Los muertos
James Joyce
Lily, la hija de la guardesa, tenía los pies literalmente hechos polvo. Apenas había conducido a un caballero a la pequeña despensa junto a la cocina en el primer piso, cuando ya sonaba de nuevo la vieja campana de la puerta y tenía que atravesar corriendo el desnudo vestíbulo para dar paso a otro invitado. Menos mal que no era cosa suya atender también a las damas. Pensando en eso, la señorita Kate y la señorita Julia habían convertido el cuarto de baño de arriba en un vestidor de señoras. La señorita Kate y la señorita Julia se encontraban allí, chismorreando y riendo y metiendo bulla, yendo una detrás de la otra a lo alto de la escalera para asomarse sobre la barandilla y llamar a Lily y preguntarle quién acababa de llegar.
El baile anual de las señoritas Morkan era siempre un gran acontecimiento. Asistían todos sus conocidos, familiares, viejos amigos de la familia, los miembros del coro de Julia, cualquiera de los alumnos de Kate con edad suficiente e incluso también algún alumno de Mary Jane. Ni una sola vez había dejado de ser un éxito. Años y años con un resultado espléndido por cuanto se pudiera recordar, incluso desde que Kate y Julia, tras la muerte de su hermano Pat, dejaran la casa en Stoney Batter y se llevaran a Mary Jane, su única sobrina, a vivir con ellas a la sombría y escuálida casa de Usher’s Island, cuya parte superior les había alquilado el señor Fulham, el asentador de grano que vivía en el piso de abajo. De eso hacía sus buenos treinta años, por poner una fecha. Mary Jane, que entonces era una chiquilla de falda corta, era ahora el principal sostén de la familia, pues se encargaba del órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y todos los años daba un concierto a los alumnos en la sala superior del auditorio Antient. Muchos de sus alumnos pertenecían a familias muy buenas, como los de la línea Kingstown y Dalkey. A pesar de los años, sus tías también hacían lo suyo. Con todos sus cabellos grises, Julia aún era la soprano principal en la iglesia de Adán y Eva, y Kate, demasiado delicada para manejarse bien, daba lecciones de música para principiantes en el viejo piano de mesa del cuarto de atrás. Lily, la hija de la guardesa, trabajaba para ellas como asistenta. Aunque su vida era modesta, les gustaba la buena comida, lo mejor de todo: solomillos impecables, té de a tres chelines y la mejor cerveza embotellada. Lily rara vez se equivocaba en sus encargos, de modo que se llevaba bien con ellas. Les gustaba meter bulla, eso era todo. Lo único que no soportaban era que se les replicara.
Tenían razón, naturalmente, para meter bulla en una noche como ésa. Y además eran las diez bien pasadas, y Gabriel y su mujer seguían sin dar señales de vida. Además estaban aterrorizadas ante la posibilidad de que Freddy Malins apareciera borracho. Por nada del mundo querrían que algún alumno de Mary Jane le viera en semejante estado; y cuando estaba así era muy difícil hacerse con él. Freddy Malins llegaba siempre tarde, pero se preguntaban lo que podía retrasar a Gabriel, y por eso se abalanzaban cada dos minutos sobre la barandilla para preguntar a Lily si había llegado Gabriel o Freddy.
—Oh, señor Conroy —dijo Lily cuando le abrió la puerta—, las señoritas Kate y Julia pensaban que no iba a llegar usted nunca. Buenas noches, señora Conroy.
—No me extraña —dijo Gabriel—, pero se olvidan de que aquí, mi mujer, tarda tres mortales horas en arreglarse.
Se restregó los pies contra el felpudo para quitarse la nieve de las galochas, y Lily condujo a su mujer al pie de la escalera, desde donde avisó de su llegada.
—Señorita Kate, aquí está la señora Conroy.
Kate y Julia bajaron por la escalera a la vez como si fuesen chiquillas. Besaron a la mujer de Gabriel, le dijeron que debía de estar muerta de frío y le preguntaron si Gabriel se encontraba con ella.
—Aquí estoy, tan puntual como el correo, tía Kate —gritó Gabriel desde la oscuridad—. Subid, que ahora voy.
Y siguió restregándose vigorosamente los pies mientras las tres mujeres subían la escalera riéndose hacia el vestidor de señoras. Una tenue capa de nieve se extendía como una esclavina sobre los hombros de su abrigo, y como punteras en los extremos de sus galochas. Al desabotonarse el abrigo, la tela, tiesa por la nieve, crujió y exhaló entre sus pliegues y rendijas una helada fragancia a intemperie.
—¿Está nevando de nuevo, señor Conroy? —preguntó Lily.
Le condujo a la despensa para ayudarle a quitarse el abrigo. Gabriel sonrió por las tres sílabas con que había pronunciado su apellido y la miró. Era una chica delgada, en pleno desarrollo, de piel pálida y pelo color heno. El gas de la despensa hacía que pareciese más pálida. Gabriel la conoció cuando era una niña que solía sentarse al pie de la escalera y acunar una muñeca de trapo.
—Sí, Lily —respondió—. Y me da la impresión de que tendremos toda una noche de nieve.
Levantó la mirada al techo de la despensa, que trepidaba por los pasos y el arrastrar de pies en el piso de arriba, escuchó durante un momento el piano, y después miró a la muchacha, que colocaba su abrigo cuidadosamente doblado en un anaquel.
—Dime, Lily —dijo en un tono amistoso—, ¿vas todavía a la escuela?
—Oh, no, señor —respondió ella—. He terminado este año y para siempre.
—Oh, entonces —dijo Gabriel jovialmente— supongo que un día de estos iremos a tu boda.
La muchacha le miró sobre el hombro y dijo con gran amargura:
—Los hombres de hoy en día sólo saben de engatusamientos, y todos quieren lo mismo.
Gabriel enrojeció como si se percatara de haber cometido una falta y, sin mirarla, se quitó las galochas de sendos puntapiés, y repasó con enérgicos golpes de la bufanda el brillo de sus zapatos de charol.
Era un hombre fuerte y un poco alto. El color subido de sus mejillas llegaba hasta la frente donde se esparcía en unas pocas manchas inconcretas de un rojo apagado. En su rostro imberbe centelleaban incansables los pulidos lentes y la tenue montura dorada de las gafas que protegían sus ojos delicados e infatigables. Su brillante pelo negro se dividía en dos largas ondas hasta detrás de sus orejas, donde se rizaba ligeramente bajo la señal dejada por el sombrero.
Cuando sus zapatos estuvieron lustrosos, se irguió y tiró de su chaleco hacia abajo para ajustarlo mejor a su cuerpo regordete. Sacó entonces una moneda de su bolsillo y la introdujo en las manos de la muchacha.
—Es Navidad, Lily, de modo que… aquí tienes…
Y caminó rápidamente hacia la puerta.
—¡Oh, no, señor! —gritó la muchacha, siguiéndole—. ¡No es necesario! ¡De verdad, señor!
—¡Es Navidad! ¡Es Navidad! —dijo Gabriel, trotando casi hacia la escalera y quitando importancia al asunto con un movimiento de la mano.
—Bueno. Gracias, señor —gritó la muchacha, viendo que Gabriel alcanzaba la escalera.
Gabriel se quedó junto a la puerta del salón esperando a que terminara el vals y escuchando las faldas que se arrastraban por el suelo y el pataleo de los bailarines, todavía descompuesto por la súbita y amarga réplica de la muchacha, que había ejercido sobre él un efecto melancólico que trató de disipar arreglándose los puños de la camisa y el lazo de la corbata. Después sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó un vistazo al encabezamiento de su discurso. No acababa de decidirse en cuanto a las líneas de Robert Browning, pues temía que quedaran fuera del alcance de su auditorio. Quizá resultaría mejor alguna cita de Shakespeare o de las Melodías, que pudieran reconocer. El indecoroso traqueteo de los tacones de los hombres y el restregar de sus suelas contra el suelo le recordaron el grado de cultura que le diferenciaba de ellos. Sólo conseguiría hacer el ridículo si les citaba una poesía que no pudieran comprender. Pensarían que estaba evidenciando su mejor educación. Fracasaría con ellos como había fracasado con la muchacha en la despensa. Había adoptado un tono equivocado. Todo su discurso era una equivocación del principio al fin, un absoluto fracaso.
Sus tías y su mujer salieron del vestidor de señoras. Sus tías eran dos viejecitas sencillamente vestidas. Tía Julia era la más alta, una pulgada más o menos. Su cabello, peinado en moños sobre las orejas, era gris; y gris era también, con sombras más oscuras, su flácido rostro alargado. Aunque era de constitución fuerte y se mantenía bien tiesa, sus ojos muertos y sus labios hendidos le daban el aspecto de una mujer que no supiera dónde se encontraba o a dónde se dirigía. Tía Kate era más vivaz. Su rostro, más sano que el de su hermana, era todo pliegues y rayas, como una roja reineta, y su cabello, peinado del mismo modo anticuado, no había perdido el color de las avellanas maduras.
Ambas le besaron en cuanto le vieron. Era su sobrino favorito, el hijo de su difunta hermana mayor, Ellen, que se había casado con T. J. Conroy del Puerto y los Diques.
—Gretta me ha dicho que no vais a tomar un coche para regresar a Monkstown esta noche —dijo tía Kate.
—No, ya tuvimos bastante con lo del año pasado, ¿no es así? —dijo Gabriel, volviéndose hacia su mujer—. ¿No recuerdas, tía, Kate, el catarro que cogió Gretta? Las ventanas del coche sonaban como carracas y el viento del este comenzó a soplar en cuanto pasamos Merrion. ¡Menuda nochecita! Gretta cogió un catarro tremendo.
Tía Kate frunció severamente el ceño y asintió con la cabeza a cada una de sus palabras.
—Así es, Gabriel, así es —dijo—. Las precauciones nunca son pocas.
—Aunque si fuera por Gretta —dijo Gabriel—, regresaría a casa caminando por la nieve, si la dejáramos.
—No le hagas caso, tía Kate —dijo la señora Conroy, riendo—. Es un pejiguera horrible. ¡De verdad! No permite a Tom que lea por las noches sin una visera verde, y obliga a Eva a comerse todas las gachas. ¡A la pobre chica, que se pone mala en cuanto las ve!… Y no os imagináis lo que me obliga a ponerme.
Se rió con una carcajada y miró a su marido cuyos felices y admirativos ojos recorrían sus ropas, su rostro y su pelo. Las tías rieron cordialmente también, pues la solicitud de Gabriel era una broma normal entre ellas.
—¡Galochas! —dijo la señora Conroy—. ¡Lo último! En cuanto el piso está húmedo, me tengo que poner galochas. Incluso quería que me las pusiera esta noche, pero me he negado. Está dispuesto a comprarme un traje de buzo.
Gabriel rió nerviosamente y se tocó la corbata para tranquilizarse, mientras la tía Kate casi se partía de risa. La sonrisa desapareció rápidamente del rostro de la tía Julia, y sus ojos sin vida se dirigieron directamente a la cara de su sobrino. Hizo una pausa y preguntó:
—¿Y qué son galochas, Gabriel?
—¿Galochas? —exclamó su hermana—. Dios me bendiga ¿no sabes lo qué son galochas? Se ponen sobre… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
—Así es —dijo la señora Conroy—. Son cosas de gutapercha. Ahora tenemos un par cada uno. Gabriel dice que todo el mundo las lleva en el continente.
—Oh, en el continente —murmuró la tía Julia, asintiendo suavemente con la cabeza.
Gabriel frunció las cejas como si estuviera ligeramente enfadado, y dijo:
—No son una maravilla, pero Gretta lo toma a risa porque la palabra le suena como los cantos de negros.
—Pero dime, Gabriel —dijo la tía Kate, animada por la duda—, habrás buscado alojamiento, naturalmente. Gretta nos decía…
—Oh, el alojamiento está resuelto —respondió Gabriel—. He reservado una habitación en el Gresham.
—Has hecho lo mejor —dijo la tía Kate—. Para mayor seguridad. ¿Y los niños, Gretta, no os preocupan?
—Oh, por una noche —dijo la señora Conroy—. Además, está Bessie para cuidarles.
—Para mayor seguridad —dijo otra vez la tía Kate—. ¡Qué agradable resulta tener una chica así, en la que poder confiar! Ahí tenéis a Lily, que no sé muy bien lo que le pasa últimamente. No es la chica de siempre.
Gabriel estaba a punto de hacer alguna pregunta al respecto cuando su tía se lanzó súbitamente detrás de su hermana que bajaba rápidamente por la escalera sacando el cuello sobre la barandilla.
—Y ahora —dijo casi enojada— ¿adónde va Julia? ¡Julia! ¡Julia! ¿Adónde vas?
Julia, que ya andaba casi por la mitad de la escalera, regresó y anunció suavemente:
—Aquí está Freddy.
Un aplauso y una floritura final del piano anunciaron en ese momento que el vals había terminado. La puerta del salón se abrió y por ella salieron unas cuantas parejas. Tía Kate llevó aparte precipitadamente a Gabriel y le susurró al oído:
—Vete abajo como un buen chico y mira si está bien, y si está bebido no le dejes subir. Estoy segura de que lo está.
Gabriel se acercó a la escalera y escuchó sobre la barandilla. Pudo oír a dos personas que hablaban en la despensa. Reconoció la risa de Freddy Malins y bajó por la escalera ruidosamente.
—Menos mal que Gabriel está aquí —dijo la tía Kate a la señora Conroy—. Siempre me siento más tranquila cuando está aquí… Julia, aquí tienes a la señorita Daly y a la señorita Power que tomarán algún refresco. Gracias por su hermoso vals, señorita Daly. Ha sido maravilloso.
Un hombre alto de mustias facciones, piel atenazada y engominado bigote entrecano, que pasaba con su pareja, dijo:
—¿Podemos tomar un refresco nosotros también, señorita Morkan?
—Julia —dijo la tía Kate de modo tajante—, aquí tienes al señor Browne y a la señorita Furlong. Llévalos con las señoritas Daly y Power.
—Yo me encargaré de las damas —dijo el señor Browne, frunciendo los labios hasta que el bigote perdió su compostura y la sonrisa se extendió por todos sus pelos erizados—. Ya sabe usted, señorita Morkan, que me aprecian porque…
No terminó la frase sino que, viendo que tía Kate estaba lejos para escucharle, condujo a las tres jóvenes a la habitación de atrás. Un par de mesas cuadradas colocadas juntas ocupaban la mitad de la habitación, sobre las que la tía Julia y la guardesa estiraban y alisaban un enorme mantel. En el aparador se ordenaban fuentes y platos y cuchillos y tenedores y cucharas sujetas en mazos. Una vez cerrado, la parte superior del piano servía también como aparador para dulces y viandas. Junto a un aparador más pequeño colocado en una esquina, se encontraban dos hombres bebiendo cerveza amarga de lúpulo.
El señor Browne llevó hasta allí a las señoritas puestas a su cargo y, en broma, invitó a todas a tomar un poco del dulce, fuerte y caliente ponche de las damas. Como dijeron que nunca tomaban nada fuerte, abrió tres limonadas para ellas. Después pidió a uno de los jóvenes que se apartara un poco y, cogiendo un escanciador, se sirvió una considerable medida de whisky. Los jóvenes le miraron respetuosamente mientras daba un sorbo de prueba.
—Por Dios —dijo, sonriendo—, ésta es la receta del médico.
Su rostro ajado se esponjó en una amplia sonrisa, y las tres jóvenes rieron en un eco musical de su humorada, meciendo sus cuerpos de un lado para otro con nerviosas sacudidas de sus hombros. La más osada dijo:
—Oh, vamos, señor Browne, estoy segura de que el médico jamás le recetó nada de eso.
El señor Browne dio otro sorbo a su whisky e, imitando sus movimientos con bufonería, dijo:
—Bueno, verá, yo soy como la famosa señora Cassidy, de la que se dice que dijo: Ahora, Mary Grimes, si no lo tomo, haz que lo tome, pues siento que lo deseo.
Su rostro cálido inclinado hacia adelante en un gesto de confidencia ligeramente excesiva, y su utilización de un acento dublinés muy bajo, hicieron que las jóvenes atendieran en silencio a sus palabras. La señorita Furlong, que era alumna de Mary Jane, preguntó a la señorita Daly cuál era el nombre del bonito vals que había interpretado; y el señor Browne, viendo que era ignorado, se volvió rápidamente hacia los dos jóvenes, más apreciativos.
Una muchacha de cara roja, vestida de violeta, entró muy excitada en la habitación y, dando palmas, gritó:
—¡Contradanza! ¡Contradanza!.
La tía Kate llegó pisándole los talones, gritando:
—Dos caballeros y tres damas, Mary Jane.
—Oh, señor Bergin y señor Kerrigan —dijo Mary Jane—. Señor Kerrigan, ¿bailará usted con la señorita Power? Señorita Furlong, ¿puedo emparejarla con el señor Bergin? Así está bien.
—Tres damas, Mary Jane —dijo la tía Kate.
Los dos jóvenes requirieron de las damas el placer de acompañarlas, y Mary Jane se volvió a la señorita Daly.
—Oh, señorita Daly, de verdad que ha estado usted maravillosa en las dos piezas que acaba de interpretar, pero estamos tan cortas de damas esta noche.
—Me añadiré sin el más mínimo inconveniente, señorita Morkan.
—Tengo una magnífica pareja para usted. El señor Bartell d’Arcy, el tenor. Le he pedido que cante después. Es el delirio de todo Dublín.
—¡Maravillosa voz! —dijo la tía Kate—. ¡Maravillosa voz!
Mary Jane sacó a su leva rápidamente de la habitación, pues el piano ya comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura. Apenas habían salido, tía Julia recorrió lentamente la habitación en busca de algo.
—¿Qué pasa, Julia? —preguntó ansiosamente la tía Kate—. ¿A quién buscas?
Julia, que acarreaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo llanamente, como si la pregunta la sorprendiera:
—A Freddy, Kate, y a Gabriel que está con él.
Justo a su espalda podía verse a Gabriel conduciendo a Freddy a través del rellano. Este último, un hombre joven de unos cuarenta años, era del tamaño y hechura de Gabriel, y muy cargado de hombros. Su rostro era carnoso y pálido, con apenas unos toques de color en sus lóbulos colgantes y en las anchas aletas de su nariz. Era de rasgos toscos, con una nariz roma, una frente convexa y elevada y unos labios prominentes y sensuales. Sus ojos de pesados párpados y el desorden de su pelo ralo le daban un aire somnoliento. Se reía a carcajadas de lo que le había contado a Gabriel en las escaleras y, al mismo tiempo, se frotaba el ojo izquierdo con los nudillos de su puño izquierdo.
—Buenas tardes, Freddy —dijo la tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas tardes a las señoritas Morkan en lo que, por el habitual tono gangoso de su voz, pareció un saludo desatento, y a continuación, viendo las muecas que le hacía el señor Browne desde el aparador, cruzó la habitación con un paso más bien vacilante, y comenzó a repetir en voz baja lo que acababa de contar a Gabriel.
—¿No está tan mal, verdad? —preguntó la tía Kate a Gabriel.
Gabriel animó rápidamente su frente sombría y contestó:
—Oh no. Apenas se le nota.
—¡Qué chico tan terrible! —dijo ella—. Y su pobre madre que le hizo jurarle la víspera de Año Nuevo. Pero vamos, Gabriel, al salón.
Antes de abandonar la habitación con Gabriel, arrugó el ceño hacia el señor Browne, advirtiéndole con un ademán del dedo índice. El señor Browne respondió con un movimiento de cabeza y cuando ella se hubo ido, se dirigió a Freddy Malins.
—Y ahora, Teddy, voy a servirte un buen vaso de limonada para que te recompongas.
Freddy Malins, que se acercaba a la culminación de su historia, rechazó el ofrecimiento con un gesto de impaciencia, pero el señor Browne, que ya le había llamado la atención sobre la descompostura de su traje, le pasó el vaso lleno de limonada. Freddy Malins aceptó mecánicamente el vaso con la mano izquierda, mientras dedicaba la derecha a la recompostura mecánica de su traje. El señor Browne, con el rostro de nuevo jovial, se sirvió un vaso de whisky mientras que Freddy Malins, sin alcanzar siquiera el final de su historia, rompía a reír con una caprichosa y estridente carcajada bronquítica y, depositando su rebosante vaso que no había tocado, comenzaba a frotarse el ojo izquierdo con los nudillos de su puño izquierdo, repitiendo palabras de su última frase en la medida en que se lo permitía su ataque de risa.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Gabriel no podía escuchar mientras Mary Jane interpretaba ante el enmudecido salón su académica pieza, llena de escalas y momentos difíciles. Le gustaba la música pero la pieza que ella tocaba carecía de melodía para él, y dudaba que tuviera melodía alguna para el resto del auditorio, a pesar de haber implorado a Mary Jane que tocase algo. Cuatro jóvenes que habían salido de la habitación de los refrescos para atender el sonido del piano desde la puerta del salón, desaparecieron emparejados y silenciosamente, a los pocos minutos. Las únicas personas que parecían seguir la música eran Mary Jane misma, cuyas manos recorrían el teclado o se alzaban sobre él como las de una sacerdotisa en un momento de imprecación, y la tía Kate que se encontraba a su lado para pasar la página.
Los ojos de Gabriel, irritados por el resplandor del piso encerado bajo la luz de la pesada araña que colgaba del techo, vagaron por la pared más allá del piano, en la que colgaba un cuadro con la escena del balcón en Romeo y Julieta y junto a él otro cuadro con los dos príncipes asesinados en la Torre bordado en lana marrón, azul y roja por la tía Julia cuando era joven. Un trabajo que probablemente habían aprendido en la escuela a la que fueron cuando eran jóvenes, pues su madre le bordó una vez como regalo de cumpleaños un chaleco de tabinete púrpura con cabecitas de zorro, forrado de satén marrón y con botones que parecían moras. Era raro que su madre careciera de talento musical, a pesar de estar considerada por la tía Kate como el soporte cerebral de la familia Morkan. Ella y Julia siempre estuvieron ligeramente orgullosas de su seria y digna hermana. Su fotografía descansaba ante el espejo de pared. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y señalaba algo a Constantine que, vestido de marino, se sentaba a sus pies. Era ella quien había elegido el nombre de sus hijos, siempre sensible hacia lo que tuviera que ver con la dignidad de la vida familiar. Gracias a ella, Constantine era ahora cura párroco en Balbriggan, y gracias a ella Gabriel había podido graduarse en la Royal University. Una sombra atravesó su rostro al recordar la adusta oposición que adoptó ante su matrimonio. Algunas frases de menosprecio utilizadas por su madre aún producían resentimiento en su memoria; una vez habló de Gretta como de una chica muy cuca del campo, y eso no era cierto en absoluto. Fue Gretta quien cuidó de su madre durante toda su prolongada enfermedad en la casa de Monkstown.
Entendió que Mary Jane debía de estar a punto de concluir su pieza porque tocaba de nuevo la melodía de apertura, llena de escalas detrás de cada compás, y mientras aguardaba el final se disipó el resentimiento de su corazón. La pieza terminó con un gorgorito de octavas en el sobreagudo y una octava grave en el bajo. Una salva de aplausos agradeció la interpretación de Mary Jane que, ruborizada, enrolló nerviosamente la partitura y escapó de la habitación. Los aplausos más vigorosos procedían de los cuatro jóvenes de la puerta que se habían marchado a la habitación de los refrescos al iniciarse la pieza, regresando cuando cesó el sonido del piano.
Se organizó un baile de lanceros, Gabriel se encontró emparejado con la señorita Ivors, una joven habladora y de modales francos, con una cara pecosa y prominentes ojos castaños. Vestía un corpiño sin escote y el prendedor con el que se sujetaba el cuello lucía una divisa irlandesa.
Una vez que estuvieron en sus sitios, ella dijo abruptamente:
—Tengo un cuervo que desplumar con usted.
—¿Conmigo? —dijo Gabriel.
Ella asintió gravemente con la cabeza.
—¿De qué se trata? —preguntó Gabriel, remedando los modales de la dama con su sonrisa.
—¿Quién es G. C.? —respondió la señorita Ivors, con los ojos fijos en él.
Gabriel enrojeció y estaba a punto de fruncir las cejas como si no entendiese, cuando ella dijo sin mayor rodeo:
—¡Oh, inocente Amy! He descubierto que escribe usted para The Daily Express. ¿Qué me dice? ¿No se avergüenza de sí mismo?
—¿Por qué habría de avergonzarme de mí mismo? —preguntó Gabriel, parpadeando y tratando de sonreír.
—Bueno, yo me avergüenzo de usted —dijo la señorita Ivors francamente—. Mira que escribir para semejante periodicucho. Ignoraba que fuera usted pro británico.
La perplejidad hizo acto de aparición en el rostro de Gabriel. Era cierto que escribía una columna literaria todos los miércoles en The Daily Express, por la que le pagaban quince chelines. Pero eso en modo alguno hacía de él un pro británico. Los libros que recibía para su crítica eran casi más bienvenidos que el miserable cheque. Le gustaba el tacto de las cubiertas y hojear los libros recién impresos. Casi todos los días, al terminar sus clases, solía vagabundear por los muelles hacia las librerías de segunda mano, a Hickey’s en Bachelor’s Walk, a Webb’s o a Massey’s Quay, o a O’Clohissey’s en la callejuela. No sabía cómo responder al ataque. Le hubiera gustado decir que la literatura estaba por encima de la política. Pero eran amigos de muchos años y sus carreras se habían desarrollado con simultaneidad, primero en la Universidad y después como profesores: con ella no quería arriesgar una frase grandilocuente. Siguió parpadeando e intentando sonreír, y murmuró débilmente que no veía nada político en escribir críticas de libros.
Todavía se encontraba desconcertado y perplejo cuando les llegó el turno de cruzarse. La señorita Ivors le tomó puntual y cálidamente de la mano y, con un tono suave y amistoso, dijo:
—Era sólo una broma. Vamos a hacer el cruce.
Cuando se encontraron de nuevo, ella habló de la cuestión universitaria, y Gabriel se encontró más a gusto. Un amigo de ella le había enseñado su crítica de los poemas de Browning. Así había quedado al descubierto su secreto, aunque la crítica le había gustado muchísimo.
—Oh, señor Conroy —dijo ella súbitamente—, ¿vendrá este verano a una excusión a las islas Aran? Vamos a estar allí todo un mes. Será espléndido asomarse al Atlántico. Debe usted venir. Vienen el señor Clancy y el señor Kilkelly y Kathleen Kearney. Sería estupendo que Gretta viniera también. Ella es de Connacht, ¿no es así?
—Su familia es de allí —dijo Gabriel, tajante.
—Pero usted vendrá —dijo la señorita Ivors, posando ansiosamente su cálida mano sobre la de él.
—El caso —dijo Gabriel— es que ya me he comprometido a ir…
—¿Adónde? —preguntó la señorita Ivors.
—Bueno, me voy todos los años a viajar en bicicleta con unos amigos…
—Pero ¿adónde? —preguntó la señorita Ivors.
—Bueno, solemos ir a Francia o a Bélgica o quizá a Alemania —dijo Gabriel torpemente.
—¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica —dijo la señorita Ivors—, en vez de visitar su propia tierra?
—Bueno —dijo Gabriel— por un lado para mantener vivo el contacto con los idiomas, y por otro para cambiar.
—¿No tiene usted su propio idioma con el que mantenerse en contacto, el irlandés?[40] —preguntó la señorita Ivors.
—Bueno —dijo Gabriel—, puestas así las cosas, el irlandés no es mi idioma.
Las parejas vecinas se habían vuelto para escuchar el interrogatorio. Gabriel miró nerviosamente a derecha e izquierda y trató de mantener el buen humor bajo la ordalía que se manifestaba en el rubor de su frente.
—¿Y no tiene usted su propia tierra que visitar? —continuó la señorita Ivors.
—Oh, si he de decir la verdad —replicó súbitamente Gabriel—, mi propio país me pone enfermo. ¡Enfermo!
—¿Por qué? —preguntó la señorita Ivors.
Gabriel no quiso responder bajo la excitación de su réplica.
—¿Por qué? —repitió a señorita Ivors.
Tenían que seguir bailando juntos y, como no había recibido respuesta, la señorita Ivors dijo fogosamente.
—Claro, no tiene usted respuesta.
Gabriel trató de disimular su agitación entregándose al baile con una gran energía, evitando sus ojos, pues había visto una agria expresión en su rostro. Pero cuando se encontraron en la larga cadena, se sorprendió al sentir cómo ella apretaba su mano con firmeza. La señorita Ivors le miró de soslayo con unos ojos zumbones que le hicieron sonreír. Y entonces, cuando la cadena estaba a punto de iniciarse nuevo, se alzó de puntillas y susurró en su oído:
—¡Pro británico!
Cuando la danza terminó, Gabriel se fue a una remota esquina de la habitación, en la que estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer resuelta y delicada, con el pelo blanco. Su voz tenía el mismo tono gangoso que la de su hijo, y tartamudeaba ligeramente. Le habían dicho que Freddy había llegado y que estaba casi perfectamente. Gabriel le preguntó si había tenido una buena travesía. Ella vivía en Glasgow, con su hija casada, y visitaba Dublín una vez al año. Respondió plácidamente que había tenido una hermosa travesía y que el capitán había estado de lo más atento con ella. Habló también de la bonita casa que tenía su hija en Glasgow y de todos los buenos amigos de por allí. Mientras su lengua se iba por las ramas, Gabriel trataba de borrar de su memoria el desagradable incidente con la señorita Ivors. Se trataba, en efecto, de una muchacha o de una mujer, o de lo que fuera que fuese, entusiasta, pero hay un momento para todas las cosas. Quizá no debió haberle respondido como lo había hecho. Pero no tenía derecho a llamarle pro británico delante de los demás, ni siquiera en broma. Había intentado dejarle en ridículo delante de los demás, interrumpiéndole de un modo mordaz y mirándole con sus ojos de conejo.
Vio a su mujer avanzando hacia él a través de las parejas que bailaban vals. Cuando le alcanzó, le dijo al oído:
—Gabriel, tía Kate quiere saber si vas a trinchar la oca como siempre. La señorita Daly cortará el jamón y yo serviré el budín.
—Muy bien —dijo Gabriel.
—Comenzarán con los más jóvenes en cuanto acabe este vals, de modo que tendremos la mesa para nosotros.
—¿Has bailado? —preguntó Gabriel.
—Claro que sí. ¿No me viste? ¿Qué te ha pasado con la señorita Ivors?
—Nada. ¿Por qué? ¿Ha dicho algo?
—Algo ha dicho. Voy a ver si consigo hacer cantar al señor D’Arcy. Me da la impresión de que es un hombre muy engreído.
—No pasó nada —dijo Gabriel, pensativo—. Sólo quería que me añadiera a una excursión por el oeste de Irlanda, y le dije que no me era posible.
Su mujer palmoteó excitada, dando un saltito.
—Oh, vamos, Gabriel —gritó—. Me encantaría ver Galway de nuevo.
—Tú puedes ir si quieres —dijo Gabriel, fríamente.
Ella le miró un momento, se volvió hacia la señora Malins y dijo:
—He aquí un bonito marido para usted, señora Malins.
Y atravesó el salón volviendo sobre sus pasos. La señora Malins, que no se había enterado de la interrupción, siguió hablando a Gabriel de la belleza del paisaje y los lugares de Escocia. Su yerno las llevaba todos los años a los lagos y solían ir a pescar. Un día cogió un pez, un hermoso pez grande grande, y el señor del hotel lo coció para la cena.
Gabriel apenas oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la cena comenzó a pensar de nuevo en su discurso y sobre la cita. Cuando vio a Freddy Malins atravesar el salón para saludar a su madre, Gabriel le dejó libre la silla y se retiró al alféizar de la ventana. El salón se había desahogado y de la habitación de atrás llegaba el ruido de platos y cubiertos. Quienes permanecían en el salón parecían cansados de bailar, y conversaban tranquilamente en grupitos. Los dedos calientes y temblorosos de Gabriel rozaron el frío cristal de la ventana. ¡Qué frío debía de hacer ahí fuera! ¡Cuán agradable sería dar un paseo solitario, primero a lo largo del río y después a través del parque! La nieve estaría colgando de las ramas de los árboles y formaría una tenue capa en lo alto del monumento a Wellington. ¡Mucho más agradable que encontrarse en la mesa de la cena!
Repasó las notas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, recuerdos tristes, las Tres Gracias, Paris, la cita de Browning. Repitió para sí mismo una frase que había escrito en su crítica: Uno siente que está escuchando la música de una mente atormentada. La señorita Ivors había alabado su crítica. ¿Había sido sincera? ¿Sabía ella algo de una vida más allá de todo su proselitismo? Nunca había habido malos sentimientos entre ellos hasta aquella noche. Le desalentaba pensar en ella sentada a la mesa, mirándole con sus críticos ojos zumbones mientras hablaba. Quizá no le dolería verle equivocarse en su discurso. Se le ocurrió una idea que le infundió valor. Aludiendo a la tía Kate y a la tía Julia, podría decir: Damas y caballeros: la generación que ahora declina entre nosotros pudo haber tenido sus faltas, pero pienso, por mi parte, que hay unas ciertas cualidades como la hospitalidad, el humor y la humanidad de las que carece la nueva generación, tan seria e hipereducada, que crece entre nosotros. Muy bien. Un capón para la señorita Ivors. ¿Qué le importaba que sus tías fueran tan sólo un par de viejas ignorantes?
Un murmullo atrajo su atención. El señor Browne avanzaba desde la puerta escoltando con galantería a la tía Julia que se apoyaba en su brazo, sonriendo cabizbaja. Una irregular mosquetería de aplausos le dio también escolta hasta el piano en cuyo taburete se sentaba Mary Jane. La tía Julia dejó de sonreír y dio media vuelta para colocar perfectamente su voz en el salón. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción de tía Julia: Ataviada para la boda. Su voz, fuerte y de clara entonación, atacó con vigor las escalas que embellecieron la melodía, y aunque cantó muy rápido, no perdió ni la más mínima nota de adorno. Seguir aquella voz sin mirar el rostro de la cantante, era como sentir y compartir la excitación de un vuelo raudo y seguro. Cuando terminó la canción, Gabriel unió sus calurosos aplausos a los del auditorio y a los procedentes de la invisible mesa de la cena. Aquello sonó tan genuino que un ligero rubor se apoderó del rostro de la tía Julia al inclinarse para retirar del atril la vieja carpeta de partituras encuadernada en cuero con sus iniciales en la cubierta. Freddy Malins, que la había escuchado sin mover la cabeza del lado por el que oía mejor, seguía aplaudiendo cuando todos los demás habían dejado de hacerlo, mientras hablaba animadamente con su madre que movía la cabeza en grave y lenta aquiescencia. Al final, cuando ya no podía aplaudir más, se puso en pie súbitamente y atravesó corriendo el salón hasta alcanzar a la tía Julia, cuya mano cogió y mantuvo entre las suyas, estrechándola cuando le faltaban palabras o la gangosidad de su voz se mostraba superior a sus fuerzas.
—Se lo estaba diciendo a mi madre —dijo—. Jamás la había oído cantar tan bien. Jamás. Nunca, jamás la había oído cantar con una voz tan bella como la de esta noche. ¡Jamás! Créame. Es la verdad. Por mi palabra y por mi honor que es la verdad. Jamás oí sonar su voz de un modo tan fresco y tan… tan claro.
La tía Julia le respondió con una amplia sonrisa y murmuró unas palabras de agradecimiento, recuperando la libertad de la mano. El señor Browne extendió su mano abierta hacia ella y se dirigió a quienes le rodeaban con los modales de un presentador que ofrece un prodigio a su audiencia.
—La señorita Julia Morkan, mi último descubrimiento.
Y se estaba riendo cordialmente de lo que había dicho cuando Freddy Malins se volvió hacia él.
—De verdad, Browne, podía usted haber hecho un descubrimiento peor. Todo lo que puedo decir es que jamás la había oído cantar la mitad de bien desde que vengo por aquí. Y esa es la más honesta verdad.
—Tampoco yo —dijo el señor Browne—. Creo que su voz ha mejorado mucho.
La tía Julia se encogió de hombros y dijo con humilde orgullo:
—Hace treinta años mi voz, como tal, no era mala.
—Siempre le he dicho que malgastaba su tiempo en ese coro —dijo la tía Kate apasionadamente—. Pero nunca me ha hecho caso.
Pronunció sus palabras como si apelara al buen juicio de los demás frente a un niño recalcitrante, mientras la tía Julia, con una sonrisa de reminiscencia, dejaba que su mirada se perdiera en algún punto frente a ella.
—No —siguió la tía Kate—, nunca hizo caso ni admitió los consejos de nadie… Esclavizada en aquel coro noche y día. ¡A las seis de la mañana el día de Navidad! Y todo ¿para qué?
—Bueno, ¿no es para alabar a Dios, tía Kate? —preguntó Mary Jane, girando con una sonrisa en el taburete del piano.
La tía Kate se volvió hacia su sobrina para decir con vehemencia:
—Sé todo lo que concierne a la alabanza de Dios, Mary Jane, pero no creo que sea muy honorable por parte del Papa echar de los coros a las mujeres que han dado todo por ellos, para sustituirlas por unos niños mequetrefes. Supongo que si el Papa lo hace será por el bien de la Iglesia. Pero no es justo, Mary Jane, ni es lo correcto.
Había entrado en cólera y hubiera prolongado la defensa de su hermana en aquel asunto que tan doloroso le resultaba, de no haber sido porque Mary Jane, viendo que los bailarines se acercaban, intervino para poner algo de paz.
—Ahora, tía Kate, no escandalices al señor Browne, que tiene otras creencias.
Tía Kate se volvió al señor Browne, que estaba haciendo muecas desde que se mencionara su religión, y se apresuró a decir:
—Oh, no he puesto en duda la razón del Papa. No soy más que una vieja estúpida, y jamás me atrevería a hacer tal cosa. Pero hay algo tan normal como la cortesía y la gratitud. Y si yo estuviera en el lugar de Julia se lo diría a ese padre Healy directamente a la cara.
—Y, además, tía Kate —dijo Mary Jane—, estamos todos verdaderamente hambrientos, y cuando estamos hambrientos nos ponemos muy pendencieros.
—Y cuando estamos sedientos también nos ponemos pendencieros —añadió el señor Browne.
—Así que lo mejor es que vayamos a cenar —dijo Mary Jane— y dejemos la discusión para luego.
Al cruzar el salón para salir, Gabriel se encontró con su mujer y Mary Jane que intentaban persuadir a la señorita Ivors para que se quedara a cenar. Pero la señorita Ivors, que ya se había puesto el sombrero y estaba abotonándose la capa, no iba a quedarse. No tenía la más mínima hambre y ya se había quedado más tiempo del que disponía.
—Pero es cuestión de diez minutos, Molly —dijo la señora Conroy—. Eso no te va a retrasar.
—Tan sólo para tomar un bocado —dijo Mary Jane— después de todo lo que has bailado.
—De verdad que no puedo —dijo la señorita Ivors.
—Me temo que no se lo ha pasado bien —dijo Mary Jane, sin esperanza alguna.
—Me lo he pasado muy bien, se lo aseguro a ustedes —dijo la señorita Ivors—, pero ahora han de permitir que me vaya.
—Pero ¿cómo va a llegar a su casa? —preguntó la señora Conroy.
—Oh, está a un par de pasos subiendo por el muelle.
Gabriel vaciló un momento y dijo:
—Con su permiso, señorita Ivors, la acompañaré a casa si en verdad ha de irse.
Pero la señorita Ivors se alejó de ellos.
—De eso ni hablar —gritó—. Por el amor de Dios, vayan a su cena y no se preocupen de mí. Soy muy capaz de valerme por mí misma.
—Se está poniendo en evidencia, Molly —dijo francamente la señora Conroy.
—Beannacht libh —gritó la señorita Ivors, mientras bajaba, riéndose, la escalera.
Mary Jane la vio marchar con una expresión triste y confundida en su rostro, mientras la señora Conroy se inclinaba sobre la barandilla para oír la puerta del vestíbulo. Gabriel se preguntó si era él la razón de su brusca salida. Pero la dama no parecía estar de mal humor: se había ido riendo. Y se quedó mirando la escalera, confuso.
Tía Kate salió del salón en ese momento, con pasitos de niño pequeño y exprimiéndose casi las manos de desesperación.
—¿Dónde está Gabriel? —gritó—. ¿Dónde se ha metido Gabriel? Todo el mundo le está esperando, preparados para comenzar, y no hay quien trinche la oca.
—Aquí estoy, tía Kate —gritó Gabriel, súbitamente animado—, listo para trinchar una bandada de ocas, si es el caso.
Una gruesa oca marrón reposaba en un extremo de la mesa, y en el otro, sobre un lecho de papel arrugado y ramas de perejil, descansaba un enorme jamón despellejado y cubierto de migas fritas, con un papel limpio escarolado alrededor de la canilla, junto al que se extendía un abanico de carne especiada. Entre esos dos extremos rivales corrían líneas paralelas de entremeses: dos pequeñas catedrales de gelatina, roja y amarilla, un plato llano repleto de bloques de manjar blanco y compota roja, un gran plato verde en forma de hoja con un asa en forma de tallo, que contenía racimos de pasas color púrpura, un plato similar con un montón rectangular de higos de Esmirna, un plato de natillas espolvoreado de nueces rayadas, un pequeño cuenco de bombones y caramelos envueltos en papel de oro y plata, y un vaso de vidrio en el que se sostenían unos cuantos tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que sustentaba una pirámide de naranjas y manzanas americanas, se situaban dos rechonchos escanciadores antiguos de cristal tallado, el uno con oporto y el otro con jerez oscuro. Sobre el piano cerrado aguardaba un enorme plato amarillo lleno de budín, tras el que se desplegaban tres escuadras de botellas de cerveza —stout y ale— y de agua mineral, según el color de sus uniformes, las dos primeras con sus etiquetas rojas y marrones, y la tercera y más pequeña con sus bandas verdes transversales.
Gabriel tomó resueltamente asiento a la cabecera de la mesa y, tras echar un vistazo al filo del cuchillo, hundió firmemente el trinchante en la oca. Se sentía perfectamente a sus anchas, pues era un trinchador experto y nada le gustaba más que verse a la cabecera de una mesa bien dispuesta.
—Señorita Furlong, ¿qué quiere usted que le sirva? —preguntó—. ¿Un ala o una loncha de pechuga?
—Sólo una pequeña loncha de pechuga.
—¿Y para usted, señorita Higgins?
—Oh, cualquier cosa, señor Conroy.
Mientras Gabriel intercambiaba con la señorita Daly platos de oca y de jamón y de carne especiada, Lily iba de invitado en invitado con un plato de patatas calientes envueltas en servilletas blancas. Era una idea de Mary Jane, que también había sugerido una salsa de manzana como acompañamiento de la oca, a lo que la tía Kate había dicho que una oca simplemente asada sin salsa de manzana resultaba suficiente para ella, y que esperaba no verse nunca comiendo algo peor. Mary Jane sirvió a sus alumnos, cerciorándose de que recibían las mejores tajadas, y la tía Kate y la tía Julia abrieron y trajeron del piano botellas de cerveza para los caballeros y de agua mineral para las damas. Hubo un barullo de risas y sonidos, los sonidos de órdenes y contraórdenes, de cuchillos y tenedores, de tapones de corcho y tapones de vidrio. Gabriel comenzó a cortar segundas raciones tan pronto como acabó con las primeras, sin servirse a sí mismo. La protesta general fue tan estentórea que no tuvo otro remedio que detenerse un momento para beber un largo trago de cerveza, pues el trabajo de trinchar le tenía sofocado. Mary Jane se sentó tranquilamente a cenar, pero la tía Kate y la tía Julia siguieron moviéndose torpemente alrededor de la mesa, pisándose una a otra, tropezando una con otra y dándose una a otra órdenes incumplidas. El señor Browne les rogó que se sentaran y tomaran la cena, y también lo hizo Gabriel, pero ellas dijeron que tenían tiempo suficiente para ello, hasta que al fin Freddy Malins se levantó y capturando a la tía Kate, la depositó en su silla entre la risa general.
Cuando todo el mundo estuvo perfectamente servido, Gabriel sonrió y dijo:
—Y ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama alimento, que lo diga.
Un coro de voces se alzó para instarle a que diera cuenta de su propia cena, y Lily se adelantó para llevarle tres patatas que había reservado para él.
—Damas y caballeros —dijo Gabriel amablemente, según tomaba otro trago preparatorio—, les ruego que tengan a bien olvidarse de mi existencia durante unos minutos.
Se sentó a cenar y no intervino en la charla que se adueñó de la mesa en cuanto Lily se llevó los platos. El tema de conversación era la compañía de ópera que a la sazón actuaba en el Theatre Royal. El señor Bartell D’Arcy, el tenor, un joven de piel oscura con un pequeño mostacho, habló muy bien de la primera contralto de la compañía, aunque la señorita Furlong opinaba que su presencia en escena era más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un caudillo negro que cantaba en la segunda parte de la pantomima del Gaiety con una de las mejores voces de tenores que él había oído.
—¿Le ha oído usted? —preguntó a través de la mesa al señor Bartell D’Arcy.
—No —dijo el señor Bartell D’Arcy cautelosamente.
—Es que me gustaría conocer su opinión —explicó Freddy Malins—. Creo que tiene una gran voz.
—Teddy siempre da con las cosas realmente buenas —dijo el señor Browne a toda la mesa.
—¿Y por qué no ha de tener una voz? —preguntó mordazmente Freddy Malins—. ¿Acaso porque es negro?
Nadie respondió a aquello y Mary Jane hizo que la conversación regresara a la ópera de verdad. Uno de sus alumnos le había conseguido una entrada para Mignon. Era muy hermosa, dijo, pero suscitaba en ella el recuerdo de la pobre Georgina Burns. El señor Browne podía remontarse aún más atrás en su memoria y llegar hasta las viejas compañías que solían pasar por Dublín: Tietjens, Ilma de Murzka, Campanini, el gran Trebelli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Aquellos días, dijo, cuando en Dublín se podía escuchar algo parecido al canto y el gallinero del viejo Royal se ponía de bote en bote todas las noches, y contó que hubo una noche en que un tenor italiano repitió cinco veces Let Me Like a Soldier Fall dando un do de pecho cada vez, y que los muchachos del gallinero se dejaban llevar a veces de su entusiasmo hasta el punto de desuncir los caballos del carruaje de alguna gran prima donna para llevarla ellos mismos por las calles de Dublín hasta su hotel. ¿Por qué ya no se interpretaban las grandes óperas antiguas, preguntó, como Dinorah o Lucrecia Borgia? Porque ya no había modo de reunir las voces necesarias para ello: por eso.
—Oh, bueno —dijo el señor Bartell D’Arcy—, supongo que hoy en día hay tan buenos cantantes como entonces.
—¿Dónde están? —preguntó el señor Browne, desafiante.
—En Londres, París, Milán —dijo el señor Bartell D’Arcy, entusiasta—. Supongo que Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor, que cualquiera de los hombres que ha mencionado usted.
—Puede ser —dijo el señor Browne—, pero debo decirle que lo dudo mucho.
—Oh, daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso —dijo Mary Jane.
—Para mí —dijo la tía Kate después de roer un hueso— sólo hubo un tenor. Que me agradara, quiero decir. Pero supongo que ninguno de ustedes habrá oído hablar de él.
—¿Quién era, señorita Morkan? —preguntó cortésmente el señor Bartell D’Arcy.
—Su nombre —dijo la tía Kate— era Parkinson. Le oí cuando comenzaba su carrera, y pienso que tenía la más pura voz de tenor que jamás haya habido en garganta masculina alguna.
—Qué raro —dijo el señor Bartell D’Arcy—. Jamás oí hablar de él.
—Sí, sí —dijo el señor Browne—. La señorita Morkan tiene razón. Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson, aunque pertenezca a una época demasiado lejana para mí.
—Un hermoso, puro, dulce y melodioso tenor inglés —dijo la tía Kate con entusiasmo.
El enorme budín se llevó a la mesa una vez que Gabriel hubo terminado. El ruido de tenedores y cucharas dio comienzo de nuevo. La mujer de Gabriel servía cucharadas de budín y pasaba los platos a la mesa, siendo reemplazada a mitad de camino por Mary Jane, que los rellenaba con gelatina de frambuesa o de naranja o con manjar blanco y compota. El budín era obra de la tía Julia, a quien todos felicitaron por ello. En cuanto a ella, se limitó a decir que no lo encontraba suficientemente tostado.
—Bueno, señorita Morkan —dijo el señor Browne— espero que acepte usted la autoridad que mi apellido me confiere al respecto, y en ese sentido creo que me encontrará bastante tostado para su gusto.
Todos los caballeros, excepto Gabriel, probaron el budín en deferencia a la tía Julia. El apio se había preparado para Gabriel, que nunca tomaba postre. Freddy Malins cogió también un tallo de apio y se lo comió junto con su budín. Le habían dicho que el apio era algo capital para la sangre, y él se encontraba bajo tratamiento médico. La señora Malins, callada durante toda la cena, dijo que su hijo iba a pasar alrededor de una semana en Monte Melleray. La mesa se puso a hablar entonces de Monte Melleray, de lo tonificante que resultaba el aire de por allí, de la hospitalidad de los monjes y de que jamás cobraban un penique a sus huéspedes.
—¿Quieren decir ustedes —preguntó el señor Browne, con un tono de incredulidad— que un tipo llega allí y se instala como si estuviera en un hotel y vive del producto de la tierra y después se va sin pagar un céntimo?
—Oh, algunas personas dejan algún donativo para el monasterio cuando se van —dijo Mary Jane.
—Ya me gustaría que nuestra Iglesia tuviera una institución semejante —dijo el señor Browne con un tono sincero.
Y se quedó estupefacto cuando oyó que los monjes no hablaban, se levantaban a las dos de la madrugada y dormían en sus féretros. Preguntó la razón de tal comportamiento.
—Es la regla de la orden —dijo la tía Kate tajantemente.
—Sí, pero ¿por qué? —preguntó el señor Browne.
La tía Kate repitió que tal era la regla, eso era todo. El señor Browne pareció no entenderlo. Freddy Malins le explicó lo mejor que pudo que los monjes trataban de enmendar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior. La explicación no resultó muy clara, pues el señor Browne hizo una mueca y dijo:
—Me gusta mucho esa idea, pero una cama confortable ¿no les vendría tan bien como un féretro?
—El féretro —dijo Mary Jane— es para que recuerden las Postrimerías.
Como el tema se había puesto lúgubre, fue sepultado en un silencio durante el cual se oyó cómo la señora Mallins le decía con tono monocorde a su vecino de mesa.
—Son muy buenas personas los monjes, muy píos.
Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates y los caramelos circularon por la mesa, y la tía Julia invitó a sus invitados a que eligieran oporto o jerez. El señor Bartell D’Arcy rehusó tomar nada en un primer momento, pero uno de sus vecinos le dio un codazo y le susurró algo que le hizo adelantar su vaso para que se lo llenaran. La conversación cesó poco a poco según se llenaban los últimos vasos. Siguió una pausa, rota únicamente por el ruido del vino y el crujir de las sillas. Las señoritas Morkan, las tres, hundieron sus miradas en el mantel de la mesa. Alguien tosió una o dos veces, y a continuación unos pocos caballeros tamborilearon suavemente en la mesa como una señal de atención. La atención se produjo, y Gabriel echó hacia atrás su mesa y se levantó.
El tamborileo se hizo mayor para animarle, y después cesó súbitamente. Gabriel apoyó sus diez temblorosos dedos sobre el mantel, y sonrió nerviosamente a los comensales cuyos rostros se alzaban para mirarle, de modo que levantó la mirada a la araña que colgaba del techo. El piano tocaba un aire de vals, y podía escuchar el roce de las faldas contra la puerta del salón. Quizá había gente fuera, en el muelle, parada en la nieve y mirando a las iluminadas ventanas, oyendo la música del vals. El aire era puro allí. A lo lejos se extendía el parque donde los árboles soportaban el peso de la nieve. La brillante capa de nieve sobre el monumento a Wellington lanzaba sus destellos hacia el oeste sobre el campo blanco de Fifteen Acres.
Comenzó:
—Damas y caballeros:
»Como en años anteriores, me ha caído en suerte una muy agradable tarea, aunque sea una tarea para la que me temo ser muy poco adecuado.
—¡No, no! —dijo el señor Browne.
—Pero, sea como sea, sólo puedo pedirles que tomen el deseo por la realidad, y me presten su atención durante unos escasos momentos durante los que trataré de expresarles en palabras lo que siento en ocasiones como ésta.
»Damas y caballeros: no es esta la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta hospitalaria mesa. No es la primera vez que nos constituimos en recipiendarios —o quizá debería decir mejor, en víctimas— de la hospitalidad de ciertas buenas señoras.
Hizo un círculo en el aire con sus brazos y se quedó en silencio un instante. Todos rieron o sonrieron al ver que la tía Kate y la tía Julia y Mary Jane se ponían coloradas de placer. Gabriel siguió adelante, más animado.
—Cada año que pasa siento de un modo más nítido que nuestro país no tiene tradición a la que deba más honor y con la que se sienta más celosamente comprometido que esa que procede de su hospitalidad. Una tradición que es única entre las naciones modernas, según me dicta mi experiencia (y he visitado no pocos lugares del extranjero). Quizá haya quien diga que se trata de una falta más bien que de algo de lo que debamos enorgullecernos. Pero incluso admitiendo tal cosa, se me ocurre que se trata de una falta principesca, de una falta que confío en que se vea largamente cultivada entre nosotros. De una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este techo dé cobijo a las damas susodichas —y deseo de corazón que así sea por los años venideros—, la tradición de la genuina, calurosa y cortés hospitalidad irlandesa, transmitida por nuestros antepasados a nosotros, quienes de tal modo la transmitiremos a nuestros descendientes, vivirá entre nosotros.
Un cordial murmullo de aquiescencia recorrió la mesa. La ausencia de la señorita Ivors y su extemporánea marcha atravesó como un rayo la mente de Gabriel, que prosiguió con mayor confianza en sí mismo:
—Damas y caballeros:
»Una nueva generación crece entre nosotros, una generación animada por nuevas ideas y nuevos principios, seria y entusiasmada por esas nuevas ideas, con un entusiasmo que, incluso cuando se torna erróneo, es, en mi opinión, plenamente sincero. Pero vivimos en una época escéptica y, si se me permite usar la frase, de mentes atormentadas; a veces temo que esta nueva generación, tan educada o hipereducada, carezca de aquellas cualidades humanitarias, hospitalarias y bondadosas que proceden del ayer. Oyendo esta noche los nombres de aquellos grandes cantantes del pasado, tuve la impresión, he de confesarlo, de que vivimos en una época de menor amplitud. Aquellos tiempos pueden ser calificados, sin exageración, de amplios. Si aquellos días se han ido de un modo irrevocable, esperemos, por lo menos, que en reuniones como ésta hablemos de ellos con orgullo y afecto, abrigando en nuestro corazón la memoria de aquellos grandes que murieron y desaparecieron, cuya fama el mundo no permitirá que se disipe.
—¡Eso es! ¡Eso es! —dijo en voz alta el señor Browne.
—Sin embargo —continuó Gabriel, con una inflexión más delicada—, las reuniones como ésta no pueden evitar el acoso de pensamientos más tristes, rememoraciones del pasado, de la juventud, de cambios, de rostros que esta noche echamos de menos. Nuestro paso por la vida está profusamente sembrado de tan tristes memorias, a las que acudimos con melancolía siempre que nos resulta imposible hallar el modo de afrontar con coraje nuestra labor entre los vivos. Todos tenemos deberes y afectos que reclaman, con razón, nuestro esfuerzo más extremo.
»De modo que no me entretendré en el pasado. No permitiré que ningún tétrico moralismo se introduzca esta noche entre nosotros. Nos hemos reunido aquí por un momento, lejos del ajetreo y el bullicio de nuestras rutinas cotidianas. Nos encontramos aquí como amigos, como compañeros, también, hasta cierto punto, como colegas, en un verdadero espíritu de camaraderie, invitados por las —¿cómo habría de referirme a ellas?— Tres Gracias del mundo musical de Dublín.
La mesa estalló en aplausos y risas ante esa ocurrencia. La tía Julia trató infructuosamente de conseguir que sus vecinos de mesa le contaran lo que Gabriel había dicho.
—Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia —dijo Mary Jane.
Tía Julia no entendió, pero miró sonriendo a Gabriel, que continuó en la misma vena.
—Damas y caballeros:
»No voy a interpretar esta noche el papel desempeñado por Paris en otra ocasión. No voy a intentar escoger entre ellas. Esa labor sería odiosa y estaría fuera del alcance de mis pobres fuerzas. Pues cuando las contemplo, y veo a la decana de nuestras anfitrionas, cuyo buen corazón, cuyo demasiado buen corazón se ha convertido en una perogrullada para todos los que la conocen, o a su hermana, que parece gozar del don de la juventud perenne, y cuyas canciones pueden haber sido una sorpresa y una revelación para quienes la han oído esta noche, o —la última, pero no la menos importante— cuando considero a nuestra anfitriona más joven, hábil, jovial, hacendosa y la mejor de las sobrinas, confieso, damas y caballeros, que no sé a cuál de ellas habría de conceder el premio.
Gabriel miró a sus tías y, viendo la gran sonrisa de la tía Julia y las lágrimas que brotaban de los ojos de la tía Kate, apresuró el final de su discurso.
—Brindemos por todas ellas. Bebamos a su salud, por su riqueza, por su larga vida, por su felicidad, por su prosperidad y por el mantenimiento de la muy digna y bien ganada posición que han sabido labrarse en sus labores, y por la muy honorable y afectuosa que tienen en nuestros corazones.
Todos los invitados se levantaron con el vaso en la mano y, volviéndose hacia las tres damas sentadas, cantaron al unísono, bajo la dirección del señor Browne.
For they are jolly gay fellows,
For they are jolly gay fellows,
For they are jolly gay fellows,
Which nobody can deny.
La tía Kate utilizó sin tapujos su pañuelo, y hasta la tía Julia pareció conmovida. Freddy Malins marcó el ritmo con su tenedor para el budín, y los cantantes giraron los unos hacia los otros, como en una reunión canora, mientras cantaban con acento categórico:
Unless he tells a lie,
Unless he tells a lie.
Después, vueltos una vez más hacia sus anfitrionas, cantaron:
For they are jolly gay fellows,
For they are jolly gay fellows,
For they are jolly gay fellows,
Which nobody can deny.
La aclamación que vino después se engrandeció con la de muchos de los otros invitados más allá de la puerta del comedor, y se repitió una y otra vez, dirigida por Freddy Malins con el tenedor en alto.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El aire penetrante de la mañana irrumpió en el vestíbulo en el que se encontraban, de modo que la tía Kate dijo:
—Que alguien cierre la puerta. La señora Malins se va a morir de frío.
—Browne está ahí fuera, tía Kate —dijo Mary Jane.
—Browne está en todas partes —dijo tía Kate, bajando la voz.
Mary Jane se rió al oírla en ese tono.
—En verdad que es muy solícito —dijo jocosamente.
—Se ha extendido por aquí como si fuera el gas —dijo la tía Kate en el mismo tono— durante todas las Navidades.
Esta vez se rió de buena gana, para añadir rápidamente:
—Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Dios quiera que no me haya oído.
La puerta del vestíbulo se abrió en ese momento, dando paso al señor Browne, que entró desternillándose de risa. Se cubría con un largo abrigo verde con cuello y puños de falso astracán, y llevaba en la cabeza una gorra ovalada de piel. Señaló el muelle cubierto de nieve, del que llegó un estridente y prolongado silbido, y dijo:
—Teddy está dispuesto a reunir ahí fuera a todos los coches de punto de Dublín.
Gabriel salió de la pequeña despensa junto a la cocina, peleándose con su abrigo. Echó un vistazo por el vestíbulo y dijo:
—¿Aún no ha bajado Gretta?
—Está cogiendo sus cosas —dijo la tía Kate.
—¿Quién está cantando allí arriba? —preguntó Gabriel.
—Nadie. Se han ido todos.
—Oh, no, tía Kate —dijo Mary Jane—. Bartell D’Arcy y la señorita O’Callaghan no se han ido todavía.
—En cualquier caso, alguien está aporreando el piano —dijo Gabriel.
Mary Jane miró a Gabriel y el señor Browne, y dijo con un escalofrío:
—Dan ustedes frío solo de verles tan encapotados. No me haría ninguna gracia tener que ir a casa a estas horas.
—Pues a mí —dijo resueltamente el señor Browne— nada me gusta más, precisamente a estas horas, que un hermoso paseo bien ligero por el campo o con un raudo trotón entre las varas.
—En casa teníamos un carruaje y un caballo estupendo —dijo tristemente la tía Julia.
—El nunca olvidado Johnny —dijo Mary Jane, riéndose.
La tía Kate y Gabriel se rieron también.
—¿Cómo es eso? —preguntó el señor Browne—. ¿Qué tenía de maravilloso el tal Johnny?
—El difunto y llorado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo —explicó Gabriel—, comúnmente conocido en sus últimos años como el viejo caballero, era un fabricante de cola.
—Oh, vamos, Gabriel —dijo la tía Kate, riéndose—, tenía un molino para fabricar almidón.
—Bueno, cola o almidón —dijo Gabriel—. El viejo caballero tenía un caballo de nombre Johnny. Y Johnny solía trabajar en el molino del viejo caballero, dando vueltas y vueltas para moverlo. Todo eso iba muy bien, pero ahora viene el lado trágico de Johnny. Un buen día el viejo caballero decidió darse un paseo con la gente de prosapia para ver un desfile militar en el parque.
—El Señor tenga piedad de su alma —dijo la tía Kate, misericordiosamente.
—Amén —dijo Gabriel—. De modo que, tal como digo, le puso el arnés a Johnny y, luciendo su mejor sombrero de copa y su mejor cuello duro, salió con gran prosopopeya de su casa solariega en algún lugar cercano a Back Lane, supongo.
Todos, incluso la señora Malins, se rieron ante el modo en que Gabriel contaba aquello, y la tía Kate dijo:
—Oh no, Gabriel. Él no vivía realmente en Back Lane. Allí sólo estaba el molino.
—Salió de la mansión de sus antepasados a lomos de Johnny —continuó Gabriel—. Y todo fue muy bien hasta que Johnny vio la estatua del rey Billy, y fuera que Johnny se enamorara del caballo del rey Billy o fuera que pensó encontrarse de nuevo en el molino, el caso es que se puso a dar vueltas alrededor de la estatua.
Gabriel dio una vuelta por el vestíbulo con las galochas puestas y entre las risas de los demás.
—Venga a dar vueltas y vueltas —dijo Gabriel—, ante la soberana indignación del viejo caballero, que era un viejo caballero muy pomposo. Pero, señor, ¿esto qué es? ¿Qué significa esto, señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Qué conducta tan extraordinaria! ¡No entiendo a este caballo!
El estruendo de las risas que siguieron a la parodia de Gabriel se interrumpió ante un golpe resonante en la puerta del vestíbulo. Mary Jane corrió a abrirla y dejó pasar a Freddy Malins, quien, con el sombrero sobre la nuca y los hombros encogidos por el frío, resoplaba y echaba vapor a causa de sus esfuerzos.
—Sólo he podido conseguir un coche —dijo.
—Bueno —dijo Gabriel—, encontraremos otro a lo largo del muelle.
—Sí —dijo la tía Kate—. Es mejor que no dejéis a la señora Malins en medio de la corriente.
La señora Malins bajó las escaleras del portal con la ayuda de su hijo y del señor Browne, y, tras muchas maniobras, fue alzada hasta el coche. Freddy Malins se encaramó tras ella, y perdió un largo rato colocándola en su asiento con la ayuda del señor Browne, que acudió en cuanto se requirieron sus servicios. Al fin quedó colocada del modo más confortable, y Freddy Malins invitó al señor Browne a que subiera al coche. Hubo una buena dosis de charloteo confuso y, al cabo, el señor Browne subió al coche. El cochero arregló la manta que llevaba sobre las rodillas y se inclinó para oír adónde tenía que dirigirse. La confusión se hizo mayor. Freddy Malins y el señor Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla correspondiente, dirigieron al cochero a lugares distintos. La dificultad estribaba en el punto donde había que dejar al señor Browne, y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane intentaron resolverla desde el portal mediante direcciones cruzadas, contradicciones y profusión de risas. Freddy Malins no podía hablar por la risa. Sacaba y metía la cabeza por la ventana a cada momento, con gran riesgo para su sombrero, y describía a su madre la marcha de la discusión hasta que, finalmente, el señor Browne se dirigió al aturdido cochero, alzando la voz sobre todo el risueño alboroto.
—¿Sabe usted dónde está Trinity College?
—Sí, señor —dijo el cochero.
—Pues tire usted directamente hasta estamparse en las puertas del Trinity College —dijo el señor Browne—, y entonces le diré adónde debe ir. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor —dijo el cochero.
—Pues raudo como un pájaro.
—A la orden, señor —gritó el cochero.
El caballo recibió un latigazo y el coche echó a rodar por el muelle entre un coro de risas y adioses.
Gabriel no había salido al portal con los demás. Estaba en una zona oscura del vestíbulo, mirando hacia arriba de la escalera. Una mujer se encontraba en lo alto del primer tramo de escalones, también en la oscuridad. No podía ver su cara, pero sí los pliegues color terracota y salmón rosado de su falda que en la penumbra parecía blanca y negra. Era su esposa. Estaba inclinada sobre la barandilla, escuchando algo. Gabriel se sorprendió ante su quietud, y aguzó el oído para escuchar también. Pero sólo oyó las risas y disputas en el portal, unos pocos acordes en el piano y unas cuantas notas de una canción cantada por un hombre.
Permaneció en las tinieblas del vestíbulo, tratando de captar la melodía y mirando a su mujer, cuya actitud llena de gracia y misterio hacía que pareciera el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en la oscuridad de una escalera, oyendo una música distante. Si hubiera sido un pintor le habría gustado pintarla en aquella actitud. El fieltro azul de su sombrero mostraría el contraste del bronce de su pelo contra la oscuridad, y los pliegues oscuros de su falda contrastarían con los iluminados. Si fuera un pintor llamaríaMúsica distante a ese cuadro.
La puerta del vestíbulo se cerró; y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane atravesaron el vestíbulo, todavía entre risas.
—Ese Freddy es tremendo, ¿no es así? —dijo Mary Jane—. Realmente tremendo.
Gabriel permaneció en silencio, señalando hacia lo alto de la escalera, donde se encontraba su mujer. Ahora que la puerta del vestíbulo estaba cerrada, la voz y el piano se oían más claramente. Gabriel levantó una mano para que las mujeres guardaran silencio. La canción parecía plegarse a una antigua tonalidad irlandesa, y el cantante parecía indeciso tanto en la voz como en la dicción. La voz, quejumbrosa por la distancia y por la ronquera del cantante, iluminaba tenuemente la cadencia de la melodía con palabras que expresaban dolor.
La lluvia cae sobre mis pesados rizos.
Y el rocío humedece mi piel.
Mi niño yace aterido…
—Oh —exclamó Mary Jane—. Es Bartell D’Arcy quien canta, sin haber querido hacerlo en toda la noche. Haré que cante una canción antes de irse.
—Oh, hazlo, Mary Jane —dijo la tía Kate.
Mary Jane las dejó atrás y corrió hacia la escalera, pero antes de que la alcanzara cesó el canto y el piano se cerró bruscamente.
—Oh, ¡qué pena! —gritó—. ¿Le ves bajar, Gretta?
Gabriel oyó a su esposa decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pocos escalones detrás aparecieron el señor Bartell D’Arcy y la señorita O’Callaghan.
—Oh, señor D’Arcy —gritó Mary Jane— es muy desconsiderado por su parte dejar de cantar como lo ha hecho, justamente cuando todos lo escuchábamos embelesados.
—Le he insistido durante toda la velada —dijo la señorita O’Callaghan—, y también la señora Conroy, y nos ha dicho que tenía un catarro horrible y no podía cantar.
—Menudo embuste, señor D’Arcy —dijo la tía Kate.
—¿Acaso no ve que estoy ronco como un cuervo? —dijo el señor D’Arcy con aspereza, apresurándose hacia la despensa para ponerse el abrigo.
Los demás, desconcertados por su modo tan rudo de hablar, no encontraron qué decir. La tía Kate frunció las cejas e hizo señas de que lo dejaran estar. El señor D’Arcy se tapó cuidadosamente el cuello con un aire enfurruñado.
—Es el tiempo —dijo la tía Julia, tras un rato de silencio.
—En efecto, todo el mundo está acatarrado —dijo la tía Kate rápidamente—. Todo el mundo.
—Dicen que no habíamos tenido una nevada como esta en treinta años —dijo Mary Jane—. Y he leído esta mañana en los periódicos que la nieve cubre por igual toda Irlanda.
—Me gusta ver la nieve —dijo la tía Julia, tristemente.
—Y a mí —dijo la señorita O’Callaghan—. La Navidad no me parece realmente Navidad a menos que haya una buena nevada.
—Pero al pobre señor D’Arcy no le gusta la nieve —dijo la tía Kate, sonriendo.
El señor D’Arcy volvió de la despensa, todo abrigado y abotonado, y en un tono contrito explicó cómo se había acatarrado. Todos le dieron consejos y le dijeron que era una gran pena y le urgieron a que tuviera mucho cuidado con su garganta en el aire de la noche. Gabriel miró a su mujer, que no intervino en la conversación, de pie bajo la polvorienta bóveda de abanico. La llama del gas iluminaba el hermoso bronce de su cabello que él le había visto secar al fuego unos pocos días antes. Guardaba la misma actitud y parecía no tener nada que ver con la conversación. Al fin se volvió hacia ellos, y Gabriel vio que había color en sus mejillas y que sus ojos brillaban. Una súbita oleada de alegría brotó de su corazón.
—Señor D’Arcy —dijo ella—, ¿cómo se llama esa canción que cantaba usted?
—La doncella de Aughrim —dijo el señor D’Arcy—, pero no la recuerdo bien. ¿Por qué? ¿La conoce?
—La doncella de Aughrim —repitió ella—. No podía dar con el nombre.
—Es una canción muy bella —dijo Mary Jane—. Siento que no esté usted bien de voz esta noche.
—No importunes al señor D’Arcy, Mary Jane —dijo la tía Kate—. No quiero verle embarazado.
Y viendo que estaban todos listos, los pastoreó hasta la puerta, donde se dieron las buenas noches.
—Bien, buenas noches, tía Kate, y gracias por tan agradable velada.
—Buenas noches, Gabriel. Buenas noches, Gretta.
—Buenas noches, tía Kate, y muchísimas gracias. Buenas noches, tía Julia.
—Oh, buenas noches, Gretta, no te veía.
—Buenas noches, señor D’Arcy. Buenas noches, señorita O’Callaghan.
—Buenas noches, señoritas Morkan.
—Buenas noches otra vez.
—Buenas noches. Que lleguéis bien a casa.
—Buenas noches. Buenas noches.
La mañana estaba oscura todavía. Una desvaída luz amarilla rumiaba sobre las casas y el río; y el cielo parecía encorvarse. El suelo estaba embarrado; y tan sólo unas costuras y unos remiendos de nieve se extendían sobre los tejados, sobre los parapetos del muelle y sobre las verjas de los alrededores. Las farolas ardían todavía con una luz rojiza en el lúgubre ambiente y, al otro lado del río, el palacio de Four Courts alzaba su amenazadora silueta contra el opresivo firmamento.
Ella caminaba delante de él, junto al señor Bartell D’Arcy, con sus zapatos en un paquete marrón que apretaba bajo el brazo, recogiéndose la falda para evitar el barro. Ya no había gracia alguna en su actitud, pero los ojos de Gabriel aún brillaban de felicidad. La sangre corría palpitante por sus venas, y los pensamientos se aglomeraban tumultuosos en su cerebro: orgullosos, regocijados, dulces, intrépidos.
Ella caminaba delante de él de un modo tan ligero y airoso que le apeteció correr sin hacer ruido tras ella, cogerla por los hombros y decirle algo loco y afectuoso al oído. Le pareció tan frágil que deseó defenderla contra algo y después quedarse a solas con ella. Momentos de la vida secreta que compartían ardieron como estrellas en su memoria. Un sobre color heliotropo descansaba junto a su taza para el desayuno, y él lo acariciaba con la mano. Los pájaros gorjeaban en la hiedra, y la tela de la cortina brillaba trémula a lo largo del suelo: la felicidad le impedía comer. Se encontraban en el multitudinario andén y él le ponía la entrada en la cálida palma de su guante. Estaba con ella a la intemperie, mirando a través de una ventana enrejada al hombre que fabricaba botellas en un horno rugiente. Hacía mucho frío. El rostro de su mujer, fragante en el frío, estaba muy cerca del suyo. Súbitamente ella se dirigió al hombre del horno.
—¿Está caliente el fuego, señor?
Pero el ruido del horno impidió que el hombre la oyera. Menos mal. Quizá hubiera respondido de mala manera.
Una oleada de alegría aún más dulce brotó de su corazón y recorrió sus arterias en cálido torrente. Momentos de su vida juntos, de los que nadie sabía ni sabría nunca, surgieron como el dulce fuego de las estrellas e iluminaron su memoria. Le apeteció rememorarlos con ella, hacerle olvidar los años de su insípida existencia juntos y recordar sólo aquellos momentos de éxtasis. Pues sentía que los años no habían colmado su alma ni la de ella. Los hijos de ambos, los escritos de él, las labores domésticas de ella, no habían asfixiado el dulce fuego de sus almas. En una carta que él le había escrito, decía:¿Por qué palabras como estas me parecen tan desvaídas y frías? ¿Es porque no hay palabra suficientemente dulce como para llamarte con ella?
Aquellas palabras escritas años antes brotaron del pasado hacia él como música distante. Deseaba estar solo con ella. Cuando los otros se hubieran ido, cuando él y ella estuvieran en su habitación del hotel, entonces estarían a solas. La llamaría suavemente:
—¡Gretta!
Quizás ella no le oyera la primera vez. Se estaría desnudando. Luego, algo en su voz llamaría su atención. Se volvería y le miraría…
Encontraron un coche de punto en la esquina de Winetavern Street. Agradeció su ruido traqueteando, pues le evitó añadirse a la conversación. Ella se puso a mirar por la ventanilla con un aire cansado. Los demás cambiaron sólo unas pocas palabras, señalando alguna calle o algún edificio. El caballo galopó pesadamente bajo el sombrío cielo matinal, arrastrando su viejo furgón traqueteando, y Gabriel se encontró de nuevo en un coche de punto con ella, galopando hacia el barco, galopando hacia su luna de miel.
Cuando el coche cruzó el puente O’Connell, la señorita O’Callaghan dijo:
—Dicen que nunca cruzas el puente O’Connell sin ver un caballo blanco.
—Esta vez he visto un hombre blanco —dijo Gabriel.
—¿Dónde? —preguntó el señor Bartell D’Arcy.
Gabriel señaló a la estatua, cubierta de parches de nieve. Después la saludó con un movimiento de cabeza y agitó la mano hacia ella.
—Buenas noches, Dan —dijo alegremente.
Cuando el coche se detuvo ante el hotel, Gabriel se bajó de un salto y, a pesar de las protestas del señor Bartell D’Arcy, pagó al cochero, dándole un chelín de propina. El hombre le saludó y dijo:
—Que tenga un próspero Año Nuevo, señor.
—Lo mismo le deseo —dijo Gabriel cordialmente.
Ella se apoyó un momento en su brazo para salir del coche y, de pie en la acera, se despidió de los demás. Se apoyó ligeramente en su brazo, tan ligeramente como cuando habían bailado juntos unas pocas horas antes. Él se había sentido orgulloso y feliz; feliz porque era suya, orgulloso de su gracia y de su porte de mujer casada. Pero ahora, tras el repetido ardor de tantos recuerdos, el primer roce de su cuerpo, musical, ajeno y perfumado, le atravesó con una aguda punzada de lujuria. Amparado en su silencio, presionó el brazo contra su costado; y, frente a la puerta del hotel, sintió que ambos escapaban de sus vidas y deberes, escapaban del hogar y de los amigos y corrían juntos, corazones radiantes y salvajes, hacia una nueva aventura.
En el vestíbulo del hotel un viejo dormitaba en un enorme sillón con capirote. Encendió una vela en el despacho y marchó delante de ellos hacia la escalera. Le siguieron en silencio, hundiendo con un ruido suave los pies en la espesa alfombra de la escalera. Ella subió las escaleras tras el portero, con la cabeza inclinada en la ascensión, sus frágiles hombros curvados como bajo un peso, y la falda ciñéndola apretadamente. Él hubiera extendido los brazos para atrapar sus caderas y detenerla, pues su brazos temblaban bajo el deseo de poseerla, y sólo la violencia de sus uñas contra la palma de sus manos mantuvo el control de su cuerpo bajo aquel salvaje impulso. El portero se detuvo en medio de la escalera para poner bien la vela goteante. Ellos se detuvieron también, unos cuantos escalones detrás. En aquel silencio, Gabriel oyó caer la cera derretida en el platillo de la palmatoria, y el retumbar de su propio corazón contra sus costillas.
El portero les condujo a lo largo de un corredor y abrió una puerta. Dejó su inestable vela en una mesa de tocador, y les preguntó a qué hora querían que les llamasen.
—A las ocho —dijo Gabriel.
El portero señaló la conexión de la luz eléctrica y comenzó a rezongar una excusa que Gabriel interrumpió.
—No queremos luz alguna. Tenemos luz suficiente con la de la calle. Y le diré —añadió, señalando la vela— que puede llevarse ese agradable aparato, sea buen chico.
El portero cogió la vela de nuevo, aunque con la lentitud de la sorpresa que le producía una idea tan novedosa. Masculló las buenas noches y se fue. Gabriel echó el cerrojo.
La luz espectral de la calle atravesaba la habitación como una larga saeta entre una de las ventanas y la puerta. Gabriel tiró su abrigo y su sombrero sobre un sofá y cruzó la habitación hacia la ventana. Miró abajo, hacia la calle, para que su emoción se sosegara un poco. Después se volvió y se recostó contra una cómoda con la espalda hacia la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y estaba frente a un gran espejo giratorio, desabrochándose la blusa. Gabriel dejó pasar unos momentos, mirándola, y luego dijo:
—¡Gretta!
Ella se volvió desde el espejo, y caminó lentamente hacia él, a lo largo de la saeta de luz. Su rostro estaba tan serio y fatigado que los labios de Gabriel no fueron capaces de pronunciar una palabra. No, aún no era el momento.
—Pareces cansada —dijo.
—Un poco —respondió ella.
—¿Te encuentras mal o débil?
—No. Cansada. Eso es todo.
Ella caminó hasta la ventana y se quedó allí, mirando afuera. Gabriel aguardó de nuevo y, temiendo verse superado por la falta de confianza en sí mismo, dijo súbitamente:
—Por cierto, Gretta…
—Dime.
—¿Viste a ese pobre diablo de Malins? —dijo él rápidamente.
—Sí. ¿Qué le ocurre?
—Bueno, pobre diablo, es un buen tipo después de todo —continuó Gabriel con voz incierta—. Me ha devuelto aquel soberano que le presté y que ya no esperaba recuperar. Es una pena que no sepa mantenerse alejado de ese tal Browne, porque no es en verdad un mal chico.
Ahora temblaba de disgusto. ¿Por qué su mujer parecía tan abstraída? No sabía siquiera cómo empezar. ¿Quizá estaba disgustada, además, por algo? ¡Si tan sólo se volviera hacia él o avanzara espontáneamente hacia él! Tomarla en aquella situación hubiera sido brutal. No, primero debía haber algún ardor en sus ojos. Le hubiera gustado ser el dueño y señor de su extraño estado de ánimo.
—¿Cuándo le hiciste ese préstamo? —preguntó ella, después de una pausa.
Gabriel se esforzó por contenerse y no decir una barbaridad sobre el borracho de Malins y su dinero. Hubiera querido mostrarle el llanto de su alma, hubiera querido estrechar su cuerpo contra el suyo, dominarla. Pero dijo:
—Oh, en Navidad, cuando abrió esa pequeña tienda de tarjetas de Navidad en Henry Street.
Estaba tan arrebatado por la rabia y el deseo que no la oyó avanzar desde la ventana. Ella se detuvo ante él un instante, mirándole de un modo extraño. Después se alzó súbitamente de puntillas y, descansando ligeramente las manos en sus hombros, le besó.
—Eres una persona muy generosa, Gabriel —dijo.
Temblando de deleite ante aquel súbito beso junto a una frase tan exquisita, Gabriel levantó las manos hasta acariciar su cabello, fino y brillante, echándoselo hacia atrás casi sin tocarlo. Su corazón rebosaba de felicidad. Ella se había movido hacia él por su propia voluntad precisamente cuando él así lo deseaba. Quizá los pensamientos de su mujer corrían parejos con los suyos. Quizá su mujer había sucumbido al impetuoso deseo que le poseía. Ahora que se le mostraba rendida, se preguntaba el porqué de su falta de confianza en sí mismo. Tomó su cabeza entre las manos y deslizó un brazo suavemente alrededor de su cuerpo, estrechándola.
—¿En qué piensas, querida Gretta?
Ella no respondió ni se dejó llevar por la presión de su brazo.
—Dime de qué se trata —dijo él, suavemente—. Quiero saber lo que ocurre.
Ella tardó en contestar y, de repente, se vio envuelta en llanto.
—Me acuerdo de esa canción, La doncella de Aughrim.
Se separó de él para dejarse caer en la cama, cruzando los brazos sobre la almohada y ocultando su rostro. Gabriel se quedó inmóvil durante un instante, estupefacto, y después la siguió. Al pasar ante el espejo se vio de cuerpo entero, la ajustada pechera de la camisa, el rostro cuya expresión siempre le sorprendía cuando lo veía en un espejo, el brillo dorado de sus gafas. Se detuvo a unos pasos de ella y preguntó:
—¿Qué tiene esa canción? ¿Por qué te hace llorar?
Ella levantó la cabeza de entre sus brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como si fuera una chiquilla.
—¿Por qué, Gretta? —preguntó él con un tono más amable de lo que pretendía.
—Me acuerdo de una persona que solía cantar esa canción, hace tiempo.
—¿Y quién era esa persona de hace tiempo? —preguntó Gabriel sonriendo.
—Una persona que yo solía ver en Galway cuando vivía allí con mi abuela —dijo ella.
La sonrisa desapareció del rostro de Gabriel. Una ira sorda comenzó a acumularse en el fondo de su mente, y el fuego empañado de su deseo comenzó a fosforescer agriamente en sus venas.
—¿Alguien de quien estabas enamorada? —preguntó con ironía.
—Un muchacho llamado Michael Furey. Él solía cantar esa canción, La doncella de Aughrim. Era muy tierno.
Gabriel permaneció en silencio. No quería sugerir interés alguno en aquel tierno muchacho.
—Le puedo ver tan claramente —dijo ella, al cabo de un momento—. Con aquellos ojos que tenía. ¡Unos grandes ojos oscuros! Y aquella expresión… ¡Aquella expresión!
—Oh, entonces ¿estabas enamorada de él? —dijo Gabriel.
—Salía a pasear con él —dijo ella—, cuando estaba en Galway.
Una idea atravesó la mente de Gabriel.
—Quizá por eso querías ir a Galway con la Ivors esa —dijo fríamente.
Ella le miró y preguntó sorprendida:
—¿Para qué?
Sus ojos hicieron que Gabriel se sintiera embarazado. Encogió los hombros y dijo:
—¿Cómo lo voy a saber? Para verle, quizá.
Ella retiró los ojos de él y siguió con la mirada en silencio la flecha de luz hacia la ventana.
—Está muerto —dijo al cabo—. Murió con tan sólo diecisiete años. ¿No es terrible morir tan joven?
—¿A qué se dedicaba? —preguntó Gabriel sin cejar en su ironía.
—Trabajaba en la fábrica de gas —dijo ella.
Gabriel se sintió humillado por el fiasco de su ironía y por la evocación de aquella imagen de entre los muertos, un muchacho de la fábrica de gas. Mientras él rebosaba de recuerdos de su vida secreta juntos, lleno de ternura, alegría y deseo, ella le había estado comparando mentalmente con otro. Una vergonzosa conciencia de su propia persona se apoderó de él. Se vio a sí mismo como una imagen ridícula, como el correveidile de sus tías, un sentimental nervioso y biempensante, un charlista adocenado y un idealista de sus propios anhelos de payaso, el fatuo sujeto muy digno de piedad que había visto reflejado en el espejo. Instintivamente volvió la espalda a la luz, por miedo a que ella pudiera ver la vergüenza que ardía en su frente.
Trató de mantener el tono de fría interrogación, pero su voz sonó sumisa y apática.
—Supongo, Gretta, que estabas enamorada de ese Michael Furey —dijo.
—Me lo pasaba muy bien con él entonces —dijo ella.
Su voz sonó velada y triste. Consciente de cuán en vano había estado tratando de conducirla por donde se proponía, Gabriel le acarició la mano y dijo, también tristemente:
—¿Y por qué murió tan joven, Gretta? ¿De agotamiento?
—Creo que murió por mí —respondió ella.
Un terror indefinido se apoderó de Gabriel al oír semejante respuesta, como si en la hora en que hubiera esperado triunfar, algún ser intangible y vengador se le echara encima con las fuerzas que en su contra hubiera podido sacar de su mundo indefinido. Pero se sobrepuso con un esfuerzo de la razón y siguió acariciando su mano. No le preguntó de nuevo porque se dio cuenta de que ella se lo contaría todo. Su mano estaba caliente y húmeda; no hubo respuesta a su roce, pero él la siguió acariciando como había acariciado aquella mañana de primavera la primera carta que ella le enviara.
—Fue en el invierno —dijo ella—, al principio del invierno, cuando yo estaba a punto de irme de la casa de mi abuela para venir al convento de aquí. Él estaba todo el rato enfermo en su pensión de Galway y no le dejaban salir y ya habían avisado a sus parientes en Oughterard. Decían que estaba consumido o algo así. Nunca lo supe a ciencia cierta.
Guardó silencio un momento y suspiró.
—Pobre muchacho —dijo—. Era tan buen chico y me apreciaba tanto. Solíamos salir juntos, a pasear, ya sabes, Gabriel, las costumbres del campo. Él quería estudiar canto, pero su salud no se lo permitía. Tenía una voz muy hermosa, el pobre Michael Furey.
—Bien, y ¿entonces?
—Y entonces, cuando llegó el día de abandonar Galway para venirme al convento, él se encontraba mucho peor y no me dejaron verle, así que le escribí una carta diciéndole que me iba a Dublín y que regresaría en verano y que esperaba que estuviera mejor para entonces.
Se detuvo un momento para hacerse con el dominio de su voz, después prosiguió:
—La noche de la víspera de mi partida yo estaba en la casa de mi abuela en Nuns’ Island, preparando mi equipaje, cuando oí que echaban unas chinitas contra la ventana. La ventana estaba tan húmeda que no pude ver, así que bajé las escaleras y, sin hacer ruido, abrí la puerta del jardín, y allí estaba el pobre muchacho, al final del jardín, tiritando de frío.
—¿Y no le dijiste que regresara? —preguntó Gabriel.
—Le imploré que regresara a su casa y le dije que aquella lluvia le iba a matar. Pero él me dijo que no quería vivir. Puedo ver sus ojos tan bien, ¡tan bien! Estaba de pie al final de la valla, donde había un árbol.
—¿Y él se fue a casa? —preguntó Gabriel.
—Sí, se fue a casa. Y cuando yo llevaba una semana tan sólo en el convento, murió y fue enterrado en Oughterard, de donde era su familia. ¡Oh, el día en que lo supe, el día en que supe que había muerto!
Dejó de hablar, sacudida por los sollozos, y, dominada por la emoción, se echó de bruces sobre la cama, sollozando en el edredón. Gabriel sostuvo su mano un momento más, sin saber qué hacer, y después la dejó caer, temeroso de inmiscuirse en su pena, y se alejó lentamente hacia la ventana.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ella estaba profundamente dormida.
Gabriel, apoyado en el codo, vacío de resentimiento, miró unos instantes su enmarañado cabello y su boca entreabierta, escuchando su profunda respiración. De modo que había habido aquel romance en su vida: un hombre había muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el escaso papel que le había tocado desempeñar, como marido, en su vida. La contempló mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus ávidos ojos descansaron en su rostro y en su cabello; y, entonces, pensando en lo que debía de haber sido aquella su primera belleza juvenil, su alma se sintió invadida por una extraña piedad amistosa. No se hubiera dicho ni siquiera a sí mismo que su rostro ya no era hermoso, pero sabía que ya no era el rostro por el que Michael Furey desafió a la muerte.
Quizá no le había contado toda la historia. Sus ojos se movieron hasta la silla en la que ella había tirado algo de ropa. Una cinta de la enagua colgaba del asiento. Una bota se mantenía en pie, con la caña mustia; su pareja yacía a su lado. Se preguntó por sus tumultuosas emociones de una hora antes. ¿De dónde habían salido? De la cena de sus tías, de su propio y estúpido discurso, del vino y del baile, de las bromas al despedirse en el vestíbulo, del agradable paseo por la nieve a lo largo del río. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería pronto una sombra con la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Él había percibido durante un instante ese aspecto macilento en su rostro cuando cantaba Ataviada para la boda. Pronto, quizá, se vería él sentado en el mismo salón, vestido de negro, con su sombrero de seda sobre las rodillas. Se habrían echado las persianas y la tía Kate se sentaría junto a él, llorando y sonándose la nariz y contándole cómo había muerto Julia. Él buscaría en su mente palabras que le sirvieran de consuelo, y las que encontrase resultarían inútiles y romas. Sí, sí: eso ocurriría muy pronto.
El aire de la habitación le heló los hombros. Se estiró cuidadosamente bajo las sábanas y descansó junto a su mujer. Uno por uno convertidos en sombras. Mejor pasar temerariamente a ese otro mundo, en plena gloria de alguna pasión, que decaer y ajarse funestamente con la edad. Pensó en cómo la que yacía junto a él había guardado en el corazón aquella imagen de los ojos de su amante al decirle que no deseaba vivir.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Jamás había sentido algo parecido hacia mujer alguna, pero sabía que tal sentimiento había de ser amor. Las lágrimas se hicieron más espesas en sus ojos, y en la penumbra imaginó que veía la imagen de un joven bajo un árbol goteante. Había otras formas cercanas. Su alma había alcanzado esa región en la que moran las vastas huestes de los muertos. Era consciente de ello pero incapaz de aprehender sus aviesas y vacilantes existencias. Su propia identidad se disolvía en un mundo gris intangible: el mismísimo sólido mundo en el que esos muertos se habían erguido y donde habían vivido, se borraba y consumía.
Unos roces en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana. Había comenzado de nuevo a nevar. Contempló somnoliento los copos, plateados y oscuros, cayendo oblicuamente contra la luz de la farola. Había llegado el momento de que emprendiera el viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenían razón: nevaba de igual modo sobre toda Irlanda. La nieve caía sobre todos los lugares de la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía dulcemente sobre el Pantano de Allen y, más hacia el oeste, caía suavemente en las oscuras olas amotinadas del Shannon. Caía también sobre todos los lugares del solitario cementerio en la colina donde Michael Furey yacía enterrado. Yacía apelmazada en las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los abrojos estériles. Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos.