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El intérprete del dolor

 

Jhumpa Lahiri

 

 

En el puesto de té, el señor y la señora Das discutían sobre quién debía acompañar a Tina al servicio. Al final, la señora Das cedió después de que su marido le recordara que la noche anterior había sido él quien había bañado a la niña. Por el espejo retrovisor, el señor Kapasi vio salir lentamente a la señora Das de su gran Ambassador blanco, arrastrando las piernas casi desnudas y depiladas por el asiento trasero. Camino del servicio, no le dio la mano a la niña.

Iban a visitar el Templo del Sol de Konark. Era un sábado luminoso y despejado y la brisa marina mitigaba el calor de mediados de julio, un clima estupendo para visitar monumentos. En otras circunstancias, el señor Kapasi no se habría detenido tan pronto en su ruta hacia el templo, pero aquella mañana, cuando no hacía ni cinco minutos que había recogido a la familia delante del Hotel Sandy Villa, la niña había empezado a quejarse. Lo primero que había llamado la atención al señor Kapasi al ver al señor y la señora Das con sus hijos bajo el porche del hotel era su juventud: tal vez no llegaran a los treinta años. Además de Tina, tenían dos chicos, Ronny y Bobby, de edades muy similares y con las respectivas dentaduras recubiertas por una red de destellantes alambres plateados. La familia parecía india, pero todos vestían como los extranjeros; los niños llevaban ropa muy nueva de colores llamativos y gorras de viseras traslúcidas. El señor Kapasi estaba acostumbrado a los turistas; solían asignárselos a él porque sabía inglés. El día anterior había llevado a una pareja de ancianos escoceses, ambos con manchas de edad en el rostro y un pelo blanco y muy fino, tan escaso que dejaba entrever el cuero cabelludo quemado por el sol. Comparándolos con ellos, los rostros juveniles y morenos del señor y la señora Das resultaban aún más sorprendentes. Al presentarse, el señor Kapasi los había saludado juntando las palmas delante del pecho, pero el señor Das le había estrechado la mano como hacían los estadounidenses, con tanta firmeza que sintió una punzada de dolor en el codo. La señora Das, sin embargo, se había limitado a curvar una comisura de la boca y a componer una especie de sonrisa, pero sin mostrar el más mínimo interés por el señor Kapasi.

Mientras esperaban en el puesto de té, Ronny, que parecía el mayor de los dos chicos, se bajó con dificultad del asiento trasero, intrigado por una cabra que había visto atada a una estaca.

—No la toques —lo previno el señor Das.

Levantó la mirada de la guía turística que estaba leyendo, con el título «INDIA» escrito con letras amarillas y aspecto de haber sido publicada en el extranjero. Su voz, aguda y un tanto vacilante, sonaba como si todavía no hubiera alcanzado la madurez.

—¡Quiero darle un chicle! —gritó el chico mientras echaba a correr hacia el animal.

El señor Das salió del coche y, para desentumecer las piernas, las flexionó hasta ponerse casi en cuclillas. Iba bien afeitado, y parecía una versión ampliada de su hijo Ronny. Llevaba una gorra de visera de color azul zafiro y vestía pantalón corto, zapatillas de deporte y una camiseta. La cámara que le colgaba del cuello, con un teleobjetivo enorme y numerosos botones e indicadores, era el único elemento sofisticado de su atuendo. Frunció el ceño mientras observaba a Ronny, que seguía avanzando hacia la cabra, pero no pareció que tuviera intención alguna de intervenir.

—Bobby, asegúrate de que tu hermano no hace ninguna estupidez.

—No me apetece —contestó Bobby, que ni siquiera se movió.

Iba sentado en el asiento delantero central, al lado del señor Kapasi, y examinaba una imagen del dios con cabeza de elefante que había pegada con cinta adhesiva en la guantera.

—No se preocupe —dijo el señor Kapasi—. Son bastante dóciles.

El señor Kapasi tenía cuarenta y seis años y el pelo completamente cano y con grandes entradas, pero por su piel tostada y su frente sin arrugas, en la que de vez en cuando se aplicaba unos toquecitos de bálsamo de aceite de flor de loto, era fácil imaginar cuál había sido su aspecto unos años atrás. Vestía pantalón gris y una camisa a juego, más estrecha a la altura de la cintura, de manga corta y cuello ancho y puntiagudo. Estaba confeccionada con un material sintético fino pero duradero. Le había especificado a su sastre tanto el corte como la tela, y era su uniforme preferido para realizar las visitas turísticas, porque no se arrugaba a pesar de las largas horas que pasaba al volante. Vio por el parabrisas que Ronny describía un círculo alrededor de la cabra, le acariciaba el costado durante unos instantes y luego regresaba corriendo al coche.

—Supongo que dejaría la India cuando aún era pequeño —comentó el señor Kapasi cuando el señor Das volvió a sentarse en el asiento del pasajero.

—Ah, no, Mina y yo nacimos en Estados Unidos —contestó el señor Das, de repente muy seguro de sí mismo—. Nacimos y crecimos allí. Ahora nuestros padres viven aquí, en Assansol. Ya están jubilados. Venimos a verlos cada dos años.

Se volvió hacia la ventanilla y vio que su hija volvía corriendo hacia el coche; los grandes lazos morados de su vestido de tirantes le bailaban sobre los hombros estrechos y bronceados. Abrazaba contra el pecho una muñeca con una melena rubia llena de trasquilones, como si se la hubieran recortado, para castigarla, con unas tijeras poco afiladas.

—Esta es la primera vez que Tina viene a la India, ¿verdad, Tina?

—Ya no tengo que ir al servicio —anunció Tina.

—¿Dónde está Mina? —preguntó el señor Das.

Al señor Kapasi le extrañó que el señor Das se refiriera a su mujer por su nombre de pila al hablar con la niña. Tina señaló con el dedo a la señora Das, que estaba comprándole algo a uno de los hombres con el torso desnudo que atendían el puesto de té. El señor Kapasi oyó que otro de aquellos hombres sin camisa entonaba una frase de una conocida canción de amor hindi mientras la señora Das caminaba de vuelta al coche, pero ella no debió de entender la letra, porque no mostró enfado ni bochorno, ni reaccionó de ninguna otra forma al halago del desconocido.

La observó. Vestía una falda a cuadros rojos y blancos que le dejaba las rodillas al descubierto, sandalias con tacón cuadrado de madera y una camiseta ceñida, no muy distinta de las que muchos hombres usaban como ropa interior, que, a la altura del pecho, llevaba un aplique de perlé con forma de fresa. Era una mujer de escasa estatura y un poco rellenita, con unas manos pequeñas que parecían zarpas y las uñas pintadas de rosa, a juego con el carmín de los labios. Se peinaba el cabello, solo un poco más largo que el de su marido, con una marcada raya al lado. Lucía unas grandes gafas de sol de montura marrón y cristales rosados, y completaba su atuendo un gran bolso de paja con forma de cuenco, casi tan grande como su torso, por el que asomaba una botella de agua. Caminaba sin prisa, con un gran cucurucho de papel de periódico lleno de arroz inflado mezclado con cacahuetes y guindillas. El señor Kapasi se volvió hacia el señor Das.

—¿En qué parte de Estados Unidos viven?

—En New Brunswick, Nueva Jersey.

—Cerca de Nueva York, ¿no?

—Exacto. Yo trabajo allí. Soy maestro de secundaria.

—¿Qué asignatura imparte?

—Ciencias naturales. De hecho, todos los años llevo a mis alumnos de excursión al museo de Historia Natural de Nueva York. Podríamos decir que, en cierto modo, usted y yo tenemos mucho en común. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja de guía turístico, señor Kapasi?

—Cinco años.

La señora Das llegó al coche.

—¿Cuánto dura el viaje? —preguntó al cerrar la puerta.

—Unas dos horas y media —contestó el señor Kapasi.

Al oírlo, la señora Das soltó un suspiro de impaciencia, como si llevara toda la vida viajando sin pausa. Empezó a abanicarse con una revista de cine de Bombay, en inglés, que llevaba doblada.

—Tenía entendido que el Templo del Sol estaba a solo treinta kilómetros al norte de Puri —dijo el señor Das, dando unos golpecitos con el dedo en su guía turística.

—Las carreteras para ir a Konark son muy malas. En realidad, la distancia es de ochenta kilómetros —explicó el señor Kapasi.

El señor Das hizo un gesto afirmativo y se colocó bien la correa de la cámara fotográfica, que estaba empezando a irritarle la nuca.

Antes de reiniciar la marcha, el señor Kapasi alargó un brazo hacia atrás y comprobó que las puertas traseras tuvieran puesto el seguro. En cuanto arrancaron, la niña empezó a jugar con el que tenía al lado, accionando la pequeña manivela hacia delante y hacia atrás con cierto esfuerzo, pero la señora Das no la reprendió. Iba sentada en un extremo del asiento trasero, un poco repantigada, y no le había ofrecido arroz inflado a nadie. Ronny y Tina, sentados uno a cada lado de su madre, iban haciendo estallar verdes y brillantes pompas de chicle.

—¡Mirad! —exclamó Bobby cuando el coche empezaba a ganar velocidad. Señalaba hacia los altos árboles que bordeaban la carretera—. ¡Mirad!

—¡Monos! —gritó Ronny—. ¡Vaya!

Estaban sentados en grupos y repartidos por las ramas; tenían la cara negra y resplandeciente, el pelaje plateado, unas cejas horizontales y una cresta en la cabeza. Sus largas colas grises pendían entre el follaje como lianas. Algunos se rascaban con las manos negras y correosas, o balanceaban las patas traseras mientras veían pasar el coche.

—Los llamamos hanuman —explicó el señor Kapasi—. En esta zona hay muchos.

En cuanto lo dijo, uno de los monos saltó hacia el centro de la calzada y el señor Kapasi tuvo que frenar en seco. Otro saltó sobre el techo del coche y luego salió corriendo. El hombre tocó la bocina. Los niños, alborotados, daban gritos ahogados y se tapaban parcialmente la cara con las manos. Nunca habían visto monos fuera de un zoo, explicó el señor Das, y pidió al señor Kapasi que parara el coche para hacer una foto.

Mientras el señor Das ajustaba el teleobjetivo, la señora Das metió una mano en el bolso de paja y sacó un tarro de esmalte de uñas incoloro que procedió a aplicarse en la uña del dedo índice.

—¡Yo también, mami, yo también! —dijo la niña, y le acercó una mano.

—Déjame en paz —le espetó la señora Das; se sopló la uña y giró un poco el torso—. Me vas a hacer un estropicio.

La niña se puso a abrochar y desabrochar los botones del vestidito de la muñeca de plástico.

—Ya está —dijo el señor Das, y volvió a tapar el teleobjetivo.

La carretera tenía muchos baches y el coche se sacudía considerablemente haciendo que todos botaran en sus asientos de vez en cuando; aun así, la señora Das siguió esmaltándose las uñas. El señor Kapasi redujo un poco la velocidad para intentar que sus clientes no se zarandearan tanto. Cuando llevó la mano hacia el cambio de marchas, el niño que iba sentado delante apartó un poco las rodillas lampiñas y el señor Kapasi se fijó en que tenía la piel un poco más clara que los otros dos.

—Papá, ¿por qué este conductor también va sentado en el lado contrario del coche? —preguntó el niño.

—Aquí todos los coches llevan el volante a la derecha, tontorrón —contestó Ronny.

—No llames tontorrón a tu hermano —lo reprendió el señor Das.

Luego, se volvió hacia el señor Kapasi y añadió:

—En Estados Unidos… Ya sabe. Eso los confunde.

—Sí, ya lo sé —confirmó el señor Kapasi.

Volvió a cambiar de marcha con gran delicadeza y aceleró al acercarse a una cuesta.

—Lo veo en «Dallas», el volante está en el lado izquierdo.

—¿Qué es «Dallas»? —preguntó Tina mientras golpeaba con su muñeca, que ahora estaba desnuda, en la parte trasera del asiento del señor Kapasi.

—Ya no la emiten —explicó el señor Das—. Es una serie de televisión.

Al pasar al lado de una hilera de palmeras datileras, el señor Kapasi pensó que todos eran como hermanos. El señor y la señora Das no se comportaban como padres, sino como hermanos mayores. Se diría que solo tenían a los pequeños a su cargo durante unas horas; costaba creer que, en el día a día, fueran capaces de responsabilizarse de alguien que no fuera ellos mismos. El señor Das tamborileaba con los dedos en la tapa del teleobjetivo y en su guía turística, y alguna que otra vez pasaba el pulgar por las páginas, que emitían un sonido rasgado. La señora Das seguía aplicándose brillo en las uñas. No se había quitado las gafas de sol. De vez en cuando, Tina volvía a suplicar que le pintara las uñas también a ella, y en una de esas ocasiones la señora Das le dio una pincelada de esmalte antes de guardar el botecito en el bolso.

—¿Este coche no tiene aire acondicionado? —preguntó mientras se soplaba la mano.

La ventanilla del lado donde iba sentada Tina estaba estropeada y el cristal no podía bajarse.

—Deja de quejarte —dijo el señor Das—. No hace tanto calor.

—Te dije que pidieras un coche con aire acondicionado —insistió la señora Das—. ¿Por qué lo haces, Raj? ¿Para ahorrarte unas miserables rupias? ¿Cuánto nos ahorramos, cincuenta centavos?

Hablaban con el mismo acento que el señor Kapasi oía en los programas de televisión norteamericanos, pero no con el de los actores de «Dallas».

—¿No se cansa de enseñar a la gente lo mismo todos los días, señor Kapasi? —preguntó el señor Das mientras bajaba del todo su ventanilla—. ¡Eh! ¿Le importa parar el coche? Me gustaría fotografiar a ese tipo.

El señor Kapasi detuvo el vehículo en la cuneta y el señor Das fotografió a un hombre descalzo con la cabeza envuelta en un turbante sucio, sentado en lo alto de un carro de sacos de cereal tirado por un par de bueyes. Tanto el hombre como los bueyes estaban escuálidos. Desde el asiento trasero, la señora Das miraba por la otra ventanilla, hacia el cielo, donde unas nubes casi transparentes pasaban unas detrás de otras, veloces.

—La verdad es que me encanta —respondió el señor Kapasi cuando retomaron el camino—. El Templo del Sol es uno de mis monumentos favoritos. Para mí es una especie de recompensa. Solo trabajo de guía los viernes y los sábados. El resto de la semana tengo otro empleo.

—¿Ah, sí? —preguntó el señor Das—. ¿Dónde?

—Trabajo en una consulta médica.

—¿Es usted médico?

—No, no soy médico, pero trabajo de intérprete para uno.

—¿Y para qué necesita un médico a un intérprete?

—Tiene bastantes pacientes guyaratíes. Mi padre era guyaratí, pero en esta región no hay mucha gente que hable esa lengua, como es el caso del doctor. Por eso me pidió que trabajara con él en su consulta, interpretando lo que dicen los pacientes.

—Qué interesante. Nunca había oído nada parecido —comentó el señor Das.

El conductor se encogió de hombros.

—Es un trabajo como otro cualquiera.

—Pero muy romántico —terció la señora Das con tono ensoñador e interrumpiendo su prolongado silencio.

Se levantó las gafas de sol y se las colocó en la cabeza como si fueran una diadema. Sus ojos se encontraron por primera vez con los del señor Kapasi en el espejo retrovisor: claros, un poco pequeños, de mirada fija pero somnolienta.

El señor Das se irguió un poco para mirarla.

—¿Qué tiene de romántico?

—No lo sé. Algo. —Se encogió de hombros y frunció brevemente el ceño—. ¿Le apetece un chicle, señor Kapasi? —preguntó con desparpajo.

Metió una mano en el bolso y le acercó un chicle envuelto en un papel a rayas verdes y blancas. El guía se introdujo el chicle en la boca y, al instante, un líquido dulce y espeso se derramó por su lengua.

—Háblenos más de su trabajo, señor Kapasi —pidió la señora Das.

—¿Qué le gustaría saber, señora?

—No lo sé. —Volvió a encogerse de hombros mientras mascaba un poco de arroz inflado y se lamía el aceite de mostaza de las comisuras de los labios—. Cuéntenos una situación típica. —Se recostó en el asiento, con la cabeza inclinada hacia la luz, y cerró los ojos—. Quiero imaginarme lo que pasa.

—Muy bien. El otro día vino un hombre con dolor de garganta.

—¿Era fumador?

—No. Fue algo muy curioso. Se quejaba de que notaba como si tuviera unas largas briznas de paja clavadas en la garganta. Se lo expliqué al doctor y él pudo recetarle el medicamento indicado.

—¡Eso es fabuloso!

—Sí —concedió el señor Kapasi tras vacilar un instante.

—O sea que esos pacientes dependen por completo de usted —continuó la señora Das. Hablaba despacio, como si pensara en voz alta—. En cierto modo, dependen más de usted que del doctor.

—¿Qué quiere decir? ¿Cómo van a depender más de mí?

—Bueno, por ejemplo, usted podría haberle dicho al doctor que lo que notaba el paciente era una quemazón, y no como si tuviera briznas de paja clavadas. El enfermo no se habría enterado de lo que le había dicho usted al doctor, y el doctor no sabría que le había transmitido algo equivocado. Es una gran responsabilidad.

—Sí, tiene usted una gran responsabilidad, señor Kapasi —coincidió el señor Das.

El conductor nunca había pensado en su trabajo en términos tan elogiosos. Para él se trataba de una ocupación bastante ingrata. No veía nada noble en interpretar el dolor de la gente, en traducir con diligencia los síntomas de tantos huesos inflamados, de tantos calambres de estómago o intestinos, de tantas manchas en las palmas de las manos que cambiaban de color, forma o tamaño. El médico, mucho más joven que él, era aficionado a los pantalones de pata de elefante y hacía chistes sin gracia sobre el Congreso Nacional Indio. Trabajaban juntos en una consulta pequeña y mal aireada, donde hacía tanto calor que la cuidadosamente confeccionada ropa del señor Kapasi se le pegaba a la piel pese a que las ennegrecidas aspas de un ventilador de techo giraban sin cesar sobre sus cabezas.

Aquel empleo era un recordatorio de sus fracasos. De joven había sido un aplicado estudiante de lenguas extranjeras, propietario de una colección de diccionarios impresionante. Soñaba con llegar a ser intérprete de diplomáticos y dignatarios, con resolver conflictos entre personas y naciones, con solucionar disputas en las que solo él pudiera entender ambas posturas. Era un verdadero autodidacta. Por las noches, antes de que sus padres concertaran su matrimonio, anotaba en una serie de libretas las etimologías comunes de las palabras, y llegó un momento en que se sintió capaz de conversar —en caso de que se presentara la ocasión— en inglés, francés, ruso, portugués e italiano, por no mencionar el hindi, el bengalí, el oriya y el guyaratí. En su memoria, sin embargo, ya solo quedaban unas pocas frases de las lenguas europeas, palabras sueltas para designar objetos como platos o sillas. El único idioma extranjero que todavía hablaba con fluidez era el inglés. El señor Kapasi sabía que ese no era un talento excepcional. A veces incluso sospechaba que sus hijos sabían más inglés que él, y lo habían aprendido simplemente viendo la televisión. Aun así, sus conocimientos aún resultaban útiles para su trabajo de guía turístico.

Había empezado a trabajar de intérprete después de que su primer hijo contrajera fiebre tifoidea a los siete años; así había conocido al doctor. En aquella época, el señor Kapasi daba clases de inglés en una escuela de secundaria, así que había utilizado sus conocimientos de idiomas para pagar las facturas médicas, cada vez más astronómicas. Finalmente, el niño murió una noche en brazos de su madre, abrasado por la fiebre, pero entonces hubo que pagar el funeral, y, al poco tiempo, nacieron sus otros hijos y se mudaron a una casa más grande, y había que pagar el material escolar y a los profesores particulares, y los zapatos buenos y el televisor, y muchas cosas más con las que el señor Kapasi intentaba consolar a su mujer y evitar que llorara mientras dormía. De modo que, cuando el doctor se ofreció a pagarle el doble de lo que ganaba en la escuela, aceptó. El señor Kapasi sabía que su mujer no tenía en mucha consideración su trabajo de intérprete. Sabía que aquello le recordaba al hijo que había perdido, y que sentía celos de aquellas otras vidas que él, a su modesta manera, ayudaba a salvar. En las escasas ocasiones en que hablaba del empleo de su marido, solía describirlo como «ayudante del doctor», como si el proceso de la interpretación fuera igual que tomarle a alguien la temperatura o vaciar una cuña. Nunca le preguntaba por los pacientes que acudían a la consulta, y jamás habría dicho que su trabajo conllevara una gran responsabilidad.

Por ese motivo se sintió halagado cuando la señora Das mostró tanto interés por su trabajo. Al contrario que su mujer, había reconocido sus desafíos intelectuales. Además, había empleado la palabra «romántico». Ella no tenía una actitud romántica hacia su marido y, sin embargo, había utilizado ese adjetivo para describirlo a él. Se preguntó si el señor y la señora Das serían un matrimonio mal avenido, igual que su mujer y él. Tal vez ellos también tuvieran muy poco en común, aparte de los hijos y una década de sus vidas. Había detectado algunas de las señales asimismo presentes en su matrimonio: las discusiones, la indiferencia, los silencios prolongados. El interés repentino que la señora Das había mostrado por él, y que no sentía ni por su marido ni por sus hijos, le resultaba un tanto embriagador. Cuando el señor Kapasi volvió a pensar en su uso de la palabra «romántico», la sensación de embriaguez se intensificó.

Empezó a mirarse en el espejo retrovisor mientras conducía y se alegró de haber elegido el traje gris aquella mañana, y no el marrón, que tendía a hacerle bolsas en las rodillas. De vez en cuando echaba una ojeada por el retrovisor a la señora Das. Además de mirarle la cara, le miraba también la fresa de los pechos y la hendidura bronceada que se le formaba entre las clavículas. Se animó a hablarle de otro paciente, y luego de otro: la joven que se quejaba de sentir gotas de lluvia en la espalda; el caballero al que había empezado a crecerle pelo en una mancha de nacimiento. La señora Das escuchaba con atención mientras se atusaba el pelo con un cepillito de plástico que semejaba un acerico ovalado, y siguió haciendo preguntas y pidiendo más ejemplos. Los niños estaban callados, concentrados en encontrar más monos en los árboles, y el señor Das seguía enfrascado en la lectura de su guía, de modo que parecía una conversación privada entre el señor Kapasi y la señora Das. Así transcurrió la siguiente media hora y, cuando pararon a comer en un restaurante de carretera en el que servían buñuelos y bocadillos de tortilla —momento que por lo general el señor Kapasi esperaba con impaciencia durante las visitas guiadas, porque entonces podía sentarse tranquilamente y disfrutar de una taza de té—, sintió una punzada de decepción. La familia Das se sentó bajo una sombrilla de color magenta con flecos blancos y naranja y pidió su comida a uno de los camareros que desfilaban por allí, tocados con gorros de los que sobresalían tres puntas, mientras el señor Kapasi se dirigía de mala gana hacia una mesa cercana.

—Espere, señor Kapasi. Aquí cabemos todos —le dijo la señora Das.

Se sentó a Tina en el regazo e insistió en que el guía los acompañase. Juntos tomaron zumo de mango embotellado, bocadillos y bandejas de cebollas y patatas rebozadas con harina integral. Cuando se terminó sus dos bocadillos de tortilla, el señor Das empezó a tomar fotografías del grupo mientras los demás comían.

—¿Cuánto falta? —preguntó al señor Kapasi cuando hizo una pausa para cargar otro carrete en su cámara.

—Una media hora más.

Los niños ya se habían levantado de la mesa y habían ido a ver los monos encaramados en un árbol cercano, de modo que quedó un espacio considerable entre la señora Das y el señor Kapasi. El señor Das se acercó la cámara a la cara y cerró un ojo; la punta de la lengua le asomaba por la comisura de los labios.

—Queda raro. Mina, tienes que acercarte un poco hacia el señor Kapasi.

Ella obedeció. Al señor Kapasi le llegó el aroma de su piel, una mezcla de whisky y agua de rosas. De pronto, le preocupó que ella pudiera percibir su olor a sudor, pues sabía que la tela sintética de su camisa no transpiraba. Se terminó el zumo de mango de un trago y se atusó el pelo cano. Se le derramó un poco de zumo por la barbilla, y se preguntó si la señora Das se habría fijado.

Ella no había visto nada.

—¿Cuál es su dirección, señor Kapasi? —le preguntó la mujer al tiempo que rebuscaba en su bolso.

—¿Quiere que le dé mi dirección?

—Así podremos enviarle copias —dijo ella—. De las fotos.

Le tendió un trozo de papel que había arrancado apresuradamente de una página de la revista de cine. Había poco espacio en blanco, pues el recorte estaba lleno con líneas de texto y una minúscula ilustración de un héroe y una heroína abrazados bajo un eucalipto. El papel se enroscó un poco cuando el señor Kapasi anotó su dirección con una caligrafía muy pulcra. La señora Das le escribiría para interesarse por su trabajo de intérprete en la consulta médica, y él le contestaría con elocuencia, escogiendo las anécdotas más entretenidas, y la haría reír a carcajadas cuando las leyera en su casa de Nueva Jersey. Con el tiempo, ella le revelaría las insatisfacciones de su matrimonio, y él las del suyo. De ese modo, su amistad crecería y se enriquecería. Él tendría una fotografía de los dos comiendo cebolla frita bajo una sombrilla de color magenta, y decidió que la guardaría celosamente entre las páginas de su gramática rusa. Mientras encadenaba aquellos pensamientos, el señor Kapasi experimentó una ligera y agradable turbación. Era similar a la sensación que experimentaba tiempo atrás cuando, tras meses traduciendo con ayuda de un diccionario, por fin leía un pasaje de una novela francesa o un soneto italiano y entendía las palabras, una detrás de otra, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo. En aquellos momentos, el señor Kapasi creía que todo era como debía ser, que toda lucha tenía una recompensa, que al final todos los errores cometidos en la vida adquirían sentido. La perspectiva de recibir noticias de la señora Das más adelante lo llenó de la misma confianza.

Terminó de anotar su dirección y le devolvió el papel, pero en cuanto lo hizo, lo invadió la preocupación: ¿y si había escrito mal su nombre o cambiado de orden los números de su código postal? Lo aterrorizó la posibilidad de que la carta se perdiera o de que la fotografía nunca llegara a sus manos y quedara atrapada en algún lugar de Orissa, cerca y, sin embargo, inalcanzable. Estuvo a punto de pedirle que le devolviera el papel solo para asegurarse de haber escrito correctamente su dirección, pero la señora Das ya se lo había guardado en el bolso.

Llegaron a Konark a las dos y media. El templo, de piedra arenisca, era una gigantesca estructura piramidal con forma de carro de guerra. Estaba consagrado al gran señor de la vida, el sol, que todos los días iluminaba tres de los lados del edificio a medida que realizaba su recorrido por el cielo. En los lados norte y sur de la base había veinticuatro ruedas enormes labradas en la piedra. Siete caballos tiraban de todo el conjunto, como si corrieran al galope por los cielos. Mientras se acercaban, el señor Kapasi explicó que el templo lo había construido el gran gobernante de la dinastía Ganga, el rey Narasimhadeva I, entre los años 1243 y 1255 d. C., y gracias a los esfuerzos de mil doscientos artesanos, para conmemorar su victoria contra el ejército musulmán.

—Aquí dice que el templo ocupa unas setenta hectáreas de terreno —aportó el señor Das, consultando su guía de viajes.

—Parece un desierto —observó Ronny mientras paseaba la mirada por la arena que se extendía en todas direcciones más allá del templo.

—Antes, el río Chandrabhaga fluía a menos de dos kilómetros de aquí en dirección norte. Ahora está seco —comentó el señor Kapasi, y apagó el motor.

Salieron del coche y caminaron hacia el templo, no sin antes posar junto al par de leones que flanqueaban la escalinata. A continuación, el guía los condujo hasta una de las ruedas de carro, de casi tres metros de diámetro.

—«Se supone que las ruedas simbolizan la rueda de la vida» —leyó el señor Das—. «Representan el ciclo de creación, conservación y plenitud». Qué interesante. —Pasó la página y continuó—: «Cada rueda tiene ocho radios gruesos y ocho más finos que dividen el día en ocho partes iguales. Los bordes están decorados con relieves de pájaros y animales, y en los medallones de los radios se representan figuras femeninas, muchas de ellas en elaboradas posturas de carácter erótico».

Con esas palabras describían los numerosos frisos de cuerpos desnudos entrelazados, haciendo el amor en diferentes posturas, con mujeres colgadas del cuello de sus amantes, con las rodillas rodeando los muslos de ellos para toda la eternidad. Además de esas escenas, había otras de la vida cotidiana inspiradas en la caza y el comercio: ciervos cazados con arcos y flechas, guerreros que desfilaban blandiendo espadas.

Ya no se podía entrar en el templo, porque desde hacía unos años el interior estaba en ruinas, pero sí pudieron admirar el exterior del edificio, como hacían todos los turistas a los que el señor Kapasi llevaba allí, paseando despacio a lo largo de cada una de sus fachadas. El señor Das iba rezagado tomando fotografías. Los niños corrían delante, señalando las figuras de personas desnudas, especialmente intrigados por los Nagamithunas, las parejas mitad humanos y mitad serpientes que, según la leyenda, tal como les contó el señor Kapasi, habitaban en las profundidades del mar. El guía se alegró de que les gustara el templo, especialmente de que le gustara a la señora Das. Ella se detenía cada tres o cuatro pasos y contemplaba en silencio a las parejas de amantes labradas en la piedra, y las procesiones de elefantes, y a las mujeres con los pechos al aire que tocaban tambores de dos caras.

Pese a haber visitado aquel templo infinidad de veces, fue entonces cuando el señor Kapasi cayó en la cuenta, mientras contemplaba a aquellas mujeres que mostraban los pechos, de que nunca había visto a su propia esposa completamente desnuda. Incluso cuando hacían el amor, ella mantenía unidas las dos partes de la blusa y la cinta de la enagua anudada a la cintura. Él nunca había contemplado las piernas de su mujer por detrás como estaba haciendo en aquel momento con las de la señora Das, que caminaba delante de él como si su única intención fuera satisfacerlo. Había visto muchas piernas desnudas, por supuesto: las de las mujeres norteamericanas y europeas a las que acompañaba en sus visitas turísticas. Pero con la señora Das era distinto. Las otras mujeres solo se interesaban por el templo y apenas despegaban la nariz de sus guías, o llevaban siempre la cámara delante de la cara. La señora Das, en cambio, se había fijado en él.

El señor Kapasi estaba deseando quedarse a solas con ella para reanudar su conversación privada, pero aun así lo inquietaba caminar a su lado. Ella iba perdida detrás de sus gafas de sol, ignoraba a su marido cuando le pedía que posara para otra fotografía y pasaba al lado de sus hijos como si no los conociera. Temiendo molestarla, el señor Kapasi siguió adelante y se puso a contemplar, como siempre hacía, los tres avatares de bronce de Surya, el dios sol, cada uno en su respectivo nicho de las fachadas del templo para saludar al sol al amanecer, a mediodía y al atardecer. Habían sido esculpidos con peinados muy elaborados, algunos tenían los ojos, lánguidos y alargados, cerrados, y los torsos desnudos adornados con collares y amuletos labrados. A sus pies, de un gris verdoso, se acumulaban los pétalos de hibisco, ofrendas de visitantes anteriores. La última estatua, en la pared norte del templo, era la preferida del señor Kapasi. Aquel Surya, sentado a horcajadas sobre su caballo y con las piernas flexionadas, estaba representado con gesto de cansancio, agotado tras una jornada de duro trabajo. Incluso los ojos del animal transmitían somnolencia. A su alrededor, había otras esculturas más pequeñas de parejas de mujeres con las caderas curvadas hacia un lado.

—¿Quién es? —preguntó la señora Das.

El señor Kapasi se sobresaltó al ver que estaba a su lado.

—Es el Astachala-Surya —contestó—. El sol poniente.

—¿Significa eso que dentro de un par de horas el sol incidirá justo aquí?

Sacó un pie de la sandalia y se frotó los dedos en la pantorrilla de la otra pierna.

—Exacto.

Ella se levantó un momento las gafas de sol y luego volvió a ponérselas.

—Tiene gracia.

El señor Kapasi no estaba seguro de qué había querido decir con eso, pero tuvo la sensación de que se trataba de un comentario favorable. Esperaba que la señora Das hubiera entendido la belleza del Surya, su poder. Quizá hablaran de ello en las cartas. Él le explicaría cosas, cosas sobre la India, y ella le explicaría cosas sobre Estados Unidos. De alguna manera, aquella correspondencia satisfaría su antiguo sueño de hacer de intérprete entre dos naciones. Miró el bolso de la señora Das, feliz de que su dirección se encontrara entre su contenido. Cuando se la imaginó a miles de kilómetros de distancia se desanimó hasta tal punto que sintió un impulso arrollador de rodearla con los brazos para retenerla un instante en un abrazo presenciado solo por su Surya favorito. Pero la señora Das ya había echado a andar de nuevo.

—¿Cuándo regresan a Estados Unidos? —le preguntó, tratando de aparentar tranquilidad.

—Dentro de diez días.

Hizo los cálculos: una semana para readaptarse, una semana para revelar las fotografías, unos cuantos días para redactar la carta, dos semanas para que llegara a la India por vía aérea. Según ese programa, y contando con que se produjera algún retraso, tardaría aproximadamente seis semanas en recibir noticias de la señora Das.

En el coche, de regreso al Hotel Sandy Villa, poco después de las cuatro y media, la familia guardaba silencio. En un puesto de souvenires, los niños habían comprado versiones en miniatura y hechas con granito de las ruedas de carro e iban dándoles vueltas en las manos. El señor Das seguía leyendo su guía y la señora Das le desenredaba el pelo a Tina con su cepillito para hacerle luego dos coletas.

El señor Kapasi empezaba a temer el momento de dejarlos en el hotel. Aún no estaba preparado para iniciar su espera de seis semanas hasta recibir noticias de la señora Das. Mientras la miraba con disimulo por el espejo retrovisor y veía cómo le ponía las gomas en el pelo a Tina, se preguntó qué podría hacer para que la visita durara un poco más. Normalmente volvía a Puri tomando un atajo, impaciente por llegar a su casa, lavarse los pies y las manos con jabón de sándalo y leer el periódico de la noche mientras se tomaba la taza de té que su mujer le servía sin mediar palabra. De pronto, la perspectiva de aquel silencio al que se había resignado hacía tiempo le pareció asfixiante. Fue entonces cuando propuso a los señores Das visitar las colinas de Udayagiri y Khandagiri, donde había unas moradas monásticas talladas en la roca viva, unas frente a otras, a lo largo de un desfiladero. Estaba a unos kilómetros de distancia, pero valía la pena verlas, les aseguró el señor Kapasi.

—Ah, sí, las mencionan en mi guía —dijo el señor Das—. Las construyó un rey jainista, creo.

—Entonces, ¿vamos? —preguntó el señor Kapasi, y se detuvo en un desvío de la carretera—. Están a la izquierda.

El señor Das se volvió y miró a la señora Das. Ambos se encogieron de hombros.

—¡Izquierda, izquierda! —corearon los niños.

El señor Kapasi, invadido de pronto por una alegría inmensa, giró el volante. No sabía qué haría ni qué le diría a la señora Das cuando llegaran a las colinas. Tal vez le susurraría que tenía una sonrisa muy bonita o alabaría la camiseta de la fresa, que encontraba sumamente favorecedora. Quizá la tomaría de la mano cuando el señor Das estuviera distraído con la cámara.

Resultó que no habría hecho falta que se preocupara tanto. Cuando llegaron a las colinas, entre las que ascendía un sendero empinado y muy arbolado, la señora Das se negó a salir del coche. A lo largo de todo el sendero había monos sentados en las rocas y en las ramas de los árboles, con las patas traseras flexionadas delante del cuerpo y los brazos apoyados en las rodillas.

—Me duelen las piernas —dijo la señora Das, y se arrellanó aún más en el asiento—. Yo me quedo aquí.

—¿Cómo se te ha ocurrido ponerte esos zapatos? —le dijo el señor Das—. Si no vienes, no saldrás en las fotos.

—Haz como si hubiera ido.

—Pero podríamos usar una de estas fotos para la felicitación de Navidad de este año. En el Templo del Sol no nos hemos hecho ninguna los cinco juntos. El señor Kapasi podría tomárnosla.

—No, me quedo. Además, esos monos me dan miedo.

—Pero si son inofensivos —le recordó el señor Das. Se volvió hacia el señor Kapasi y añadió—: ¿Verdad?

—No son peligrosos. Lo que pasa es que están hambrientos —replicó señor Kapasi—. Si no los provocan ofreciéndoles comida, no los molestarán.

El señor Das se encaminó hacia el desfiladero con sus hijos; los niños iban a su lado y llevaba a la niña sentada sobre los hombros. El señor Kapasi vio que se cruzaban con una pareja de japoneses, los únicos turistas que quedaban por allí además de ellos, que se detuvo para tomar una última fotografía. Luego subieron a un coche que estaba aparcado cerca y se marcharon. Cuando el vehículo se perdió de vista, algunos monos emitieron unos chillidos débiles y empezaron a ascender por el sendero sirviéndose de las manos y los pies negros, posándolos por completo en el suelo. Unos cuantos formaron un corro alrededor el señor Das y los niños. Tina gritó emocionada. Ronny empezó a correr en círculo alrededor de su padre y Bobby se agachó y recogió un palo grueso del suelo. Cuando estiró el brazo, un mono se le acercó y se lo arrebató, y dio con él unos golpecitos en el suelo.

—Voy con ellos —dijo el señor Kapasi al tiempo que quitaba el seguro de la puerta de su lado—. Puedo explicarles muchas cosas sobre esas cuevas.

—No. Quédese un momento —pidió la señora Das, que salió del asiento trasero y se sentó al lado del señor Kapasi—. Además, Raj ya lleva su estúpida guía.

Desde el coche, la señora Das y el señor Kapasi veían, al otro lado del parabrisas, a Bobby y al mono pasándose el palo una y otra vez.

—Un chico muy valiente —comentó el señor Kapasi.

—Sí, no me sorprende mucho.

—Ah, ¿no?

—No es suyo.

—¿Cómo dice?

—De Raj. No es hijo de Raj.

El señor Kapasi notó un hormigueo por todo el cuerpo. Se llevó una mano al bolsillo de la camisa, sacó la latita de bálsamo de aceite de flor de loto que siempre llevaba encima y se lo aplicó en tres puntos de la frente. Sabía que la señora Das lo estaba observando, pero no se volvió hacia ella. Continuó mirando al señor Das y a los niños, cuyas figuras iban haciéndose más pequeñas a medida que ascendían por la pendiente, deteniéndose de vez en cuando para tomar una fotografía, rodeados de un número de monos cada vez mayor.

—¿Le sorprende?

La forma en que la mujer formuló la pregunta lo hizo escoger cuidadosamente sus palabras:

—No es la clase de cosa que se da por hecha.

Volvió a guardarse la lata de bálsamo en el bolsillo.

—No, claro que no. Y no lo sabe nadie, desde luego. Nadie. Lo he mantenido en secreto durante ocho años. —Miró al señor Kapasi, inclinando un poco la barbilla, como si quisiera conseguir otra perspectiva—. Pero ahora se lo he contado a usted.

El guía asintió en silencio. De pronto, notaba la boca seca y la frente caliente y un tanto adormecida por efecto del bálsamo. Se planteó pedirle un poco de agua a la señora Das, pero al final decidió no hacerlo.

—Nos conocimos cuando éramos muy jóvenes —prosiguió ella, que rebuscó un momento en su bolso y sacó el paquete de arroz inflado—. ¿Quiere un poco?

—No, gracias.

Ella se metió un puñado en la boca, se recostó en el asiento y miró por la ventanilla de su lado del coche.

—Nos casamos cuando todavía íbamos a la universidad. Me había propuesto matrimonio en el instituto y, por supuesto, estudiamos en la misma universidad. En aquella época no concebíamos estar separados ni un solo día, ni un solo minuto. Nuestros padres eran amigos íntimos y vivían en la misma ciudad. Lo he visto todos los fines de semana de mi vida, en nuestra casa o en la suya. Nuestros padres nos enviaban a jugar al piso de arriba mientras bromeaban sobre nuestra boda. ¡Imagínese! Nunca nos descubrieron haciendo nada, aunque creo que, de un modo u otro, todo aquello era un montaje. ¡Lo que hacíamos aquellos viernes y sábados por la noche mientras nuestros padres tomaban el té abajo…! Si yo le contara, señor Kapasi…

En la universidad no hizo muchos amigos, continuó, porque pasaba todo el tiempo con Raj. No tenía a nadie con quien hablar de él al final de un día difícil, con quien compartir un pensamiento o una inquietud pasajera. Ahora sus padres vivían en la otra punta del planeta, aunque de todas formas nunca había estado muy unida a ellos. Al casarse tan joven, la situación la había desbordado: tener un hijo tan pronto, atenderlo, calentar biberones y comprobar su temperatura echándose unas gotas en la muñeca mientras Raj estaba en el trabajo, vistiendo sus jerséis de lana y sus pantalones de pana, dando clases sobre rocas y dinosaurios. En aquella época, Raj nunca se enfadaba ni se agobiaba, y ella no empezó a engordar hasta después de tener el primer hijo.

Como siempre estaba cansada, rechazaba una invitación tras otra de las pocas amigas que conservaba de la universidad, que le proponían ir de compras o a comer a Manhattan. Aquellas chicas acabaron por dejar de llamarla, así que se quedaba todo el día en casa con el bebé, rodeada de juguetes que la hacían tropezar cuando iba de un lado a otro y clavándoselos sin querer cuando se sentaba. Estaba siempre enojada y fatigada. Después de nacer Ronny, prácticamente habían dejado de salir, y aún eran más raras las ocasiones en que recibían visitas en casa. A Raj no le importaba; él estaba deseando que acabaran las clases para volver a su hogar, ver la televisión y jugar con el niño. Ella se enfadó mucho cuando su marido le anunció que un amigo punyabí a quien ella había conocido un día pero al que casi no recordaba iba a quedarse una semana en su casa porque tenía varias entrevistas de trabajo en la zona de New Brunswick.

Bobby fue concebido una tarde, en el sofá cubierto de juguetes de goma para la dentición, después de que el amigo recibiera la noticia de que un laboratorio farmacéutico londinense lo había contratado, mientras Ronny, hambriento, lloraba en su parque para bebés. La señora Das no protestó cuando el amigo le puso una mano en la parte baja de la espalda en el momento en que se disponía a preparar una cafetera, ni cuando tiró de ella hasta pegarla contra su elegante traje azul marino. Le hizo el amor en silencio, con apremio, con una pericia nueva para ella, sin abrumarla con los comentarios o las sonrisas que Raj siempre le prodigaba después. Al día siguiente, Raj llevó a su amigo al aeropuerto. Él se casó con una chica punyabí con la que ahora vivía en Londres. Todos los años intercambiaban felicitaciones de Navidad con Raj y Mina, y metían una fotografía de sus respectivas familias en el sobre. Pero él no sabía que era el padre de Bobby. Nunca lo sabría.

—Disculpe mi atrevimiento, señora Das, pero ¿por qué me ha contado esto? —preguntó el señor Kapasi cuando ella terminó de hablar y volvió a mirarlo.

—Haga el favor, deje de llamarme señora Das. Tengo veintiocho años. Seguro que usted tiene hijos de mi edad.

—No precisamente.

El señor Kapasi se molestó al darse cuenta de que ella lo veía como un padre. Lo que había sentido por la señora Das, lo que lo había empujado a mirarse en el espejo retrovisor mientras conducía, se disipó un poco.

—Se lo he contado por ese talento suyo.

Volvió a guardar el paquete de arroz inflado en el bolso, sin cerrarlo.

—No lo entiendo —replicó el señor Kapasi.

—¿No? En ocho años no he sido capaz de explicarle esto a nadie, a ninguna amiga, y mucho menos a Raj. Mi marido ni siquiera lo sospecha. Cree que todavía estoy enamorada de él. Bueno, ¿no tiene nada que decir?

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que acabo de contarle. Sobre mi secreto, y sobre el sufrimiento que me causa. Me siento terriblemente mal cuando miro a mis hijos, o cuando miro a Raj. Terriblemente mal. Me entran unas ganas tremendas de tirar cosas. Un día me dieron ganas de tirar todo lo que tengo por la ventana: el televisor, a los niños, todo. ¿No le parece enfermizo?

Él no contestó.

—¿No tiene nada que decir, señor Kapasi? Creía que en eso consistía su trabajo.

—Mi trabajo consiste en realizar visitas guiadas, señora Das.

—Me refería a su otro empleo. El de intérprete.

—Pero nosotros no tenemos que superar ninguna barrera lingüística. ¿Qué necesidad tenemos de un intérprete?

—No me refiero a eso. De otro modo, no se lo habría contado. ¿No se da cuenta de lo que significa para mí habérselo contado?

—No. ¿Qué significa?

—Significa que estoy harta de sentirme tan mal todo el tiempo. Ocho años, señor Kapasi, llevo ocho años sufriendo. Confiaba en que usted pudiera hacer que me sintiera mejor, decirme algo que me aliviara, proponerme algún tipo de remedio.

Él la miró, miró su falda de cuadros rojos y su camiseta con la fresa, y vio a una mujer que aún no había cumplido los treinta, que no amaba ni a su marido ni a sus hijos, y que había perdido la ilusión de vivir. Su confesión lo entristeció, sobre todo cuando se imaginó al señor Das al final del sendero, con la pequeña Tina aferrada a los hombros, fotografiando las antiguas celdas monásticas talladas en el desfiladero para mostrárselas a sus alumnos norteamericanos, sin sospechar ni saber que uno de sus hijos no era suyo. Al señor Kapasi le ofendió que la señora Das le pidiera que interpretara aquel pequeño secreto tan común y trivial. Ella no se parecía a los pacientes de la consulta médica, que llegaban desesperados y con los ojos llorosos, sin poder dormir, respirar u orinar con normalidad, y, sobre todo, incapaces de expresar con palabras sus padecimientos. Aun así, a pesar de todo, el señor Kapasi consideró que era su deber ayudar a la señora Das. Tal vez debería aconsejarle que le confesara la verdad al señor Das. Sí, le explicaría que la sinceridad era la mejor actitud. Sin duda alguna, la sinceridad la ayudaría a sentirse mejor, que era a lo que ella aspiraba. Quizá se ofrecería a estar presente durante la discusión, como mediador. Decidió empezar por la pregunta más obvia, ir directamente al meollo del asunto:

—¿Seguro que es sufrimiento lo que siente, señora Das? ¿No será culpabilidad?

Ella se volvió y lo fulminó con la mirada. Sus labios, pintados de un rosa frío, estaban recubiertos de aceite de mostaza. Fue a decir algo, pero mientras miraba al señor Kapasi debió de ocurrírsele algo, porque se detuvo de pronto. Él se quedó profundamente abatido. En ese momento comprendió que era tan insignificante para ella que ni siquiera merecía que lo insultara. La mujer abrió la puerta del coche y echó a andar por el sendero, tambaleándose un poco con sus tacones cuadrados de madera y metiendo la mano en el bolso para llevarse a la boca puñados de arroz inflado. El arroz se le iba escurriendo entre los dedos y dejaba tras ella un rastro zigzagueante. Un mono saltó de un árbol y se puso a engullir aquellos granitos blancos. El mono decidió ir en pos de la señora Das para conseguir más arroz, y otros se unieron a él. Pronto la seguían ya una media docena de ellos, con las aterciopeladas colas arrastrando por el suelo.

El señor Kapasi salió del coche. Quería gritar, avisarla de alguna forma, pero temió que ella se asustara si se enteraba de que los monos la escoltaban. Quizá perdiese el equilibrio. Quizá los monos le tiraran del bolso o del pelo. Echó a correr por el sendero y recogió una rama del suelo para ahuyentar a los animales. La señora Das continuaba andando, ajena a todo y dejando un rastro de arroz inflado. Cerca del final de la cuesta, ante una serie de celdas con una hilera de robustos pilares de piedra en la entrada, el señor Das estaba arrodillado en el suelo, enfocando con su cámara. Los niños estaban bajo las arcadas, y entraban y salían del campo de visión del señor Kapasi.

—¡Esperadme! —gritó la señora Das—. ¡Voy con vosotros!

Tina se puso a saltar.

—¡Viene mamá!

—Ah, estupendo —dijo el señor Das sin levantar la vista—. Justo a tiempo. Vamos a pedirle al señor Kapasi que nos haga una foto a los cinco.

El guía apretó el paso mientras enarbolaba la rama con la intención de llamar la atención de los monos e intentar que se dispersaran.

—¿Dónde está Bobby? —preguntó la señora Das cuando llegó hasta ellos.

El señor Das apartó la cámara.

—No lo sé. Ronny, ¿dónde está Bobby?

—Creía que estaba aquí —contestó Ronny, encogiéndose de hombros.

—¿Dónde está? —volvió a preguntar la señora Das—. ¿Qué demonios os pasa a todos?

Empezaron a llamarlo mientras caminaban arriba y abajo por el sendero. Durante un rato, sus propios gritos les impidieron oír los del niño. Cuando lo encontraron un poco más allá, bajo un árbol, estaba rodeado por un grupo de monos, más de una docena, que le tiraban de la camiseta con sus largos dedos negros. Los granos de arroz inflado que la señora Das había ido derramando estaban esparcidos a sus pies, y los monos escarbaban en el suelo para cogerlos. El niño estaba callado, inmóvil, con cara de espanto, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Tenía las piernas cubiertas de polvo y varias contusiones y heridas allí donde uno de los monos le golpeaba una y otra vez con el mismo palo que el niño le había dado un rato antes.

—Papá, el mono le hace pupa a Bobby —dijo Tina.

El señor Das se secó las palmas de las manos en los pantalones cortos. Con los nervios, apretó sin querer el obturador de la cámara y el zumbido del carrete al avanzar excitó más aún a los animales; el que blandía el palo empezó a golpear a Bobby con mayor determinación.

—¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Y si empiezan a atacarnos?

—¡Señor Kapasi! —gritó la señora Das al verlo cerca de ellos—. ¡Haga algo, por amor de Dios! ¡Haga algo!

El guía blandió su rama y los ahuyentó, lanzando fuertes silbidos a los que se resistían a marcharse y dando pisotones en el suelo para asustarlos. Los animales empezaron a retirarse poco a poco con andares pausados, obedientes pero sin dejarse intimidar. El señor Kapasi cogió a Bobby en brazos y lo llevó con sus padres y sus hermanos. Mientras caminaba hacia ellos, estuvo tentado de susurrarle un secreto al oído. Pero Bobby estaba aturdido, temblaba de miedo y tenía heridas en las piernas, donde había recibido los golpes más fuertes. Cuando el señor Kapasi se lo entregó a sus padres, el señor Das empezó a sacudirle el polvo de la camiseta y le colocó bien la gorra. La señora Das metió una mano en el bolso y sacó una tirita que le puso en un pequeño corte de la rodilla. Ronny le ofreció un chicle a su hermano.

—No ha sido nada. Solo está un poco asustado, ¿verdad, Bobby? —dijo el señor Das mientras le daba palmaditas en la coronilla.

—Por Dios, larguémonos de aquí —soltó la señora Das, que se cruzó de brazos tapando la fresa de su camiseta—. Este sitio me da escalofríos.

—Sí. Volvamos al hotel, será lo mejor —coincidió el señor Das.

—Pobre Bobby —dijo la señora Das—. Ven un momento. Deja que mami te arregle el pelo.

Volvió a meter la mano en el bolso, esta vez para coger el cepillito, y empezó a pasárselo al niño alrededor de la visera. Al sacarlo, el trozo de papel con la dirección del señor Kapasi salió volando arrastrado por el viento. Solo él se dio cuenta. Lo vio elevarse, cada vez más alto, hasta las ramas de los árboles en las que se habían sentado los monos, que observaban solemnemente la escena que se desarrollaba abajo. El señor Kapasi también la observaba, consciente de que aquella sería la imagen de la familia Das que guardaría para siempre en la memoria.

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