La vida secreta de Walter Mitty
James Thurber
—¡Pasaremos!
La voz del comandante era como el punto de ruptura de una delgada capa de hielo. Llevaba su uniforme de gala, con la blanca gorra llena de galones dorados e inclinada gallardamente sobre un ojo gris de fría mirada.
—No lo conseguiremos, señor. Es demasiado huracán, si me lo pregunta.
—No se lo pregunto, teniente Berg —replicó el comandante—. ¡Enciendan los reflectores! ¡Aceleración a ocho mil quinientas revoluciones! ¡Vamos a pasar!
El martilleo de los motores fue en aumento: ta-poqueta-poqueta-poqueta-poqueta-poqueta. El comandante contempló el hielo que se formaba en la ventana del piloto. Se acercó a ella y manipuló una hilera de mandos complicados.
—¡Conectar el motor auxiliar número ocho! —gritó.
—Conectado el motor auxiliar número ocho —repitió el teniente Berg.
—¡A toda máquina en la torreta número tres! —bramó el comandante.
—¡A toda máquina en la torreta número tres!
Los tripulantes, entregados a diversas tareas en el enorme y estruendoso hidroavión de la Navy, con sus ocho motores, se miraron unos a otros y sonrieron.
—El viejo nos hará pasar —se dijeron—. Al viejo no le asusta ni el infierno.
—¡No tan deprisa! ¡Conduces demasiado deprisa! —exclamó la señora Mitty—. ¿Por qué tantas prisas?
—¿Hmmm? —Hizo Walter Mitty, mirando con sobresaltado asombro a su esposa, instalada en el asiento contiguo al suyo.
Le parecía grotescamente extraña, como una mujer desconocida que le hubiera gritado entre una multitud.
—Ibas a noventa —dijo ella—, y ya sabes que no me gusta pasar de los setenta. Ibas a noventa.
Walter Mitty siguió conduciendo hacia Waterbury en silencio, mientras el rugido del SN202, a través de la peor tormenta en veinte años de vuelos de la Navy, se extinguía en las remotas e íntimas rutas aéreas de su mente.
—Vuelves a estar muy nervioso —dijo la señora Mitty—. Tienes otra vez uno de aquellos días. Me gustaría que te visitara el doctor Renshaw.
Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio donde tenían que arreglarle el pelo a su esposa.
—Recuerda comprar aquellos chanclos mientras me arreglan el pelo —dijo ésta.
—No necesito chanclos —repuso Mitty.
Ella guardó de nuevo el espejo en su bolso.
—Ya lo hemos discutido mil veces —dijo, apeándose del coche—. Ya no eres ningún jovencito. —Mitty aceleró un poco el motor—. ¿Por qué no te has puesto los guantes? ¿Acaso los has perdido?
Walter Mitty rebuscó en un bolsillo y extrajo de él los guantes. Se los puso, pero después de dar ella media vuelta y entrar en el edificio y de parar él ante un semáforo en rojo, se los volvió a quitar.
—¡En marcha, hombre! —ordenó un guardia al cambiar de nuevo el semáforo, y Mitty se puso apresuradamente los guantes y reanudó su camino.
Durante un buen rato, recorrió sin rumbo las calles, y después pasó ante el hospital, camino de la zona de aparcamiento.
—… Es Wellington McMillan, el banquero millonario —dijo la atractiva enfermera.
—¿Sí? —respondió Walter Mitty, quitándose lentamente los guantes—. ¿Quién lleva el caso?
—El doctor Renshaw y el doctor Benbow, pero hay aquí dos especialistas, el doctor Remington, de Nueva York, y el profesor Pritchard-Mitford, de Londres, que ha llegado en avión.
Abrióse una puerta que daba a un largo y frío pasillo, y apareció el doctor Renshaw. Estaba ojeroso y parecía aturdido.
—Hola, Mitty —dijo—. Estamos pasando un mal rato con McMillan, el banquero millonario e íntimo amigo personal de Roosevelt. Obstreosis del tracto ductal. ¡Y terciaria! Me gustaría que le echaras un vistazo.
—Con mucho gusto —repuso Mitty.
En el quirófano se susurraron presentaciones.
—El doctor Remington, el doctor Mitty. El profesor Pritchard-Mitford, el doctor Mitty.
—He leído su libro sobre la estreptotricosis —dijo Pritchard-Mitford, estrechándole la mano—. Un trabajo brillante, caballero.
—Gracias —dijo Walter Mitty.
—No sabía que estuviera usted en Estados Unidos, Mitty —rezongó Remington—. Traernos a Mitford y a mí aquí para una terciaria ha sido como llevar leña al bosque.
—Es usted muy amable —dijo Mitty.
Una máquina enorme y complicada, conectada a la mesa de operaciones por numerosos tubos y cables, empezó a emitir en aquel momento un poqueta-poqueta-poqueta.
—¡El nuevo anestesiador está fallando! —gritó un interno— ¡Y en todo el Este no hay nadie que sepa repararlo!
—¡Tranquilo, joven! —dijo Mitty con una voz baja y fría.
Se acercó a la máquina, que ahora funcionaba con un poqueta-poqueta-quip-poqueta-quip, y empezó a manipular con delicadeza una hilera de mandos centelleantes.
—¡Denme una pluma estilográfica! —ordenó secamente.
Alguien le entregó una estilográfica y Mitty extrajo un pistón defectuoso de la máquina e insertó la pluma en su lugar.
—Esto resistirá diez minutos —dijo—. Continúen la operación.
Una enfermera murmuró apresuradamente unas palabras ante Renshaw y Mitty vio que éste palidecía.
—Se ha declarado la coreopsis —explicó Renshaw, nerviosamente—. ¿Quieres hacerte cargo, Mitty?
Mitty le miró a él y a la amedrentada figura de Benbow, que era aficionado a la bebida, y miró también los rostros serios e inquietos de los dos grandes especialistas.
—Si ustedes así lo desean… —dijo.
Le pusieron una bata blanca, se ajustó una mascarilla y unos finos guantes de goma, las enfermeras le tendieron unos resplandecientes…
—¡Frene, hombre de Dios! ¡Cuidado con ese Buick! —Walter Mitty accionó los frenos—. Se ha equivocado de camino, buen hombre —dijo el encargado del aparcamiento, mirando atentamente a Mitty.
—Sí, ya lo veo —murmuró Mitty, empezando a retirarse cautelosamente de la pista marcada con un «Sólo salida».
—Déjelo aquí —dijo el encargado—. Yo se lo aparcaré. —Mitty se apeó del coche—. ¡Oiga, mejor si deja la llave!
—Perdone —murmuró Mitty, entregando las llaves al encargado.
Éste entró de un salto en el coche, maniobró con insolente pericia y lo aparcó allí donde le correspondía.
«Son tan fanfarrones —pensó Walter Mitty mientras caminaba a lo largo de Main Street— que creen saberlo todo». Una vez intentó sacar las cadenas, en las afueras de New Miltford, y sólo consiguió enrollarlas alrededor de los ejes. Tuvo que venir un hombre con una camioneta de auxilio para extraerlas, un joven y sonriente mecánico. Desde entonces, la señora Mitty siempre le obligaba a entrar en un garaje para que le quitaran las cadenas. La próxima vez, pensó, llevaré el brazo derecho en cabestrillo, y de este modo no se reirán de mí. Llevaré el brazo derecho en cabestrillo y verán que no me es posible quitar las cadenas sin ayuda. Asestó una patada al aguanieve del borde de la acera.
—Chanclos —se dijo a sí mismo, y empezó a buscar una zapatería.
Cuando salió de nuevo a la calle, con los chanclos en una caja debajo del brazo, Walter Mitty empezó a preguntarse qué otra cosa le había dicho que comprara su mujer. Se lo había dicho un par de veces, antes de que salieran de casa para dirigirse a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas excursiones semanales a la ciudad, ya que siempre había algo que salía mal. ¿Kleenex —pensó—, jabón, hojas de afeitar? No. ¿Pasta dentrífica, cepillo dental, bicarbonato, carborundum, iniciativa y referéndum? Diose por vencido. Pero ella lo recordaría. «¿Dónde está el cómo se llame? —Pediría—. No me digas que te has olvidado del cómo se llame». Un vendedor de periódicos pasó voceando algo acerca del proceso de Waterbury.
—… Tal vez esto refresque su memoria. —El fiscal de distrito presentó súbitamente una pesada pistola automática a la tranquila figura que ocupaba la tarima de los testigos—. ¿Ha visto esto antes?
Walter Mitty cogió el arma y la examinó con ojo de experto.
—Es mi Webley-Vickers 50.80 —contestó apaciblemente.
Circuló un murmullo de excitación alrededor de la sala y el juez reclamó orden en ella.
—Tengo entendido que es usted un tirador de primera con toda clase de armas de fuego —dijo con tono insinuante el fiscal de distrito.
—¡Protesto! —gritó el abogado de Mitty—. Hemos demostrado que el acusado no pudo haber disparado la bala. Hemos demostrado que la noche del catorce de julio, él llevaba el brazo derecho en cabestrillo.
Walter Mitty alzó un momento la mano y los locuaces abogados guardaron silencio.
—Con cualquier tipo conocido de pistola —dijo sin inmutarse—, hubiera podido matar a Gregory Fitzhurst a cien metros de distancia, con mi mano izquierda.
Se desencadenó un pandemónium en la sala del juicio. Un grito de mujer se impuso a la algarabía y, de pronto, Walter Mitty se encontró con una preciosa joven morena entre los brazos. El fiscal de distrito la golpeó brutalmente y, sin abandonar su silla, Mitty le soltó un puñetazo en la barbilla.
—Perro miserable…
—Galletas para el perrito —dijo Walter Mitty.
Dejó de caminar y las casas de Waterbury se alzaron en la brumosa sala del juzgado y volvieron a rodearle. Una mujer que pasaba por allí se rio.
—Ha dicho «galletas para el perrito» —explicó a su acompañante—. Ese hombre hablaba sólo de galletas para el perrito.
Walter Mitty se apresuró a seguir su camino y entró en una tienda A. & P., pero no la primera que encontró, sino otra más pequeña, calle arriba.
—Quiero galletas para un perrito joven —dijo al dependiente.
—¿Alguna marca en especial, caballero?
El mejor tirador de pistola del mundo reflexionó unos momentos.
—En la caja pone: «Los cachorros las piden a ladridos» —explicó Walter Mitty.
Su esposa saldría de la peluquería dentro de quince minutos, dedujo Mitty al consultar su reloj, a no ser que hubiera problemas en el secado, cosa que a veces sucedía. A ella no le gustaba llegar al hotel la primera; quería que él estuviera esperándola allí como de costumbre. Encontró una gran butaca de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y depositó los chanclos y las galletas de perro en el suelo, a su lado. Después cogió un ejemplar ya viejo de Liberty y se sentó en la butaca. «¿Puede Alemania conquistar el mundo desde el aire?»
Walter Mitty examinó las fotos de bombarderos y de calles convertidas en ruinas.
—… El fuego de la artillería ha destrozado los nervios del joven Raleigh, señor —dijo el sargento.
El capitán Mitty le miró a través de la maraña de sus cabellos.
—Llévelo a la cama —dijo con aire de aburrimiento—. Con los demás. Volaré solo.
—Pero no puede hacerlo, señor —protestó el sargento, angustiado—. Se necesitan dos hombres para manejar aquel bombardero y los antiaéreos hacen del aire un infierno. El circo de Von Richtman se encuentra entre nosotros y Saulier.
—Alguien tiene que cargarse aquel depósito de municiones —dijo Mitty—. Voy a sobrevolarlo. ¿Un poco de brandy?
Sirvió una copa para el sargento y otra para sí. La guerra tronaba y silbaba alrededor del refugio subterráneo e incluso llamó a la puerta. Se abrió una hendidura en la madera y varias astillas volaron a través de la habitación.
—Ha faltado muy poco —observó el capitán Mitty con indiferencia.
—La barrera de artillería se nos está acercando —dijo el sargento.
—Sólo se vive una vez, sargento —replicó Mitty, con su leve y fugaz sonrisa—, ¿no cree?
Se sirvió otro brandy y se lo echó al coleto.
—Nunca he visto un hombre capaz de darle al brandy como usted, señor —dijo el sargento—. Le ruego que me perdone, señor.
El capitán Mitty se levantó y se ciñó su enorme automática Webley-Vickers.
—Son cuarenta kilómetros a través del infierno, señor —comentó el sargento.
Mitty terminó un último brandy.
—Después de todo —dijo suavemente—, ¿qué hay que no sea un infierno?
El martilleo de los cañones iba en aumento; se oía el tableteo de las ametralladoras y desde algún lugar llegaba el amenazador poqueta-poqueta-poqueta de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty se encaminó hacia la puerta del refugio tarareando «Auprés de ma blonde». Después se volvió y saludó con la mano al sargento.
—¡Hasta la vista! —dijo…
Algo golpeó su hombro.
—Te he estado buscando en todo el hotel —dijo la señora Mitty—. ¿Cómo se te ha ocurrido esconderte en esta butaca vieja? ¿Cómo esperabas que te encontrase?
—Cosas que se acercan —contestó vagamente Walter Mitty.
—¿Qué? —exclamó la señora Mitty—. ¿Has comprado las… cómo se llaman? ¿Las galletas para el perrito? ¿Qué hay en esta caja?
—Chanclos —respondió Mitty.
—¿No pudiste ponértelos en la tienda?
—Estaba pensando —dijo Walter Mitty—. ¿No se te ha ocurrido alguna vez que a veces yo pienso?
Ella le miró fijamente.
—Cuando lleguemos a casa te tomaré la temperatura —aseveró.
Atravesaron las puertas giratorias, que emitían un silbido débilmente burlón al empujarlas. El aparcamiento distaba un par de manzanas, y ante la farmacia de la esquina ella dijo:
—Espérame aquí. Había olvidado algo. No tardaré ni un minuto.
Tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Empezó a llover, lluvia con cellisca en ella. Permaneció de pie junto a la pared de la farmacia fumando… Echó los hombros atrás y juntó los tacones.
—Al diablo con el pañuelo —dijo Walter Mitty desdeñosamente.
Tras una última chupada a su cigarrillo, lo lanzó a lo lejos con un rápido movimiento. Y a continuación, con aquella leve y fugaz sonrisa jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento, erguido e inmóvil, orgulloso y despreciativo, Walter Mitty el Invencible, inescrutable hasta el último momento.