Mi querida esposa
Roald Dahl
Durante muchos años he tenido la costumbre de echar la siesta después de la comida. Me siento en un sillón en el cuarto de estar, apoyo la cabeza en un cojín y los pies en un pequeño taburete de piel y leo hasta quedar dormido.
Aquel viernes por la tarde yo estaba cómodamente en mi sillón con un libro entre las manos: El género de los lepidópteros diurnos, cuando mi esposa, que nunca ha sido una persona silenciosa, comenzó a hablarme desde el sofá de enfrente.
—Estas dos personas. ¿A qué hora vienen?
No contesté, ella repitió la pregunta, esta vez más fuerte. Le dije cortésmente que lo ignoraba.
—No me gustan demasiado —dijo ella—, en especial él.
—Sí, querida, tienes razón.
—Arthur, digo que no me gustan demasiado.
Bajé mi libro y la miré. Estaba recostada en el sofá hojeando una revista de modas.
—Sólo les hemos visto una vez —dije.
—Un hombre horrible; siempre gastando bromas, contando chistes y cosas por el estilo.
—Estoy seguro de que te manejarás muy bien con ellos, querida.
—Ella también es terrible. ¿Cuándo crees que llegarán?
—Hacia las seis, supongo.
—Pero ¿no te parecen horribles? —me volvió a preguntar.
—Pues…
—Son horribles, de veras.
—Ahora ya no podemos volvernos atrás, Pamela.
—Son de lo peor —dijo ella.
—Entonces, ¿por qué los invitaste?
La pregunta me salió espontáneamente y me arrepentí enseguida porque me he hecho el propósito de no provocar a mi esposa si puedo evitarlo. Hubo una pausa. Yo observaba su cara esperando una respuesta; su cara grande y blanca que era algo tan extraño y fascinante para mí que había ocasiones en las que no podía dejar de mirarla. A veces, por las noches, cuando ella bordaba o pintaba aquellos intrincados cuadros de flores, su cara resplandecía de tal manera que le daba una belleza incomparable, y yo me sentaba frente a ella, mirándola, minuto tras minuto, pretendiendo leer. En ese momento, en aquella mirada agria, la frente arrugada, tenía que admitir que había algo majestuoso en esta mujer, algo espléndido, magistral; era mucho más alta que yo (aunque hoy, a sus cincuenta y un años, creo que se la podría considerar más bien grande que alta).
—Sabes muy bien por qué los invité —contestó duramente—; sólo por el bridge. Juegan maravillosamente y son decentes apostando.
Levantó los ojos y vio cómo la observaba.
—Bien —dijo—, tú también piensas así, ¿verdad?
—Bueno, claro, yo…
—No seas tonto, Arthur.
—La única vez que los he tratado me parecieron muy simpáticos.
—También el carnicero es simpático.
—Pamela, querida, por favor. No nos compliquemos la vida.
—Oye —dijo dejando la revista en su regazo—, tú sabes igual que yo la clase de gente que son. Un par de estúpidos arribistas que creen poder ir a cualquier sitio porque saben jugar bien al bridge.
—Estoy seguro de que tienes razón, querida, pero no veo por qué…
—Te lo estoy diciendo, para jugar una buena partida. Ya estoy cansada de hacerlo con principiantes. Pero no sé por qué tenemos que tener a esa gente en casa.
—¡Claro que no, querida, pero ya es un poco tarde ahora…!
—¿Arthur?
—¿Sí?
—¿Por qué diablos tienes que discutir siempre conmigo? Tú sabes que te gustan tan poco como a mí.
—No te preocupes, Pamela, después de todo parecían gente bien educada.
—Arthur, no seas ridículo.
Me miraba duramente con sus grandes ojos grises, y para evitarlos —a veces me hacían sentir desasosegado— me levanté y salí por la puerta que llevaba al jardín.
El césped que había frente a la casa había sido segado recientemente, rayado con diferentes tonos verdes. Al lado del césped, las flores daban un tinte de color que contrastaba con los árboles del fondo. También las rosas estaban en flor, y las begonias escarlata, y toda clase de flores de múltiples colores. Uno de los jardineros volvía de comer por el sendero. A través de los árboles se veía el tejado de su casita y detrás, a un lado, continuaba el sendero, que, después de atravesar las puertas de entrada, desembocaba en la carretera de Canterbury.
La casa de mi esposa. Su jardín. ¡Qué bonito era todo! ¡Qué pacífico! Si Pamela no trastornara mi tranquilidad tantas veces, ni me hiciera hacer cosas que no me apetece, esto sería el cielo. No quisiera dar la impresión de que no la quiero —venero el aire que respira—, o de que no me llevo bien con ella, o de que no soy yo quien manda en casa. Lo que quiero decir es que a veces es irritante con sus cosas. Por ejemplo, esos hábitos suyos que yo preferiría que olvidara, especialmente cuando me señala con el dedo para dar énfasis a una frase. Debo recordarles que soy un hombre más bien pequeño, y un gesto como éste, y más cuando proviene de la esposa, intimida un poco. A veces encuentro difícil convencerme a mí mismo de que no es una mujer insoportable.
—¡Arthur! —llamó—. ¡Ven aquí!
—¿Qué quieres?
—Acaba de ocurrírseme una idea maravillosa. Ven.
Me volví para acercarme a ella, que seguía recostada en el sofá.
—Oye —me dijo—, ¿quieres que nos divirtamos un rato?
—¿Qué clase de diversión?
—Con los Snape.
—¿Quiénes son los Snape?
—Vamos, despierta. Henry y Sally Snape, nuestros invitados del fin de semana.
—Y ¿bien?
—Oye, estaba pensando en lo horribles que son, en su manera de comportarse, él con sus bromas, ella como un alocado gorrión… —vaciló unos instantes sonriendo cautamente y no sé por qué me dio la impresión de que iba a decir algo raro—. Bien, si ellos se comportan de esa manera delante de nosotros, ¿cómo diablos serán cuando estén juntos y a solas?
—Espera un momento, Pamela…
—No seas tonto, Arthur. Vamos a divertirnos, a divertirnos de verdad, aunque sólo sea por esta noche.
Se había incorporado casi totalmente en el sofá, con el rostro brillante de ilusión, la boca ligeramente abierta y mirándome con sus redondos ojos grises, en cada uno de los cuales brillaba una chispita.
—¿Por qué no?
—¿Qué pretendes hacer?
—Está clarísimo. ¿No lo ves?
—No, no lo veo.
—Lo que vamos a hacer es poner un micrófono en su cuarto.
Admito que esperaba algo peor, pero cuando lo dijo me quedé tan asombrado que no supe qué contestar.
—Eso es exactamente lo que vamos a hacer —dijo ella.
—Oye, no —grité yo—, no puedes hacer eso.
—¿Por qué no?
—Porque es la broma más pesada que he oído en mi vida. Es como fisgar por las cerraduras o leer cartas, sólo que peor. No hablarás en serio, ¿verdad?
—Claro que sí.
Yo sabía cuánto le molestaba que la contradijesen, pero a veces era preciso hacerlo, aunque con riesgo considerable…
—Pamela —dije yo pronunciando las palabras cortantemente—, te prohíbo que lo hagas.
Ella bajó los pies del sofá y se sentó.
—¡Por el amor de Dios, Arthur! ¿Qué pretendes? Realmente no lo entiendo.
—Pues no resulta difícil.
—¡Caramba! Yo sé que antes has hecho cosas peores que ésta.
—¡Nunca!
—¡Sí! Lo sé. ¿Qué te ha hecho pensar de repente que tú eres mejor que yo?
—Yo nunca he hecho cosas así.
—Pero ¡bueno! —dijo apuntándome con su dedo como si fuera una pistola—. Y ¿aquella vez en casa de los Milford, las Navidades pasadas? ¿Te acuerdas? Casi te morías de risa, y yo tuve que ponerte la mano en la boca para evitar que nos oyeran. ¿Qué te parece?
—Aquello era diferente —dije yo—. No era nuestra casa, ni ellos, nuestros invitados.
—Eso no cambia las cosas —ella estaba sentada muy tiesa, mirándome con sus redondos ojos grises, y su barbilla empezaba a moverse de una manera peculiar—. No seas hipócrita —continuó—. ¿Qué te pasa?
—Pienso que eso es jugar sucio, Pamela, te hablo en serio.
—Pero yo juego sucio, Arthur, y tú también, aunque no se note, por eso nos llevamos bien.
—Nunca oí tontería semejante.
—Bueno, si de repente has decidido cambiar tu carácter por completo, eso es distinto.
—Deja de hablar de ese modo, Pamela.
—¿Ves? —dijo ella—, si de veras has decidido reformarte, ¿qué voy a hacer yo?
—No sabes lo que dices.
—¿Cómo es posible que una persona tan magnífica como tú quiera a alguien como yo?
Me fui a sentar en una silla frente a ella mientras me observaba todo el tiempo. Era una mujer grande y cuando me miraba fijamente, como lo estaba haciendo en aquellos momentos, me sentía…, ¿cómo diría yo?: rodeado, envuelto por ella, como si Pamela fuese un gran tubo de crema y yo hubiera caído dentro.
—No hablarás en serio respecto al micrófono, ¿verdad?
—¡Claro que sí! Ya es hora de que nos divirtamos un poco. Vamos, Arthur, no seas pesado.
—No está bien, Pamela.
—Está tan bien —levantó el dedo otra vez— como cuando tú encontraste aquellas cartas de Mary Probert en su bolso y las leíste desde el principio hasta el fin.
—No debimos hacer eso.
—¿Debimos?
—Tú las leíste después, Pamela.
—No hacía daño a nadie. Tú mismo dijiste eso aquella vez, y ahora no es peor.
—¿Te gustaría que alguien te lo hiciera?
—¿Cómo podría saberlo si ignoro que me lo hacen? Vamos, Arthur, no seas latoso.
—Tengo que pensarlo.
—Quizás el gran ingeniero no sabe cómo conectar el micrófono.
—Eso es lo más fácil.
—Bueno, pues hazlo.
—Lo pensaré y luego hablaremos.
—No hay tiempo para eso. Pueden llegar en cualquier momento.
—Pues entonces no lo hago. No quiero que me cojan con las manos en la masa.
—Si llegan antes de que termines, los entretendré aquí abajo. No hay peligro. Oye, ¿qué hora es?
—Son casi las tres.
—Vienen de Londres —dijo ella— y seguramente no habrán salido de allí hasta después de comer. Eso te dará mucho tiempo.
—¿En qué habitación los vas a poner?
—En el cuarto amarillo del final del corredor. No será demasiado lejos, ¿verdad?
—Supongo que se podrá hacer.
—Oye, ¿dónde vas a poner el altavoz?
—Todavía no he dicho que lo vaya a hacer.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. Me gustaría saber si hay alguien capaz de detenerte ahora. Deberías ver tu cara. Está roja y excitada. Pon el altavoz en nuestro cuarto. Date prisa.
Dudé unos momentos. Era algo que siempre hacía cuando ella me ordenaba las cosas en vez de pedírmelas cortésmente.
—No me gusta, Pamela.
No dijo una palabra más; simplemente se quedó muy quieta, mirándome con una expresión resignada y expectante en su rostro, como si aguardara en alguna cola. Eso —lo sabía por experiencia— era señal de peligro. En aquellos momentos ella era como una bomba a la cual se le aprieta un botón y ya es sólo cuestión de tiempo, hasta que, ¡bum!, explota.
Así que me levanté silenciosamente, salí hacia el taller y cogí un micrófono y cuatro metros y medio de cable. Ahora que estaba lejos de ella debo advertir que empecé a sentir la excitación dentro de mí mismo, una rara sensación bajo la piel, cerca de las puntas de los dedos. En realidad no era para tanto. Experimento lo mismo cada mañana cuando abro el periódico y veo los precios de las acciones más importantes de mi esposa. No me iba a intimidar un juego tan tonto como aquél. A la vez, no podía evitar considerarlo divertido.
Subí las escaleras de dos en dos y entré en la habitación amarilla del final del pasillo. Tenía la límpida apariencia de todos los cuartos de huéspedes, con sus camas gemelas, las colchas de satén amarillo, las paredes de amarillo pálido y las cortinas doradas. Miré a mi alrededor buscando un buen sitio para esconder el micrófono. Ésa era la parte más importante, porque, pasara lo que pasase, no debía ser descubierto. Primero pensé en ponerlo bajo los troncos que había en la chimenea. No, no era muy seguro. ¿Detrás del radiador?, ¿encima del armario?, ¿debajo de la mesa del escritorio? Ninguno de estos sitios me parecía demasiado seguro. Todos podían ser objeto de inspección accidental a causa de la búsqueda de, por ejemplo, un botón de la camisa o algo parecido. Finalmente, con considerable astucia, decidí ponerlo en los muelles del sofá. Éste estaba contra la pared, cerca del borde de la alfombra, y así podría esconder el cable del micrófono hasta la puerta.
Ladeé el sofá y rajé la parte de abajo. Luego até el micrófono entre los muelles, asegurándome de ponerlo de cara a la habitación. Después fui tendiendo el cable bajo la alfombra hasta la puerta, haciendo una pequeña muesca en la madera para evitar que se viese.
Naturalmente, eso me llevó tiempo, y cuando oí el sonido de neumáticos en la grava del patio, seguido de las puertas al cerrarse y las voces de nuestros invitados, yo todavía estaba en el pasillo poniendo el cable. Paré y me incorporé con el martillo en la mano. Aquellos ruidos me enervaban, y sentí la misma sensación de miedo que cuando cayó una bomba en la otra parte del pueblo durante la guerra, mientras yo estaba trabajando tranquilamente en la biblioteca con mis mariposas.
«No te preocupes —me dije a mí mismo—. Pamela se encargará de esa gente».
Un tanto frenético, continué con mi tarea; pronto tuve todo el cable tendido a lo largo del pasillo hasta nuestra habitación. Aquí ya no tenía que esconderme, aunque no había que olvidar a los criados. Puse el cable por debajo de la alfombra y lo saqué por detrás de la radio. Conectarlo fue una cuestión técnica tan fácil que me llevó muy poco tiempo hacerlo.
Bien, ya estaba hecho. Di un paso atrás y miré el pequeño receptor. Ahora parecía diferente: ya no era una simple caja de hacer ruido sino una endiablada criatura, una parte de cuyo cuerpo se extendía hasta el otro extremo de la casa. Lo conecté. Se oían zumbidos, pero nada más. Cogí mi reloj de la mesilla de noche y lo llevé al cuarto amarillo, colocándolo en el suelo, junto al sofá. Cuando volví, la radio hacía el mismo sonido que si el reloj estuviera en la habitación, quizá más fuerte.
Volví a por el reloj. Luego me aseé un poco en el cuarto de baño, devolví las herramientas a su sitio y me preparé para recibir a mis invitados. Pero primero, para calmarme y no tener que aparecer ante ellos inmediatamente, estuve cinco minutos en la biblioteca con mi colección. Me concentré mirando la maravillosa Vanessa cardui —la dama pintada— y tomé algunas notas para un artículo que estaba preparando, titulado «Relación entre el color y el armazón de las alas», el cual iba a leer en la próxima conferencia de nuestra sociedad en Canterbury. De esa manera, pronto recobré mi actitud habitual, grave y atenta.
Cuando entré en el cuarto de estar, nuestros dos invitados, cuyos nombres nunca podía recordar, estaban sentados en el sofá. Mi esposa preparaba unas bebidas.
—¡Oh, aquí viene Arthur! —dijo—. ¿Dónde has estado?
Consideré esta pregunta de muy mal gusto.
—Lo siento —dije a mis invitados al estrecharles las manos—, estaba ocupado y se me olvidó la hora.
—Todos sabemos lo que estaba haciendo, pero le perdonamos. ¿Verdad, querido?
—Sí, creo que sería lo mejor —contestó él.
Tuve la terrible y fantástica visión de mi esposa contándoles entre risas lo que yo estaba haciendo arriba. ¡No podía…, no podía haber hecho eso! La miré. Ella también sonreía mientras servía la ginebra.
—Siento que le hayamos molestado —dijo la mujer.
Decidí que si aquello era una broma, lo mejor sería unirme a ellos cuanto antes, así que hice un esfuerzo y sonreí.
—Nos la tiene que enseñar —continuó la mujer.
—¿El qué?
—Su colección. Su esposa dice que es maravillosa.
Me senté en una silla y respiré. Era ridículo ponerse tan nervioso.
—¿Le interesan las mariposas? —le pregunté.
—Me gustaría ver las suyas, señor Beauchamp.
Los martinis fueron distribuidos y nos sentamos un par de horas a charlar y beber antes de la cena. Fue entonces cuando empezó a darme la impresión de que mis invitados eran una pareja encantadora. Mi esposa, procedente de una familia noble, es en todo momento consciente de su cuna y su clase, y a veces se precipita un poco en su juicio sobre las personas que son amables con ella, especialmente los hombres altos. Casi siempre tiene razón, pero esa vez pensé que se había equivocado. En general, a mí tampoco me gustan los hombres altos; suelen ser orgullosos y pedantes. Pero Henry Snape —mi esposa me había susurrado su nombre— me pareció un hombre amable y sencillo, cuya mayor preocupación era la señora Snape. Era guapo, tenía la cara alargada y sus ojos, de color castaño oscuro, eran suaves y apacibles. Le envidiaba su negra mata de pelo y me sorprendí a mí mismo preguntándome qué loción usaría para mantenerlo tan bien. Nos contó uno o dos chistes, pero no pude poner objeción a ninguno de los dos.
—En el colegio —dijo— me llamaban Scervix. ¿Adivinan por qué?
—No tengo la menor idea —contestó mi esposa.
—Porque cervix es el nombre latino de nuca[2].
Eso era algo profundo y me costó algún tiempo comprenderlo.
—¿Qué colegio era, señor Snape? —preguntó mi esposa.
—Eton —dijo él mientras mi esposa movía la cabeza con aprobación.
«Ahora se pondrán a hablar», pensé, y me volví hacia Sally Snape. Era realmente atractiva. Si la hubiera conocido quince años antes, me habría podido meter en un lío. Me distraje hablándole de mis maravillosas mariposas. Mientras hablaba, la observaba atentamente, y al cabo de un rato empecé a tener la impresión de que no era en realidad tan alegre como yo había creído al principio. Parecía ensimismada. Sus profundos ojos azules se movían rápidamente por la habitación, sin pararse más de un segundo en la misma cosa, y en su rostro, aunque tan disimuladas que no parecían existir, había huellas de dolor.
—Estoy esperando con ansiedad nuestra partida de bridge —dije al fin cambiando de tema.
—Nosotros también —contestó ella—, solemos jugar casi todas las noches. Nos gusta mucho.
—Son muy expertos ustedes dos. ¿Cómo han llegado a ser tan buenos?
—Es la práctica, eso es todo, práctica, práctica.
—¿Han participado en algún campeonato?
—Todavía no, pero Henry quiere que lo hagamos. Es difícil llegar a ese nivel, es muy difícil.
¿No había una nota de resignación en su voz? Probablemente era eso, él influía demasiado y le hacía tomárselo muy en serio. La pobre chica estaba cansada.
A las ocho, sin cambiarnos, pasamos a cenar. La comida transcurrió bien, Henry Snape nos contó algunas cosas graciosas. También alabó mi Richebourg del 34, lo cual me agradó mucho. A la hora del café me parecían francamente simpáticos aquellos jóvenes y empecé a sentirme desasosegado a causa del micrófono colocado en su habitación. Hubiera resultado estupendo hacerles eso a unas personas desagradables, pero siendo tan simpáticos no me producía la más mínima satisfacción. No quiero decir que pensase en deshacer la operación, pero me negaba a colaborar con mi esposa, que me cubría con sonrisas y movimientos de cabeza disimulados.
Hacia las nueve y media, sintiéndonos a gusto y bien alimentados, volvimos al cuarto de estar y empezamos a jugar al bridge. Hicimos apuestas sencillas —diez chelines los cien— y decidimos no separar las familias, por lo que jugué con mi esposa todo el rato. Los cuatro tomamos el juego muy en serio, que es la única manera de tomarlo, y jugamos en silencio, con intensidad, sin hablar casi, excepto para subastar. No jugábamos por dinero; Dios sabe que mi esposa tenía demasiado y también los Snape parecían tenerlo, pero entre expertos es tradicional que se hagan apuestas importantes.
Aquella noche las cartas fueron equilibradamente repartidas, pero mi esposa jugó muy mal y perdimos. Observé que no estaba concentrada y al acercarse la medianoche ni siquiera se molestó en aparentarlo. Me miraba todo el tiempo con sus grandes ojos grises, las cejas levantadas y una extraña sonrisa.
Nuestros oponentes jugaban muy bien. Subastaban acertadamente y en toda la noche sólo cometieron una equivocación. Fue cuando la chica sobrestimó a su compañero y cantó seis picas. Yo doblé y ellos tuvieron tres multas, lo cual les costó ochocientos puntos. Sólo fue un lapsus momentáneo, pero recuerdo que Sally Snape estaba muy trastornada por esto, aunque su marido la perdonara enseguida, besando su mano y diciéndole que no se preocupara.
Hacia las doce y media mi esposa dijo que quería irse a la cama.
—¿Una mano más? —dijo Henry Snape.
—No, gracias, estoy muy cansada y Arthur también, lo estoy viendo. Vámonos a la cama.
Nos condujo fuera de la habitación y nos dirigimos arriba los cuatro. Al subir, surgió la consiguiente conversación sobre el desayuno; qué iban a tomar y cómo debían llamar a la doncella.
—Espero que les guste la habitación —dijo mi esposa—. Tiene una vista muy bonita sobre el valle y el sol les entrará por la mañana, hacia las diez.
Ahora estábamos en el pasillo frente a la puerta de nuestro dormitorio. Veía extenderse el cable que había puesto por la tarde a todo lo largo del pasillo. Aunque tenía casi el mismo color que la pintura, a mí me parecía muy distinto.
—Que duerman bien —dijo mi esposa—, que descanse, señora Snape. Buenas noches, señor Snape.
La seguí a nuestra habitación y cerré la puerta.
—¡Ahora! —dijo Pamela—. ¡Ya han entrado!
Estaba en el centro de la habitación con su vestido azul, con las manos y la cabeza echadas hacia delante y escuchando atentamente, con la cara tensa como nunca la había visto.
Casi inmediatamente la voz de Henry salió de la radio, fuerte y clara.
—Estás loca —decía.
Su voz era tan diferente de la que yo recordaba, tan dura y desagradable, que me hizo dar un salto.
—¡Toda la noche perdida! ¡Ochocientos puntos son una libra entre los dos!
—Me hice un lío —contestó la chica—, no lo volveré a hacer, lo prometo.
—¿Qué es esto? —dijo mi esposa—. ¿Qué pasa?
Abrió la boca con incredulidad, sus cejas se levantaron y se fue hacia la radio, acercando el oído al receptor. Debo confesar que yo también me sentía muy excitado.
—Te lo prometo, te lo prometo, no lo volveré a hacer —decía la chica.
—No vamos a arriesgarnos —habló el hombre secamente—, vamos a practicar otra vez.
—¡Oh, no, por favor, no lo puedo soportar!
—Oye —dijo el hombre—, todo el camino hasta aquí ensayando para sacarle el dinero a esa rica imbécil y ahora lo estropeas todo.
Ahora fue mi esposa quien dio un brinco.
—La segunda vez esta semana —continuó él.
—Te prometo que no lo volveré a hacer.
—Siéntate. Yo iré diciendo y tú contestas.
—¡No, Henry, por favor! ¡Las distribuciones no! Nos llevaría tres horas.
—Bien, entonces pasaremos por alto la posición de los dedos, creo que en eso estás bastante segura. Haremos solamente las posiciones básicas, señalando los honores.
—¡Oh, Henry!, ¿es preciso? Estoy muy cansada.
—Es absolutamente esencial que lo aprendas a la perfección —insistió él—, tenemos una partida diaria la semana próxima, lo sabes, y tenemos que comer.
—¿Qué diablos es esto? —susurró mi esposa.
—¡Chist! —dije yo—. Escucha.
—Bien —dijo la voz del hombre—, empezaremos desde el principio. ¿Preparada?
—¡Oh, Henry, por favor!
La chica parecía estar próxima a las lágrimas.
—¡Vamos, Sally, procura contenerte!
Luego, con una voz completamente distinta, la que habíamos oído en el cuarto de estar, Henry Snape dijo:
—Un trébol.
Observé que había un curioso énfasis en la palabra «un». La primera parte de la palabra ligeramente alargada.
—As, dama de tréboles —respondió la chica con tono cansado—, rey de picas. No hay corazones. As de diamantes.
—Y ¿cuántas cartas de cada palo? Mira con atención las posiciones de mi dedo.
—Dijiste que eso no.
—Bueno. ¿Estás segura de que las sabes?
—Sí, las sé.
Siguió una pausa y luego:
—Un trébol.
—Rey de tréboles —recitó la chica—, as de picas, dama de corazones y el as y la dama de diamantes.
Otra pausa y luego:
—Yo diría un trébol.
—El as y el rey de tréboles…
—¡Dios mío! —exclamé yo—. ¡Es un código! ¡Señalan cada carta con la mano!
—¡Arthur, eso no puede ser!
—Es como esa gente que en un auditorio te pide algo prestado; hay una chica en el escenario que tiene los ojos vendados y por la forma en la que él hace la pregunta, ella le dice al individuo exactamente lo que es, hasta un billete de tren y la estación en la que ha sido comprado.
—¡Es imposible!
—No es imposible, pero es un trabajo muy pesado de aprender. Escúchalos.
—Un corazón —estaba diciendo el hombre.
—El rey, la dama y el diez de corazones. As de picas. No hay diamantes. Dama de tréboles…
—¿Ves? Él le dice el número de cartas que tiene de cada palo por la posición de los dedos.
—¿Cómo?
—No lo sé. Tú lo estás oyendo igual que yo.
—¡Dios mío, Arthur! ¿Estás seguro de que es eso lo que hacen?
—Me temo que sí.
La vi caminar deprisa hasta el otro lado de la cama y coger un cigarrillo. Lo encendió de espaldas a mí y luego se dio la vuelta, expulsando el humo hacia el techo suavemente. Sabía que teníamos que hacer algo, pero no sabía qué, porque no podíamos acusarlos sin revelarles la fuente de nuestra información. Esperé la decisión de mi esposa.
—Pero, Arthur —dijo lentamente mientras aspiraba el humo—, ésta es una idea maravillosa. ¿Crees que nosotros llegaríamos a aprender a hacerlo?
—¿Qué?
—¡Claro! ¿Por qué no?
—¡Oye, no! Espera un momento, Pamela…
Pero ella cruzó la habitación hasta llegar a mí, bajó la cabeza y me miró fijamente con esa sonrisa que no era tal sonrisa y con sus grandes ojos grises. Cuando me observaba de esta forma me hacía sentirme como un ahogado.
—Sí. ¿Por qué no?
—Pero, Pamela… Santo cielo… No… Después de todo…
—Arthur, me gustaría que no te pasaras el tiempo discutiendo conmigo. Eso es lo que vamos a hacer. Ahora ve a buscar una baraja; empezaremos enseguida.