera muebles, debía disfrutar de algún lujo extraordinario. Son cuatro habitaciones, pero en realidad se ha usado únicamente una, la primera a la izquierda, según se baja al río. No he dejado de pensar en la razón que movió a Sofía para hacer que construyeran cuatro, una para cada uno de nosotros, o si simplemente las necesidades de proporción de la escalinata y la explanada en que están colocadas necesitaron de ese número.
En una de ellas estuvo tu padre cuando a Sergio y a Sofía les pareció que debían construir aquí un lugar para él, un lugar únicamente suyo en el mundo. Ninguno de ellos salió de aquí para traerlo, pero luego cuidaron de él sin escatimar ningún dolor. Escucharon atentamente sus gritos inhumanos, se centraron en ellos.
Que escapara del cuarto artesonado no fue culpa de nadie. Posiblemente pienses que alguien dejó la puerta abierta o la llave al alcance de su mano, pero si hubieras visto alguna vez la llegada del río crecido, oído cómo su ruido terrestre como un sismo llena el aire antes de que puedas ver la primera y terrible ola que arrastra ya casas, ganado, muertos, sabrías que él tuvo que salir de ese cuarto como el río de su cauce, y destruir y destruirse para que la vida otra, ajena y la misma, tu vida quizá, pueda volver a empezar.
Si entendieras esto sabrías que el que incendiara una casa, la que le habían heredado, no fue una casualidad, ni que el que él muriera entre sus llamas lo es. Tú, por ejemplo, puedes encargar a alguien que venda ese baldío, pero pensar que aquí hay una casa a tu nombre, te haría venir. Por esto no será para ti esta otra que habitamos ahora; eso lo arreglé yo. Pero, sí te pertenece el terreno de Sergio porque no tienes que verlo.
No quiero relatarte la muerte de tu padre, tampoco la de Sergio, sólo sugiero que aprendas a verlas de otra manera, y para ello te estoy contando esto otro, la vida que tuvimos.
Se podía sentir, a la luz del quinqué, bajo la piel de las comisuras móviles, en la quietud férrea de las manos sobre el regazo, un opaco zumbido de lucha que llenaba el silencio de la sala, de la casa, de la noche. Ellos eran mis hermanos, pero yo aún no entendía. Eran más bien hermanos, muy hermanos entre sí. No tenían ningún parecido físico, aparte del cuerpo delgado y la piel que parecía transparente en los párpados. Sin embargo, ellos sacaban el acuerdo de la diferencia aparente: el ritmo al que se movían; las manos; los profundos ojos extáticos, encharcados, les daban una semejanza muy grande, por encima de los rasgos y colores. También su edad y su educación eran diferentes, pero nadie lo hubiera creído.
Ese voluntario parecido fue una defensa que levantaron. Pero ya te dije que no te hablaré de esa lucha más de lo estrictamente necesario. En realidad todo comenzó antes de que yo pudiera entenderlo y te lo transmitiré de acuerdo con mis recuerdos, no con el tiempo ni los razonamientos.
La noche del saqueo para nosotros transcurrió de un modo diferente que para los demás: nos quedamos ante la ventana de par en par, mirando hacia afuera, y nuestro zaguán fue el único que nadie golpeó porque Sergio, en cuanto oyó los gritos que venían por el camino de la Bebelama, fue, caminando despacio, y lo abrió, encendió las luces por toda la casa, revisó su corbata ante el espejo del corredor, y se colocó, con la espalda negligentemente pegada al marco de la ventana, a esperar; Sofía fue a sentarse en el poyo y no cruzaron palabra.
Yo les vi entrar a la plaza: a pie, a caballo, gritando y disparando, rompiendo las puertas, riendo a carcajadas, sin motivo, y tuve miedo; me acerqué a Sofía, le tomé una mano y ella me sonrió y me sentó a su lado; luego se volvió para seguir mirando.
A empellones sacaron al señor cura por las arcadas de la sacristía. Me dio dolor ver su cara pálida y desencajada pasar de la luz a la sombra, de una risotada a un golpe, a una palabrota, tropezando con las macetas, haciendo chillar a los canarios. Si la ves ahora, de mañana, esa misma sacristía con arcos, no te lo podrás imaginar. Sólo frente a las llamas se ve el lugar tan grande que ocupa la sombra de un hombre.
—Éstos sólo quieren el dinero. Pero a él le gusta hacerse el mártir. Detesto a los mártires —dijo Sergio. Yo sentí su desprecio hacia aquella cara pálida, conocida, que habíamos visto todos los días, desde que nacimos, y que sufría. Me estremecí violentamente, Sofía apretó mis dedos con firmeza y me puso la otra mano en el hombro.
Cuando entraron en nuestra casa, yo temí que advirtieran la curiosidad casi irónica en los ojos de Sergio, y hubo uno que se le plantó enfrente y estuvo a punto de decir algo. Si Sergio hubiera sonreído o cambiado, no sé, pero él siguió igual, mirando al otro con sus ojos con un punto dorado en el centro, y el otro se fue y acuchilló un sofá. Todavía está aquí, desteñido y con la borra de fuera, y es muy sedante mirarlo, no sé por qué, quizá porque no grita y está igual desde hace treinta años.
Ahora me imagino que debimos de parecer un retrato de familia, los tres en el marco de la ventana, pero en ese momento fue la primera vez que sentí que estábamos, yo también, aparte, y que no podían tocarnos.
Del otro lado de la plazuela, Rosalía chillaba y un hombre la perseguía. Más que los balazos, se oían los chillidos de las mujeres, muy agudos.
De nuestra casa se fueron pronto en realidad, porque nada estaba bajo llave. Eso Sergio lo debió hacer días antes y sin que lo notáramos, o quizá mientras encendía todas las luces, como si diéramos una gran fiesta. Salieron pronto, sin hablarnos, y lo que se llevaron lo fueron dejando abandonado por las cantinas y las calles, pero nosotros nunca hicimos nada por recuperarlo; se entendía que ya no era nuestro.
—Creí que sería otra cosa —dijo Sergio, cuando comenzó a hacerse el silencio y una luz plomiza en el cielo me dio náusea. Al pasar, acarició el quinqué—. Qué bueno que nadie vio lo hermosa que es su luz rosada —dijo.
Cerró la puerta y nos fuimos a dormir.
En las noches siguientes, mientras pasaban las rondas y se oían los “quién vive”, algún disparo y los perros, Sergio le explicaba a Sofía las diferentes fiestas de los diferentes dioses. “El desorden sagrado”, recuerdo que dijo, y cosas así. Podría citarte más frases, pero las frases no importan. Es extraño que lo que le dolía de aquella noche no era ni lo del señor cura, ni lo de Rosalía, ni lo de los colgados, era que la alegría de aquellos hombres era falsa, que se equivocaban, que en lugar de aquellas carcajadas huecas hubieran debido gritar, dar de alaridos, y matar, y robar, con verdad, con dolor, “porque era lo más parecido a una fiesta”. Y era verdad que estaba triste por aquellos hombres.
No aprendimos de revoluciones por aquella revolución, sino de cultos, de ritos y de dioses antiguos. Fue así como él nos enseñó tantas cosas: para entender otras, pero no las semejantes, sino las que podían explicarlas.
Él podía decirte, por ejemplo, que tu madre lo era por haberte parido, pero que una verdadera madre es la que te escoge después, no por ser un niño, sino por ser como eres; por eso encontraba natural que una reina odiara o despreciara a su hijo desde chico. Por ahí leímos historia de Francia, lo recuerdo bien.
En realidad Sofía y yo estudiábamos de lo que se iba ofreciendo —como tema o como ejemplo— y él hablaba de ello con nosotras por la noche, sin plan, sin ton ni son. No era un profesor, ni le gustaba escucharse, buscaba titubeando, rehacía argumentaciones; ya te lo dije: rastreaba, a veces delante de nosotras, en voz alta. Pero las noches en que estaba callado y sombrío, ¿qué buscaba?
A la luz del quinqué oí hablar de ti, de Pablo, tu padre, que se fue siendo tan joven que yo apenas podía recordarlo. Tú eras un bebé y tu padre estaba ya en un sanatorio. No te conoció. No te acerques ahora a él. Recuerda que no es más que un muerto.
También oía hablar de la escalinata. La llama no parpadeaba, se mantenía quieta, y su claridad tenue ponía tonos cálidos en la piel pálida de mis hermanos. Sofía cosía o bordaba, mientras Sergio sostenía un libro en las manos; a veces leía un poco. Los oí hablar en voz baja de ustedes, de la locura, como si todos fueran recuerdos. Sofía recibía las cartas por la mañana, pero acostumbraba esperar hasta la noche para contarnos suavemente, como si fuera una vieja historia, que Pablo tenía trastornos muy extraños o que se había hecho necesario internarlo en un manicomio.
—Pablo siempre fue alegre, ruidoso, le gustaba cantar y levantar en vilo a nuestra madre para darle vueltas y que diera gritos mientras él reía. Alegre y fuerte, muy fuerte. O quizá lo veíamos así porque era mucho mayor. Pero ahora dicen que se ha tornado violento, que hay momentos en que destruye todo lo que encuentra, y que quiere matar. La fuerza y la alegría juntas, más una exasperación que corrompa y desvirtúe la alegría, pueden transformarse en violencia, ¿o es la cólera sola la que se apodera y enceguece toda la vitalidad de un hombre? ¿De dónde viene esa cólera y por dónde se filtra, desde qué lugar acecha? Cae sobre él como un rayo, lo posee como un demonio y él no es más que él mismo, y hay que encerrarlo en lugar seguro, en un manicomio, donde hay gente que conoce ese deseo de destrucción y que no le teme.
Así contaba las noticias. Sergio callaba y ella seguía hablando, la interrogaba dulcemente hasta que él principiaba a hablar de la locura, de la escalinata, o de las cosas o las personas, siempre en un tono amable y como si ellos estuvieran aparte y lejos.
Después, cuando crecí un poco más y Sofía me instruyó, supe que ella empleaba todo el día para buscar el modo, las palabras para decir las cosas, tomando siempre en cuenta, en primer lugar y antes que nada, la angustia de Sergio.
—Hay que contenerse. Ser conscientes, perfectamente lúcidos, dar a los hechos, los sentimientos y los pensamientos la forma adecuada, no dejarse arrastrar por ellos, como se hace comúnmente. Sergio me hablaba de eso en sus cartas, desde Europa, antes de regresar, y entonces era nada más la necesidad de ajustarlo todo a proporciones humanas, porque la desmesura es siempre más poderosa que el hombre; era una disciplina personal, casi un juego, pero cuando me habló de su angustia, de que se le metía en el pecho y no lo dejaba pensar, ni respirar, porque lo iba invadiendo, poseyendo desde esa herida primera que es igual a un cuchillo helado en un costado del pecho, comprendí que a eso debía aplicarse todo lo que sobre la importancia de la forma me había enseñado, y así entre los dos buscamos las palabras tibias que calientan la herida, y nos prohibimos cualquier expresión desacompasada, porque el primer grito dejaría en libertad a la fiera.
Aunque en aquella época yo todavía iba a la escuela y visitaba a mis primas, me di cuenta desde el primer momento de que no debía emplear el lenguaje de mis hermanos, ni aludir jamás a las conversaciones que había en casa. “¿Por qué no van nunca a las fiestas?”, me preguntaban los parientes. “No se deben dejar abatir por la desgracia de Pablo”, aseguraban. Yo no podía decirles que ellos no se dejaban abatir, sino que al contrario, estaban alerta, y no podían despreciar ni un instante su atención porque debían estar en guardia precisamente contra esa desgracia.
“¡No! ¿Por qué Sergio? El médico puede decir lo que quiera, porque es un triste médico de pueblo. Todo quiere simplificarlo, cree que lo que Sergio tiene es melancolía; ignora lo que es la angustia.
”Sergio decía: ‘Quiero encontrar una cosa tersa, armónica, por donde se deslice mi alma. No estos picos, estas heridas inútiles, este caer y levantar, más alto, más bajo, chueco, casi inmóvil y vertiginoso. ¿Te das cuenta? Siento que me caigo, que me tiran, por dentro, ¿entiendes?, me tiran de mí mismo y cuando voy cayendo no puedo respirar y grito, y no sé y siento que me acuchillan, con un cuchillo verdadero, aquí. Lo llevo clavado, y caigo y quedo inmóvil, sigo cayendo, inmóvil, cayendo, a ningún lugar, a nada. Lo peor es que no sé por qué sufro, por quién, qué hice para tener este gran remordimiento, que no es de algo que yo haya podido hacer, sino de otra cosa, y a veces me parece que lo voy a alcanzar, alcanzar a saber, a comprender por qué sufro de esta manera atroz, y cuando me empino y voy a alcanzar, y el pecho se me distiende, otra vez el golpe, la herida y vuelvo a caer, a caer. Esto se llama la angustia, estoy seguro’.
”¿Qué tiene que ver esto con la melancolía? Yo puedo entenderlo, sentir en mí la angustia de mi hermano cuando habla de la caída y sus dedos se enfrían de golpe y se quedan pegados a los míos con un sudor de agonía idéntico al sudor de mi madre aquella tarde en que le enjugué la frente y ya no lo sintió. Si la angustia y el remordimiento gratuito son la locura, todo es demasiado fácil y resulta monstruosamente injusto que Sergio sufra tanto por nada. La locura sería entonces no más que un desajuste, una tontería, una pequeña desviación de camino, apenas perceptible, porque no conduce a ninguna parte; algo así como una rápida mirada de soslayo. No puede ser. ¿Por qué Sergio?
”Le hace falta apoyo. Algo real, material, a lo que pueda agarrarse”.
Así inventó Sofía la escalinata, o, más bien, hizo que Sergio la inventara. Los obligó a imaginarla, y después a calcular, a medir peldaño por peldaño la proporción, el terreno, el declive, el peso de la casa, que debía quedar allá arriba, firme, como si ella y la escalinata fueran la misma cosa y pudieran vivirse al mismo tiempo.
Ellos lograron en parte su propósito. Es verdad que cuando entras a la casa y atraviesas por primera vez el pasillo y el portal, te detienes al borde de la escalinata como al borde de un abismo, con el pequeño terror de haber podido dar un paso más, en falso. Pero al ahogar ese pequeño grito que nunca se ha escuchado y que solo parece el ruido del corte brusco de la respiración, todos los visitantes han tratado de expresar asombro y no miedo. ¿Por qué miedo? Asombrarse en cambio es natural, pues no esperaban encontrarse eso ahí, es decir, el patio que se ha hecho escalinata sin que nadie sepa por qué y, principalmente —todos han dicho lo mismo—, porque la belleza y la armonía siempre asombran, cortan el aliento. Belleza y armonía sacó Sofía de la angustia de Sergio, para que él supiera que las tenía, que estaban en él a pesar de la angustia, pero tal vez también para verlas ella misma y dar a todos una prueba palpable, material, de que el cerebro de su hermano funcionaba mejor que el de todo el pueblo junto, pues es cierto que entre todos no hubieran podido crear esa bellísima, suave pendiente blanca, que baja hasta la antigua margen del río con más elegancia que la de una colina. No. Sofía no pensaba en el pueblo, no quería demostrar nada al pueblo, pues cuando le preguntaron sobre la escalinata, ¿para qué?, se limitó a alzarse de hombros e ignoró la pregunta. Sin embargo, jamás desechó la oportunidad de que cualquiera fuera a ver la escalinata, y espió siempre con satisfacción el momento en que la respiración se cortaba.
“Sin levantar los párpados puedo mirarlo, contemplar su cuerpo delgado recortado contra los arcos. Sin dejar de abordar lo miro hacer como que ve a los obreros que trabajan. Se queda con los ojos fijos y sé que tiene las manos heladas. Son las cinco de la tarde, ha terminado la hora de la siesta, pero él no ha dormido, hace mucho que no sabe lo que es dormir; se tira en la cama y mira el techo con los ojos muy abiertos y vacíos. Son las cinco de la tarde y estamos en junio, el sol todavía está alto y cae sobre él con su luz que anula, con su calor que destroza, pero Sergio no se da cuenta, está allí, parado, haciendo como que mira a los obreros, impecablemente vestido de lana gris y con una corbata plastrón. Cuánto esfuerzo. Quizá en eso consista: en llevar el esfuerzo hasta un límite absurdo, buscando con firmeza lo que está al otro lado del límite. Tenía que levantarse de la cama, salir del cuarto e inspeccionar los trabajos, tenía que hacerlo y no lo olvidó cuando estaba con los ojos fijos en el techo. ¿Cómo pudo recordarlo? ¿Cómo arrancarse de ese punto fijo? Ni yo misma sé lo que cada día le cuesta eso, pero lo hace, y más, mucho más: se baña, se viste, se peina, se perfuma como si la cita con ese pequeño deber fuera con el deber personificado. Y ahora se está ahí, aplastado por el sol sin saberlo, es decir, intacto, mirando sin mirar. Pero esta noche, cuando yo se lo pida, se lo suplique, se lo exija, sabrá cuánto se ha avanzado, por dónde, y si el trabajo va bien. Mañana en la mañana lo obligaré de nuevo a bajar hasta el río para que vuelva a calcular el problema del suelo arenoso. Es cruel, cruel para mí verlo entrecerrar los ojos como si lo estuviera pinchando, verlo apretar la boca, o mantener la frente lisa a punta de voluntad, para demostrarme que no sufre. Sí, mantiene tersa la frente para tranquilizarme.
”Sergio, si te es tan fácil calcular, si con inclinarte y palpar la tierra la reconoces, si al mirar el río, de pronto, aunque apenas, sonríes, ¿por qué no lo haces siempre, todos los días?”.
“No, entiende, no quiero que aceptes las cosas como son, porque ahí están, quiero que estés tú entre ellas, para eso, para nombrarlas, para sonreírles, Sergio: ¡Mírame!… Perdona, ya sé que me reconoces, pero me da miedo, un miedo mortal pensar que un día no me prestes atención, como a los árboles, como a los albañiles… y sin embargo, por la noche, si te atormento, sabes exactamente lo que hicieron y si estaba bien o mal. Es otra clase de atención, me dijiste. ¿Con qué miras?… Sergio: ¡mírame!”.
Sofía hizo bien en no permitir que a Sergio lo vieran los médicos. De tu padre sé poco, no lo vi antes, ni cuando comenzó. Quizá él sí era un loco de médicos, pero ellos sabían tan poco de su mal que le permitieron venir y contagiar a los hermanos que no se parecían a él, que eran hermanos entre sí. Sergio enloqueció como él cuando lo vio, cuando quiso entenderlo. No es que tuviera piedad, lástima tonta, solamente quería entender. Pero es seguramente ése el camino justo que la locura misma ha trazado para sus verdaderos elegidos. Es necesario oír los gritos, los alaridos, sin pestañear, como hacía Sergio sin cansancio durante el día y la noche. Habría que haber pensado en otra cosa. En cambio Sergio se quedaba fijo en el alarido bestial que recorría el silencio, que se extendía por la superficie de la noche. Sí, eso sí lo sé: no la penetraba; la locura de tu padre gritaba para sí misma, no le gritaba a nada.
Si no lo hubieran hecho traer… Por lo menos Sergio no habría aprendido ese grito. El que lo perdió. El grito, el aullido, el alarido que está oculto en todos, en todo, sin que lo sepamos.
Riego con movimientos lentos las plantas todas las tardes para no inquietarlo, para que no se despierte en Sofía, que ahora ocupa el cuarto artesonado que fuera de Pablo y Sergio. Ella lo lanza y lo escucha, yo continúo regando mis plantas. Comprendo que tiene que lanzarlo, pero yo no debo tratar de entenderlo. No debo por ti, para que nunca tengas que venir, para que no te veas obligado a esta vigilancia que termina cuando no hay por quién resistir. No vengas nunca.
Aun cuando te digan que yo dejé de guardar, de estar atenta sin entregarme, aun entonces, no vengas. No quieras comprender. Sólo a ti te diré que quizá me he sostenido porque sospecho, con temblor y miedo, que lo que somos dentro del orden del mundo es explicable, pero lo que nos toca a nosotros vivir no es justo, no es humano y yo no quiero, como quisieron mis hermanos, entender lo que está fuera de nuestro pequeño orden. No quiero, pero la naturaleza me acecha.
Porque en realidad, explicar: ¿qué explica un loco?, ¿qué significa? Ruge, arrasa como el río, ahoga en sus aguas sin conciencia, arrastra las bestias mugientes en un sacrificio ancestral, alucinando, buscando en su correr la anulación, el descanso en un mar calmo que sea insensible a su llegada de furia y destrucción. ¿Qué mar?
Recoge su furia en las altas montañas, se llena de ira en las tormentas, en las nieves que nunca ve, que no son él, lo engendran viento y aguas, nace en barrancos y no tiene memoria de su nacimiento.
La paz de un estuario, de un majestuoso transcurrir hacia la profundidad estática. No balbucir más, no gritar, cantar por un momento antes de entrar en la inmensidad, en el eterno canto, en el ritmo acompasado y eterno. Ir perdiendo por las orillas el furor del origen, calmarse junto a los álamos callados, al lamer la tierra firme, y dejarla, apenas habiéndola tocado, para lograr el canto último, el susurro imponente del último momento, cuando el sol sea igual, el enemigo apaciguado del agua inmensa que se rige a sí misma.
Desconfiado, ceñudo consigo mismo, enemigo de todo, se entrega al fin, en paz y pequeño, reducido a su propia dimensión, a la muerte. Apenas aprendió a morir matando, sin razón, para alcanzar conciencia de sí mismo, en instantes apenas anteriores al desprenderse de su origen, de la historia que no recuerda, apaciblemente poderoso antes de entregarse, tranquilo y enorme, ensanchado, imponente ante el mar que no lo espera, que indiferente murmura y lo engulle sin piedad.
Aguas, simples aguas, turbias y limpias, resacas rencorosas y remansos traslúcidos, sol y viento, piedras mansas en el fondo, semejantes a rebaños, destrucción, crímenes, pozos quietos, riberas fértiles, flores, pájaros y tormentas, fuerza, furia y contemplación.
No salgas de tu ciudad. No vengas al país de los ríos. Nunca vuelvas a pensar en nosotros, ni en la locura. Y jamás se te ocurra dirigirnos un poco de amor.
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