En un espejo
Agatha Christie
No puedo explicar esta historia. No tengo ninguna teoría respecto al cómo y al porqué de ella. Sencillamente… sucedió.
De todos modos, me pregunto algunas veces cómo se hubieran desarrollado las cosas si hubiera notado entonces aquel detalle esencial que no observé hasta muchos años más tarde. Si lo hubiera notado… bueno, creo que el rumbo de tres vidas hubiera cambiado por completo. En cierto sentido, es ésta una idea sobrecogedora.
Para relatar el principio de la historia tengo que retroceder al verano de 1914, inmediatamente antes de la guerra, cuando fui con Neil Carslake a Badgeworthy. Creo que Neil era mi mejor amigo. Conocía también a su hermano Alan, pero no tanto. A Sylvia, su hermana, no la conocía. Era dos años más joven que Alan y tres más que Neil. En dos ocasiones, cuando estábamos juntos en el colegio, debía haber ido a pasar parte de las vacaciones a Badgeworthy con Neil; pero en las dos ocasiones algo lo había impedido. Y así se dio el caso de que hasta los veintitrés años no llegué a ver la casa de Neil y de Alan.
Íbamos a reunirnos muchos. Sylvia, la hermana de Neil, acababa de formalizar su compromiso con un individuo llamado Charles Crawley. Crawley era, según me había dicho Neil, mucho mayor que ella, pero un hombre honrado a carta cabal y bastante adinerado.
Recuerdo que llegamos a eso de las siete de la tarde. Todos estaban en sus habitaciones, vistiéndose para la cena. Neil me llevó a mi cuarto. Badgeworthy era una casa antigua, atractiva y de construcción irregular. Durante los últimos tres siglos la habían ido ampliando y estaba llena de peldaños que subían o bajaban y de escaleras inesperadas. Era una de esas casas en las que no es muy fácil orientarse. Recuerdo que Neil me prometió pasar a recogerme al bajar al comedor. Me sentía un poco tímido ante la idea de conocer a su familia. Recuerdo que dije, riendo, que aquélla era una casa donde uno esperaba encontrarse con fantasmas en los pasillos, y él contestó, sin darle importancia, que se decía que los había, pero que ninguno de ellos los había visto y que ni siquiera sabía qué forma se le atribuía a los fantasmas de Badgeworthy.
Luego salió y yo me puse a revolver en las maletas en busca de mi ropa de etiqueta. Los Carslake no eran ricos; se aferraban a su vieja casa, pero no había criados que sirvieran a los invitados y deshicieran sus equipajes.
Pues bien: había llegado a la fase de hacerme la corbata. De pie, frente al espejo, podía verme la cara y los hombros, y detrás de ellos la pared de la habitación (un trozo liso de pared, interrumpido en el centro por una puerta), y en el momento en que había logrado hacer el nudo observé que la puerta estaba abriéndose.
No sé por qué no giré en redondo; creo que eso hubiera sido lo natural; pero el caso es que no lo hice. Me quedé mirando cómo la puerta se abría lentamente y, al irse abriendo, pude ver el cuarto contiguo al que yo ocupaba.
Era un dormitorio mayor que el mío, con dos camas, y, de pronto, contuve la respiración.
Porque al pie de una de las camas había una chica y alrededor de su cuello un par de manos de hombre, y el hombre la iba echando hacia atrás, poco a poco, apretándole la garganta al hacerlo, de modo que la chica estaba asfixiándose lentamente.
No había la menor posibilidad de error. Lo que veía era clarísimo. Se estaba cometiendo un asesinato. Podía ver con claridad la cabeza de la chica; su cabello, de un dorado intenso; el terror agonizante de su hermoso rostro, que lentamente se iba inundando de sangre. Al hombre sólo podía verle la espalda, las manos y una cicatriz que le bajaba por el lado izquierdo de la cara hacia el cuello.
Se tarda algo en contarlo, pero, en realidad, sólo pasé unos segundos contemplando atónito la escena. Luego giré en redondo para salvarla…
Y en la pared que había a mi espalda, en la pared reflejada en el espejo, no había más que un gran armario antiguo de caoba. Ni puerta abierta, ni escena violenta. Giré de nuevo hacia el espejo. El espejo reflejaba tan sólo el armario…
Me pasé las manos por los ojos. Luego crucé la habitación en dos zancadas y traté de empujar el armario. Y en aquel momento entró Neil por la otra puerta, la del pasillo, y me preguntó qué diablos intentaba hacer.
Debió de creer que estaba un poco chiflado cuando me volví hacia él y le pregunté si había una puerta detrás del armario. Dijo que sí, que había una puerta que conducía al cuarto contiguo. Le pregunté quién ocupaba el cuarto, y dijo que un matrimonio llamado Oldham, el comandante Oldham y su esposa. Le pregunté entonces si mistress Oldham era muy rubia, y al contestarme él secamente que era morena, empecé a darme cuenta de que debía de estar haciendo el ridículo. Me rehíce, di una explicación poco convincente y bajamos la escalera juntos. Me dije que debía de haber sufrido una especie de alucinación y me sentí avergonzado y un poco tonto.
Y entonces…, entonces… Neil dijo: «Mi hermana Sylvia», y vi delante de mí el rostro encantador de la chica a quien estaban asfixiando…, y me presentaron a su novio, un hombre alto, moreno, con una cicatriz en el lado izquierdo de la cara.
Bueno; ahí lo tienen ustedes. Me gustaría que meditaran la cuestión y me dijeran qué hubieran hecho en mi lugar. Allí estaba la chica, exactamente la misma chica, y allí estaba el hombre a quien yo había visto estrangularla, y se iban a casar dentro de un mes aproximadamente…
¿Sería o no aquello una visión profética del futuro? ¿Volverían allí Sylvia y su marido algún día, les darían aquella habitación (la mejor habitación de invitados), y la escena que yo acababa de presenciar tendría lugar en la realidad?
¿Qué iba a hacer yo? ¿Podía hacer algo? ¿Podría alguien creer mi historia? ¿Me creería Neil, la chica misma?
Durante la semana que pasé allí le estuve dando vueltas al asunto una y otra vez. ¿Hablaría o no hablaría? Y casi enseguida surgió otra complicación. Porque me enamoré de Sylvia Carslake en el mismo momento en que la vi por primera vez… La quería más que nada en el mundo… Y eso, en cierto modo, ataba mis manos.
Y, sin embargo, si no decía nada, Sylvia se casaría con Charles Crawley y Crawley la mataría…
Por fin, el día antes de marcharme se lo conté todo bruscamente. Le dije que suponía que me iba a creer mal de la cabeza o algo por el estilo, pero le juré solemnemente que había visto la escena tal y como se la había contado, y que estando decidida a casarse con Crawley debía conocer mi extraña visión.
Me escuchó en silencio. En sus ojos había una expresión que no comprendí. No se enfadó en absoluto. Cuando terminé, se limitó a darme gravemente las gracias. Yo repetía una y otra vez, como un idiota:
—Lo he visto. De verdad, lo he visto.
Y ella dijo:
—Estoy segura de que lo has visto, si tú lo dices. Te creo.
Bien; el resultado fue que me marché sin saber si había obrado bien o si había hecho el tonto, y una semana después Sylvia rompía su compromiso con Charles Crawley.
Después de eso vino la guerra y no hubo mucho tiempo para pensar en nada más. Una o dos veces, estando de permiso, encontré casualmente a Sylvia, pero la evité en la medida de lo posible.
La quería y la necesitaba tanto como antes, pero me parecía que no sería jugar limpio. Había sido por mí por lo que había roto su compromiso con Crawley y no dejaba de repetirme a mí mismo que para justificar tal acción tenía que mantener una actitud puramente desinteresada.
En 1916 murió Neil y me tocó a mí relatarle a Sylvia sus últimos momentos. Después de eso no podíamos continuar tratándonos con cumplidos. Sylvia había querido muchísimo a su hermano y Neil había sido mi mejor amigo. Estaba encantadora, adorable en su dolor. Me costó gran esfuerzo callar y me marché, deseando que una bala acabara con todo. La vida sin Sylvia no valía la pena de ser vivida.
Pero ninguna bala llevaba mi nombre. Una me pasó rozando por debajo de la oreja derecha y a otra la desvió una pitillera que tenía en el bolsillo, pero salí incólume. Charles Crawley murió en acción a principios de 1915.
En cierto modo, eso cambió algo las circunstancias. Volví a Inglaterra en el otoño de 1918, cuando iba a firmarse el Armisticio; fui inmediatamente a ver a Sylvia y le dije que la quería. No tenía muchas esperanzas de que me quisiera enseguida, y cuando me preguntó por qué no se lo había dicho antes, me quedé que si me pinchan no sangro. Farfullé algo sobre Crawley y ella dijo:
—Pero ¿por qué crees que terminé con él?
Y me contó que, igual que me había pasado a mí con ella, se había enamorado de mí en el momento de conocerme.
Le dije que había creído que había roto su compromiso a causa de la historia que le había contado, y ella se rio y dijo que si una mujer quería a un hombre no iba a ser tan cobarde. Volvimos a hablar de aquella visión mía y estuvimos de acuerdo en que era muy extraña y nada más.
No hay mucho que contar de la temporada siguiente. Sylvia y yo nos casamos y éramos felices. Pero no tardé en darme cuenta de que yo no estaba hecho para ser un marido modelo. Quería muchísimo a Sylvia, pero tenía celos, unos celos absurdos, de cualquiera a quien ella le sonriera simplemente. Al principio, eso la divertía. Hasta creo que le gustaba. Demostraba, por lo menos, cuánto la quería.
En cuanto a mí, me daba perfecta cuenta de que no sólo estaba haciendo el ridículo, sino poniendo en peligro la paz y la felicidad de nuestra vida en común. Ya digo que lo comprendía, pero no podía cambiar. Siempre que Sylvia recibía una carta y no me la mostraba, me preguntaba de quién sería. Si reía hablando con un hombre, quienquiera que fuese, me ponía sombrío y en guardia acto seguido.
Como ya he dicho, al principio Sylvia se reía de mí. Le parecía una cosa muy graciosa. Después ya no le hacía tanta gracia. Y, por último, no le hacía gracia ninguna.
Y lentamente empezó a alejarse de mí. Me cerró las puertas de su espíritu. Ya no sabía cuáles eran sus pensamientos. Estaba cariñosa conmigo, pero triste, como si se hallara muy lejos.
Poco a poco comprendí que ya no me quería. Su amor por mí había muerto y yo lo había matado…
Entonces apareció Derek Wainwright. Él tenía todo lo que a mí me faltaba. Era inteligente y hablaba con agudeza. Era apuesto, además, y, no tengo más remedio que reconocerlo, un chico excelente. Enseguida que lo vi, me dije:
«Este hombre parece hecho para Sylvia…».
Ella luchó. Sé que luchaba…, pero no la ayudé. No podía. Me había atrincherado en mi sombría y melancólica reserva. Sufría lo indecible y no podía mover un dedo para salvarme. No la ayudé. Incluso empeoré las cosas. Un día me desaté con ella, le dije una serie de barbaridades injustificables. Estaba como loco de celos y de dolor. Las cosas que dije eran crueles y falsas y las decía a sabiendas de que lo eran. Experimentaba un placer feroz en decirlas…
Recuerdo cómo Sylvia enrojeció, retrocedió…
La llevé al límite de su resistencia.
Recuerdo que dijo:
—Esto no puede continuar…
Cuando volví a casa aquella noche, la casa estaba vacía…, vacía. Había dejado una nota, al modo clásico.
En ella me decía que me dejaba para siempre. Se marchaba a Badgeworthy, a pasar allí uno o dos días. Después se iba junto a la persona que la quería y la necesitaba. Tenía que considerar aquello como el fin.
Creo que hasta entonces no había creído realmente mis propias sospechas. El ver por escrito la confirmación de mis temores me volvió completamente loco. Salí corriendo tras ella a la máxima velocidad que pude sacar al coche.
Recuerdo que acababa de cambiarse para cenar cuando entré en su habitación como una tromba. Todavía puedo ver su cara, sorprendida, asustada, hermosa…, sus ojos brillantes.
—Nadie te conseguirá —dije yo—. Nadie.
Y cogí su garganta y apreté, echándola hacia atrás lentamente.
Y de pronto vi reflejada nuestra imagen en el espejo. Yo estrangulando a Sylvia, que se asfixiaba, y la cicatriz de mi mejilla, donde la bala la había rozado, debajo de la oreja derecha.
No, no la maté. Aquella revelación repentina me paralizó y mis manos aflojaron la presión y la dejé caer al suelo…
Y entonces me vine abajo y ella me consoló… Sí, me consoló…
Le conté todo y ella me dijo que con la frase «la persona que me quiere y me necesita», a quien se refería era a su hermano Alan… Aquella noche nos comprendimos y desde aquel momento nunca volvimos a distanciarnos en discusiones.
Es muy aleccionador ir por la vida con el pensamiento de que, de no haber sido por la gracia de Dios y por un espejo, uno podría ser un asesino…
Pero una cosa murió aquella noche: el demonio de los celos, que me había poseído cruelmente durante tanto tiempo…
Sin embargo, algunas veces me paro a considerar en lo que hubiera ocurrido de no haber cometido aquel error inicial: creer que la cicatriz estaba en la mejilla izquierda, cuando en realidad estaba en la derecha, ya que el espejo la devolvía invertida… ¿Hubiera estado tan seguro de que aquel hombre era Charles Crawley? ¿Hubiera advertido a Sylvia? ¿Se hubiera casado ella conmigo, o con él?
¿O acaso el pasado y el futuro sean la misma cosa?
Soy un hombre sencillo y no pretendo comprender estas cosas, pero lo que vi, lo vi, y, a consecuencia de lo que vi, Sylvia y yo, para decirlo con la frase tradicional, estamos juntos hasta que la muerte nos separe. Y puede que hasta más allá…