top of page

Carta de París

Ezra Pound

 

 

Ulises                                                                                                                                                                               Mayo 1922

 

Πολλῶν δ’ἀνθρώπων ἴδεν ἄστεα καὶ νόον ἔγνω.[1]

Todo el mundo debería “unirse y celebrar Ulises”. Aquellos que prefieran no hacerlo, podrían conformarse con ocupar un lugar muy inferior en los estratos intelectuales. No quiero decir que todos deban alabarlo desde una misma perspectiva; sino que todos los hombres leídos, terminen realizando o no su crítica, deberían hacerlo en beneficio propio.

Para empezar con temas alejados de la controversia yo diría que Joyce ha retomado el arte de escribir precisamente ahí donde lo dejó Flaubert. En Dublineses y en El retrato del artista adolescente no había rebasado aún los Trois contesL’Éducation Sentimentale. En Ulises, sin embargo, continuó el proceso iniciado con Bouvard et Pécuchet y supo llevarlo a un grado tal de eficiencia y concisión, que acabó devorando la Tentation de St. Antoine de un solo bocado, como si se tratara de un capítulo más de su monumental novela. Ulises tiene más elementos formales que cualquier obra de Flaubert. Y en el caso de Cervantes podemos ver cómo el español supo parodiar a sus predecesores al punto de que podríamos tomarlo como modelo comparativo si tenemos en cuenta otras formas sintéticas de Joyce. Pero donde el autor del Quijote satirizaba con una sola instancia, la locura, o utilizaba un único tipo de expresión paródica, en el caso de Joyce vemos que lo hace decenas de veces además de conseguir con ello abarcar implícitamente la totalidad de la historia de la prosa inglesa.

Los personajes Bouvard y Pécuchet representan la base de la democracia; Leopold Bloom también. Él es el hombre de la calle, el vecino, el público; y no nuestro público, sino el público de H. G. Wells. Ya que, si en Wells Hocking representa al público, en el caso de Bloom tenemos también a l’homme moyen sensuel, a Shakespeare, a Ulises, al Judío Errante, al lector del Daily Mail, al hombre que cree a pie juntillas aquello que lee en los periódicos, en fin, a todos-los-hombres, “al macho cabrío” que ...πολλὰ… πάθεν… κατὰ θυμόν [2]. Flaubert, que registra las costumbres rurales en Madame Bovary y los hábitos urbanos en L’Éducation Sentimentale, completó su registro de la vida del siglo XIX reflejando la amplia gama de cosas que tenía en la cabeza el hombre común de la época. Joyce encontró un método más expedito de análisis y síntesis. Después de que Bouvard y su amigo se retiraran a provincia, la narrativa de Flaubert se volvió más lenta. En Ulises, en cambio, todo puede suceder en cualquier momento. Y es que Bloom sufre kata thumon —“todos husmeando en búsqueda de su hígado y sus luces”—porque es el polumetis [3] y el receptor principal de todo lo que ocurre.

Los personajes de Joyce no solo emplean su propio lenguaje, también piensan con su propio lenguaje. Así encontramos al joven Dignam mirando un cartel de “dos peleadores descamisados y con los puños en alto”:

 

“Dios mío, ese sería un buen combate de boxeo que ver. Myler Keogh, ese es el tío que le dispara el puño, el de la faja verde. Dos chelines la entrada, los militares mitad de precio. Podría hacérselos soltar fácilmente a mamá. El señorito Dignam de la izquierda se volvió cuando él se volvió. Ese soy yo de luto. ¿Cuándo es? El 22 de mayo. Vaya, ese maldito asunto ya ha pasado.”

 

En cambio, cuando le corresponde el turno al padre Conmee, lo percibimos en un estado inmejorable:

 

“Y los chicos, ¿les iba bien en Belvedere? Ah, ¿sí? El Padre Conmee se alegraba muchísimo de saberlo. ¿Y el propio señor Sheehy? Todavía en Londres. El Parlamento seguía activo, claro que sí. Un tiempo estupendo que hacía, realmente delicioso. Sí, era muy probable que viniera otra vez a predicar el Padre Bernard Vaughan. Ah, sí, un éxito enorme.”

 

Y luego lo vemos reflexionar “sobre la divina providencia que procuró que hubiera leña en los pantanos y que los hombres pudieran sacarla y llevarla al pueblo o aldea para prender fuego en las chimeneas de la gente pobre”.

Pero los dialectos no son todos locales. En la página 406 nos enteramos de que:

 

“¡Elías viene! Bañado en la sangre del Cordero. ¡Ánimo, vosotros, que no sois más que bebedores de vino, tragadores de ginebra, chupadores del alcohol! ¡Ánimo, vosotros, los echados a perros, los de cuello de toro, los de frente de escarabajo, los de jeta de cerdo, los de sesos de cacahuete, los de ojos de comadreja, nada más que falsas alarmas y exceso de equipaje! ¡Ánimo, vosotros, triple extracto de infamia! Alexander J. Cristo Dowie, así me llamo, que ha catapultado a la gloria más de la mitad de este planeta, desde Frisco Beach hasta Vladivostok. La Divinidad no es una función de perra gorda. Os lo aseguro yo, que el Señor pisa fuerte y es un negocio con un porvenir de primera. Es la cosa más fenomenal que ha habido nunca, metéroslo en la cabeza. Gritad: ¡La salvación en Cristo Rey! Mucho vas a tener que madrugar, pecador que me escuchas, si quieres jugársela a Dios Todopoderoso. ¡Caaaa! Ni hablar. Te tiene guardado en el bolsillo de atrás un jarabe para la tos que ya verás lo que es bueno, amigo mío. Pruébalo y ya verás.”

 

Esta variedad de jergas permite a Joyce tratar sus temas y ejercitar sus tonos mentales de una manera sumamente expedita. No es ni más ni menos sucinto que Flaubert cuando muestra el agotamiento de la relación entre Emma y su suegra ni cuando describe al personaje de Père Rouault o caracteriza a Emma Bovary en su última carta. Sin embargo, sí que consigue ser más rápido y efectivo en el registro de “ideas recibidas” que el francés en Bouvard et Pécuchet.

Ulises es, supuestamente, tan irrepetible como Tristram Shandy. Quiero decir que no se puede imitar. No se puede usar como “modelo”, como sí que podría hacerse con Madame Bovary. Pero culmina algo iniciado en Bouvard et Pécuchet; y contribuye, definitivamente, al repertorio internacional de técnicas literarias.

Novelas clásicas, incluso excelentes novelas, parecen infinitamente extensas y sobrecargadas después de observar la manera en que Joyce exprime la última gota de una situación, de una ciencia o de un estado mental, en media página, en una pregunta y una respuesta del catecismo, o en una invectiva al estilo de Rabelais.

El propio Rabelais sobrevive, perdura y es demasiado sólido como para ser superado por algún imitador. Fue inquebrantable cuando se opuso a las idioteces de su época. Hizo frente a la teología eclesiástica y, de manera notable, rechazó la ciega idolatría de los clásicos que recientemente se han puesto de moda. Rehusó todo, de lleno, con un impulso incluso más fuerte que el que Joyce, a la fecha, ha mostrado; pero no se me ocurre ningún otro escritor en prosa cuyo status proporcional en la llamada pan-literatura no haya sido alterado por la publicación del Ulises.

James (H.) habla empleando su hermosa voz aun cuando sus creaciones deberían estar usando la suya. Joyce habla, si no con la lengua de los hombres y los ángeles, al menos con un lenguaje de múltiples registros. Habla la lengua de los niños, la de los predicadores callejeros, la de los cultos y la de los no refinados: rufianes y agentes funerarios; la lengua de Gerty McDowell y la del señor Deasy.

Uno lee a Proust y lo encuentra muy habilidoso. Uno lee a Henry James y sabe que también lo es. Pero uno empieza a leer Ulises y piensa, correctamente quizá, que tal vez sea menos hábil, pero que es, cuanto menos, grácil. Uno también tiene en consideración cómo James y Proust “transmiten su ambiente” de una manera tan lograda. Sin embargo, el ambiente del episodio de Gerty-Nausicaa, con los ecos y entonaciones de las oraciones de la tarde, es, sin lugar a dudas, “transmitido”, y lo es, además, con una certeza y eficiencia que ni James ni Proust han logrado mejorar.

En la recta final de la novela, cuando nuestro autor se siente más o menos aliviado por haber descargado buena parte de su libro, si no nos percatamos de sus logros gráciles, al menos lo hacemos respecto a sus acrobacias o a los gritos y las celebraciones por los giros técnicos que consigue hacer el trapecista; de manera tal que parecería temerario ponernos a dogmatizar sobre sus limitaciones. Por otra parte, todo lo que él es, absolutamente todo, rebasa con mucho los límites y la órbita de Henry James y se encuentra fuera de la órbita y de la trayectoria de Marcel Proust.

Si acaso lo acusaran de que apunta a “aquel provincianismo obligado a incluir por fuerza alusiones a algún libro o costumbre local”, también debe admitirse que ningún autor resulta más lúcido o más explícito en su manera de presentar las cosas, a tal grado de que un chino o un habitante imaginario del siglo XLI sería capaz, sin recurrir a obras de referencia, de darse una muy buena idea de las escenas o de las situaciones que en la novela se describen.

Poynton con su botín [4] crea una imagen menos viva que la casa de dos pisos de Bloom. Los recuerdos de In Old Madrid no pertenecen al ámbito intelectual. El “coche con la parte trasera inclinada” me resulta un tanto local. Pero en conjunto, dudo que las alusiones locales obstaculicen la comprensión general de la obra. Detalles locales existen en todos lados, los entendemos mutatis mutandis; y cualquier cuadro sería imperfecto sin ellos. Nos corresponde equilibrar la oscuridad con la brevedad. Y lo conciso puede resultar oscuro para el lector.

En esta extraordinaria novela nuestro autor también ha ahondado en la épica y ha resucitado, por primera vez desde 1321, las figuras tradicionales del Infierno. Sus furias no son figuras de cartón. Por un simple proceso de inversión, ha recuperado a las furias con sus señoras de castillo flagelantes. Telémaco, Circe y el resto de la compañía de la Odisea, la ruidosa caverna de Eolo, se ubican en la mente del lector tan rápido como este se encuentre familiarizado con las obras y los personajes de Homero. Esas correspondencias forman parte del acervo medieval de Joyce y son fruto de su propia cosecha; forman parte de su andamiaje, de un modo de construir que termina justificándose por los resultados. Y son también el triunfo de la forma a partir de un esquema equilibrado lleno de tramas y arabescos infinitos.

A mi modo de ver, la mejor crítica a cualquier obra, la única crítica que ostenta algún valor de permanencia, o incluso de moderada perdurabilidad, proviene del escritor o del artista que supera a sus antecesores y nunca del joven que escribe generalidades. La Salomé de Laforgue es una verdadera crítica a Salammbô. Joyce, y quizá Henry James, son críticos de Flaubert. Para mí, como poeta, la Tentación es jettatura, es el efecto de la época de Flaubert sobre el propio Flaubert. Es decir, al francés le interesaban ciertas cuestiones que ahora han sido olvidadas porque vivió en un periodo particular del tiempo y, por fortuna, a la hora de reunir esas cuestiones, lo hizo en uno o dos libros en los que mantuvo fuera los temas contemporáneos. Esas cuestiones ahora las coloco a un lado como podría hacerse también con el tratado de Dante De aqua et terra o con cualquier otra cosa que tuviera importancia hoy en día sobre todo por su valor arqueológico. Joyce, haciendo uso de los mismos recursos que Flaubert, consiguió realizar una crítica mucho más actualizada de estos asuntos: “Quizá le habríamos creído a la primera a Flaubert si nos hubiera mostrado a St. Antoine en Alejandría mirando a las mujeres y los escaparates de las tiendas de joyas”.

Ulises tiene 732 páginas, es decir, es aproximadamente del tamaño de cuatro novelas normales, e incluso una mera lista de sus muchos puntos de interés excedería probablemente el espacio que me ha sido asignado aquí. En el episodio “Cíclope” se nos brinda la posibilidad de medir la diferencia entre la realidad y la realidad representada mediante diversas formas de expresión. La sátira sobre los distintos usos caducos del lenguaje culmina en la escena de la ejecución —sangre y azúcar cocidos en clichés y retórica—; justo lo que el público merece y justo lo que recibe todas las mañanas con sus cereales junto al Daily Mail y el periodismo sentimental.  Es por eso que quizás estemos ante la sátira más salvaje que hayamos leído desde que Swift sugiriera una cura para la hambruna en Irlanda. Henry James se quejó de Baudelaire al respecto: “Le Mal, te honras demasiado, [...] nuestra impaciencia es idéntica a la que tendríamos [...] si unas Flores del Bien se nos hubiesen presentado con una rapsodia, sobre un pastel de ciruelas y en un ambiente perfumado”. Joyce, en cambio, se propuso crear un infierno y lo logró.

Él ha representado a Irlanda bajo el dominio británico en un cuadro tan verídico que hasta un cobarde de novena categoría como Shaw (Geo. B.) no se atrevería a mirarlo a la cara. En términos de extensión, ha presentado todo el Occidente bajo el dominio del capital. Los detalles del mapa de las calles son locales, pero Leopold Bloom (de nacimiento Virag) es ubicuo. Su esposa Gea-Tellus, símbolo telúrico, es la tierra desde la cual la inteligencia se empeña por salir a flote y hacia la cual terminará abocada in saeculum saeculorum. Por eso Molly, que es un hueso duro de roer, no es una prostituta al uso, sino más bien una adúltera. Sus últimas meditaciones no han sido censuradas (hagamos una reverencia al psicoanálisis que nos exige este momento). El “censor”, en el sentido freudiano, ha sido anulado y los pensamientos nocturnos de Molly se nos revelan de una manera diferente a la utilizada en el poema de Young. En última instancia dice que su cuerpo es una flor y la última palabra que nos deja es completamente afirmativa. Las costumbres de la sociedad burguesa que frecuenta no han hecho mella en su personalidad. Es por eso que seguiría siendo la misma si hubiera crecido en la Patagonia o en Camden o hubiera sido de la ciudad de Jersey.

Y el libro está prohibido en Estados Unidos, donde todos los niños de siete años de edad tienen pleno acceso a los detalles del caso Arbuckle, o doscientos otros casos semejantes en los 270 000 000 de ejemplares de los 300 000 periódicos que nos invaden. Uno regresa a la pregunta de los Goncourt:

 

"¿Conviene que la gente permanezca bajo un edicto literario? ¿Existen clases tan indignas, desgracias tan lamentables, dramas y catástrofes tan desventurados, horrores tan carentes de nobleza? Ahora que ha crecido el prestigio de la novela, ahora que es la forma literaria por excelencia [...] que ha devenido en instrumento de pesquisa social o de investigación y análisis psicológicos, ¿exigen estudios a su creador y le imponen los rigores de la ciencia [...]en la búsqueda de los hechos, [...] escriba o no el novelista con la precisión y, por lo tanto, la libertad de un sabio, de un historiador o de un médico?"

 

Si la única clase en Estados Unidos que hace un esfuerzo por pensar fuera censurada por unos maniáticos, ¿por qué no se atreven a entrometerse con los espectáculos de Broadway? ¿Existe alguien que, por dos o tres palabras que todos los niños han visto escritas en las paredes de los baños públicos, revise meticulosamente doscientas páginas sobre la consustanciación o la influencia biográfica de Hamlet? ¿Y conviene falsificar un reporte sobre el estado de la mente en el siglo XX (el primero de la nueva era) omitiendo esas dos o tres palabras, o fingiendo ignorar algunos actos extremadamente sencillos? Si el Bloomsday no ha sido censurado, estupendo. Los análisis de materias fecales en el hospital más cercano, tampoco. Nadie, salvo un presbiteriano, sería capaz de cuestionar la utilidad de esta última precisión. Una obra maestra literaria está hecha para mentes igualmente serias a aquellas comprometidas con la ciencia de la medicina. El antropólogo y el sociólogo tienen derecho a producir documentos igualmente precisos, y a realizar reportes y comentarios igualmente sucintos. Un derecho que rara vez se les concede si tenemos en cuenta la complejidad del tema que nos ocupa y la idiotez de las supersticiones actuales para considerarlo.

Un reporte de Fabián sobre la leche es de menos utilidad para un legislador que el saber contenido en Madame Bovary o en L’Éducation Sentimentale . Se supone que un legislador está para manejar los asuntos humanos y para facilitar los acuerdos entre los actores sociales. Si alguna vez hubo una buena forma de gobierno fue porque se tuvo acceso a las más importantes fuentes de conocimiento. La Edad Media estuvo gobernada por aquellos que sabían leer, una aristocracia que recibió el tratado de Maquiavelo en presencia de sus siervos. Hoy en día una muy restringida plutocracia recibe las noticias, de las cuales solo una fracción (con muy poca probabilidad de iluminar excesivamente mercados próximos) se publica en los periódicos. Jefferson fue, quizás, el último funcionario que tuvo algún sentido general de la civilización. Molly Bloom juzga a Griffith por “la sinceridad de sus pantalones”, mientras la edición parisina del Tribune nos informa que el congreso de sastres ha declarado al presidente Harding como el magistrado mejor vestido.

Mi intención no es de ninguna manera menospreciar la ventaja de tener un presidente que pueda competir, en cuanto a pantalones se refiere, con los modelos de elegancia del Sr. Balfour y de lord (antes solo Sr.) Lee de Fareham (y Checquers), pero tampoco quisiera menospreciar la utilidad pública que puede aportar el lenguaje preciso que surge de la literatura y que ni el sucinto Julio César, ni el lúcido Maquiavelo, ni el autor del código napoleónico, ni Thomas Jefferson —para citar un ejemplo local— habrían pasado por alto. Claro que es demasiado prematuro saber si nuestro gobernador actual se interesará o no por estos temas; solo sabemos que el difunto pseudointelectual Wilson no mostró interés, ni el difunto bombástico Teddy, ni Taft, McKinley o Cleveland, y que, hasta donde tenemos memoria, ningún presidente norteamericano ha pronunciado una sola palabra que implicara un mínimo de interés o conciencia por la necesidad de una vitalidad intelectual o literaria en los Estados Unidos. Una cierta conciencia del estilo hubiera podido salvar a Estados Unidos y a Europa de Wilson, lo cual hubiera sido muy útil para nuestros diplomáticos. Le mot juste es de utilidad pública. No lo puedo evitar. No estoy afirmando esto como una concesión a los estetas que quieren que todos los escritores sean fundamentalmente inútiles. Las palabras nos gobiernan, las leyes están grabadas en palabras, y la literatura es la única manera de mantener estas palabras vivas y vigentes. El espécimen de hongo pronunciado en mi carta de febrero [5] revela lo que le sucede al lenguaje cuando llega a las manos de los especialistas analfabetos.

El Ulises contiene material suficiente como para un simposio y no solamente para una carta, un ensayo o una reseña.

 

 

1. “Vio las ciudades de muchos hombres y leyó sus mentes”, Odisea, I, 3.

2. “Sufrió todas las cosas... en su corazón”, Odisea, I, 4.

3. “De muchas mentes” o “de muchas artimañas”, el epíteto principal de Odiseo que Pound se había aplicado a sí mismo en Londres.

4. Se refiere a la novela de Henry James The Spoils of Poynton.

5. Carta de Pound fechada en marzo de 1922, en la que ridiculiza un ensayo de John Middleton Murry publicado en The Dial en diciembre de 1921 y titulado "Gustave Flaubert", por considerarlo una típica pieza de la fatuidad crítica británica.  

bottom of page