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Cómo ayudar a T. S. Eliot a escribir mejor
(Notas para una bibliografía definitiva)

 Cynthia Ozick
 

En el mundo del academicismo literario por lo general aún se desconoce que una primera versión del célebre poema de T. S. Eliot, “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, apareció publicada por primera vez en The New Shoelace, una revista de circulación incierta, venida a menos, con sede en la calle Quince Este de la ciudad de Nueva York. Eliot, recién salido de Harvard, viajó en tren desde Boston con un sobre moteado de papel manila. Llevaba zapatos sin cordones con la puntera reluciente. Sus mejillas hundidas y melancólicas lucían la palidez que en aquellos tiempos se atribuía a los poetas experimentales.
La oficina de The New Shoelace estaba en el último piso del edificio de una antigua fábrica. Eliot subió en el ascensor con júbilo contenido; en secreto imaginaba al joven Henry James, que al parecer había entrado una vez en aquella misma estructura, resiguiendo con gesto maniático la reseña de un libro antes de darla para su publicación. Las paredes de ladrillo olían al aceite rancio de las máquinas de coser. Los cables del ascensor, visibles a través de un agujero en el techo, estaban gastados y de vez en cuando patinaban; la cabina subía lánguidamente, chirriando. Eliot se bajó en la séptima planta. El pasillo desierto, con su hilera de puertas cerradas, era un enigma intimidante. Pasó junto a tres de ellas con paneles de cristal esmerilado marcados con rótulos: AGUJAS BIALY-EN EL MUNDO ENTERO, LANAS WARSHOWER S. L., y CABALLEROS. A continuación estaba la salida a la escalera de incendios. The New Shoelace, conjeturó Eliot, debía de encontrarse en la dirección opuesta. CAJAS MONARCH; COMPONENTES LUMÍNICOS DIAMOND – NUEVOS DISEÑOS; AGENCIA DE VIAJES MAX (SOLO PARA ESTE MUNDO); CORDONES Y RIBETES DE PASAMANERÍA YANKELOWITZ – TODA GAMA DE COLORES; DAMAS. Y allí, al final del pasillo, encajada en un callejón sin salida, estaba la redacción de The New Shoelace. El sobre de papel manila había empezado a temblar en la mano del joven poeta. Tras aquel rótulo en letras de imprenta reinaba Firkin Barmuenster, director.
En aquellos tiempos lejanos The New Shoelace tenía una reputación notable, a pesar de la escasez de recursos que a primera vista delataba el mobiliario desvencijado de la oficina. O tal vez era Firkin Barmuenster quien tenía dicha reputación. Es comprensible que Eliot se sintiera apocado. Había una mecanógrafa con una bufanda de flecos detrás de una máquina de escribir alta y negra, tan encogida que parecía una inmigrante recién salida de las opresivas bodegas de un barco, dando manotazos en las teclas como si espantara moscas. A un par de pasos de donde estaba encajada la mesa de la mecanógrafa, se alzaba el imponente escritorio de Firkin Barmuenster, cuya superficie quedaba oculta bajo montones de manuscritos manchados de grasa, envoltorios olorosos y tazas de porcelana desportilladas en los bordes. A Firkin Barmuenster no se lo veía por ninguna parte.
La mecanógrafa interrumpió su tarea.
—¿Puedo ayudarle?
—He venido —anunció Eliot con timidez— a ofrecer algo con vistas a que lo publique su revista.
—F. B. ha salido un momento.
—¿Puedo esperarle?
—Como quiera. Búsquese una silla.
La única silla en el horizonte, sin embargo, era la del propio Firkin Barmuenster, disuasivamente colocada al otro lado del regio escritorio. Eliot se quedó erguido como un centinela, aguardando los pasos que al fin resonaron desde el lejano final del pasillo. Eliot pensó que Firkin Barmuenster seguramente volvía de la puerta con el rótulo CABALLEROS. Dentro del sobre de papel manila que Eliot agarraba con fervor, “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” resplandecía con su incontrovertible promesa. Eliot estaba convencido de que algún día sería uno de los poemas más célebres del mundo, analizado por los estudiantes universitarios y los directivos de las empresas en su ascenso hacia el éxito. Solo que ahora se le planteaban ciertos obstáculos en apariencia insalvables: él, Tom Eliot, era tremendamente joven y aún más tremendamente desconocido; además, Firkin Barmuenster tenía fama de ser tan impaciente como implacable con la mala escritura. Eliot en el fondo sabía que su “Prufrock” no estaba mal escrito. Esperaba que Firkin Barmuenster hiciera justicia a la reputación de gran editor que lo distinguía y estuviera dispuesto a publicar los frutos del esfuerzo de Eliot, del que tan orgulloso se sentía, en las páginas de The New Shoelace. Los vapores de la tinta que emanaban de la revista alteraron a Eliot e hicieron que su corazón latiera más rápido que nunca. ¡Publicar!
—Vaya, vaya, qué tenemos aquí —inquirió Firkin Barmuenster, aposentándose tras los montículos que se elevaban en el altiplano de su escritorio, al tiempo que rebuscaba en uno de los envoltorios de papel y sacaba un plátano.
—He escrito un poema —dijo Eliot.
—Aquí no perdemos el tiempo con esas cosas —gruñó Firkin Barmuenster—. Somos una revista de opinión.
—Ya me he dado cuenta —dijo Eliot—, pero me he fijado en esos espacios que a veces dejan al final de sus artículos de opinión, y pensaba que sería un buen lugar para calzar un poema, puesto que de todos modos no destinan ese espacio a ninguna otra cosa. Además —expuso Eliot con voluntad conciliatoria—, mi poema también expresa una opinión.
—¿No me diga? ¿Y sobre qué?
—Si tuviera la bondad de dedicar medio segundo a echarle un vistazo…
—Joven —le gruñó Firkin Barmuenster—, permítame que le explique cómo funcionamos aquí. En primer lugar, corren tiempos modernos. Estamos hablando de 1911, no de 1896. Lo que aquí nos preocupan son los asuntos de actualidad. Política. Comportamiento humano. Quién gobierna el mundo, y cómo. Nada de versos lánguidos y enfermizos, ¿me sigue?
—Creo poseer, señor —respondió Eliot con solemne cortesía—, una voz completamente nueva.
—¿Voz?
—Experimental, podría decirse. Nadie ha escrito así hasta ahora. Mi obra representa una sublevación del optimismo y la alegría del siglo pasado. Táchela de lánguida y enfermiza si lo desea. Es, si no le importa que sea yo mismo quien me eche flores… —dijo, aunque bajó la mirada para demostrarle a Firkin Barmuenster que sabía lo tremendamente joven y desconocido que era—. Es una declaración implícita de que la poesía no solo debe buscarse a través del sufrimiento, sino que encuentra su esencia únicamente en el sufrimiento mismo. Insisto —añadió, más tímidamente aún— en que el poema debería ser capaz de ver más allá tanto de la belleza como de la fealdad. Ver el aburrimiento, y el horror, y la gloria.
—Me ha gustado eso que dice de desperdiciar todo ese espacio en blanco —contestó Firkin Barmuenster, de repente meditabundo—. De acuerdo, echémosle un vistazo. ¿Cómo ha titulado su copla?
—“La canción de amor de J. Alfred Prufrock”.
—Bueno, pues eso no sirve. Siéntese, haga el favor. No soporto que la gente se quede de pie, ¿es que mi chica no se lo ha dicho?
Eliot miró de nuevo a su alrededor en busca de una silla, y con gran alivio detectó un taburete alto junto a la ventana, una abertura mugrienta que daba a un lóbrego patio de luces. Encima había un montón de números atrasados de The New Shoelace. Mientras los quitaba de allí y los colocaba cautelosamente en la repisa de la ventana, ennegrecida por el hollín, la portada de la revista que encabezaba la pila lo saludó con su tedioso titular, MONARQUÍA O ANARQUÍA, EL DILEMA POLÍTICO DE EUROPA, que el pobre Tom Eliot leyó con una punzada de arrepentimiento. Tal vez, reflexionó fugazmente, había llevado a su querido “Prufrock” a la encrucijada equivocada de las aspiraciones humanas. ¡Qué tremendamente joven y desconocido se sintió! Aun así, un novato tiene que empezar en algún sitio. ¡Publicar! No le cabía duda de que un gran hombre como Firkin Barmuenster (que ya se había terminado el plátano) sabría apreciar un talento tan poco frecuente como el suyo.
—Veamos, Pufo, muéstreme sus efluvios —le pidió Firkin Barmuenster una vez que Eliot hubo arrastrado el taburete hasta el lugar apropiado delante del imponente escritorio del editor.
—Es Prufrock, señor. Pero yo me apellido Eliot. —Las manos le seguían temblando mientras sacaba las páginas de su “Prufrock” del sobre moteado de papel manila.
—¿Algún parentesco con ese tal George hembra? —preguntó Firkin Barmuenster a bocajarro, en voz tan alta que la mecanógrafa de los flecos dejó de teclear y miró pasmada a su jefe durante un único instante.
—Mi nombre de pila es Tom —dijo Eliot; en su fuero interno le carcomía la ignominia de ser tan tremendamente desconocido.
—Me gusta. Sé apreciar un nombre llano. Aquí estamos a favor de la claridad. Somos directos. Nuestro credo es que cada frase es correcta o incorrecta, exactamente igual que una suma. ¿Ve por dónde voy, George?
—Bueno… —empezó Eliot, sin atreverse a corregir este último desliz (Freud aún no estaba en todo su apogeo, y era demasiado pronto para que el oscuro significado de un error así llegara a ser de dominio público)—. A decir verdad creo que una frase es, si me permite la libertad de citarme a mí mismo, una especie de voz, dotada de su propio suspense, sus propios interrogantes secretos, sus idiosincrasias y sus soliloquios azarosos. Sin esa necesaria concepción uno podría castrar, podría neutrali…
Pero Firkin Barmuenster ya se había sumergido en las páginas de “Prufrock”. Eliot observó el subir y bajar constante de las comisuras de su boca mientras leía. Por primera vez el joven Tom Eliot se fijó en la manera de vestir de Barmuenster. Menudo y pulcro, sin bigote pero agraciado con una gran dentadura marfileña y un pelo canoso del color de la ceniza, Barmuenster llevaba un traje a cuadros beige y marrón, en el que la fina raya diplomática roja recorría en horizontal solo los cuadros beiges; sus calcetines eran del romántico tono azul del huevo del petirrojo, y sus zapatos, con los tacones impecables y tapas nuevas recién puestas, eran granates con la puntera blanca. Más parecía un jugador de golf profesional en decadencia que un literato de reconocida estatura. ¿Qué era más representativo de la configuración intelectual de Barmuenster, musitó Eliot, sus gustos en el vestir o las grasientas bolsas de papel sobre las que apoyaba los codos? No acertaba a decidirlo.
Firkin Barmuenster seguía leyendo. La mecanógrafa continuaba aplastando moscas imaginarias con las manos. Eliot aguardó.
—Confieso —dijo Firkin Barmuenster pausadamente, levantando los párpados para encarar el pálido rostro del poeta— que no esperaba algo tan bueno. Me gusta, querido muchacho, ¡me gusta! —Titubeó y emitió un leve gorjeo, como les ocurre a los hombres que han dejado de fumar en pipa de una vez y para siempre. Y de hecho Eliot descubrió dos o tres pipas con la boquilla mascada en el vaso que hacía las veces de lapicero; los lápices también estaban muy mordisqueados—. Por supuesto usted conoce nuestra política respecto a los honorarios. Después de pagar a Clara, el alquiler, la limpieza y lo que cuesta un plátano de vez en cuando, no queda mucho para el escritor, George, salvo la gloria. Sé que a usted le parece bien, y sé que comprenderá que lo que nos interesa principalmente es preservar la santidad del texto del autor. El texto es sagrado, es sagrada escritura, ni más ni menos. Dejaremos de lado el título por el momento, luego ya nos concentraremos en eso. ¿Qué ocurre, George? Parece que la gratitud lo hubiera dejado sin habla.
—Jamás esperé, señor… Quiero decir que sí lo esperaba, pero no creía que…
—Bueno, pues entonces manos a la obra. La idea es excelente, de primer orden, pero advierto una pizca de exceso de repetición. Usted mismo lo reconocía hace un minuto. Por ejemplo, veo que dice usted, aquí arriba:

En el salón las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel,

y luego, aquí, en la página siguiente, lo repite de nuevo.
—Pretende ser una especie de estribillo —aclaró Eliot modestamente.
—Sí, ya me doy cuenta, pero a nuestros suscriptores no les sobra tiempo para leer las cosas dos veces. Actualmente nos enfrentamos a una nueva estirpe de lector. Tal vez en 1896, por ejemplo, disponían de tiempo libre para leer frases repetidas, pero nuestros contemporáneos van siempre con prisas. Veo que peca usted bastante del vicio de la redundancia. Mire esto, aquí donde ha puesto:

“Soy Lázaro, surgido de entre los muertos,
que vuelve para decíroslo todo, os lo diré todo”…
Si alguna, acomodando la cabeza junto a una almohada,
dijera: “No es eso lo que pienso, de ningún modo.
No es eso en absoluto”.

”Muy bonito, pero esa referencia a los muertos que vuelven a la vida es demasiado vaga. Yo eliminaría toda esa parte. La almohada también. No hay necesidad de esa almohada, no le aporta nada. Y en cualquier caso, abusa usted de la negación. Eso no funciona. Parece descuidado. ¿Y quién usa la misma palabra para hacer una rima? ¡Más descuido! —reiteró Barmuenster con aspereza, descargando el puño con fuerza sobre el otro plátano, pelado y listo para comer—. Y en este otro verso, donde pone: “¡No! No soy el príncipe Hamlet, ni pretendía serlo”, bueno, lo mejor es olvidarlo. No tiene sentido traer al Bardo a colación cada dos por tres. Haría bien en escapar de esa clase de trucos fáciles.
—Pensé —murmuró Eliot, preguntándose (y adelantándose a su tiempo) si la ansiedad de comer plátanos guardaría alguna relación con la privación de la pipa— que ayudaría a mostrar cómo se ve Prufrock a sí mismo…
—Puesto que está usted diciendo que no se ve como Hamlet, ¿a santo de qué meter a Hamlet en todo esto? No podemos desperdiciar las palabras; no en 1911, desde luego. Mire ahora aquí arriba, en lo alto de la página, habla usted de

un par de raídas garras
deslizándose por el fondo de mares silenciosos.

”¿De qué clase de garras se trata? ¿Pinzas de langosta? ¿De cangrejo? ¡Precisión, muchacho, precisión!
—Procuraba sugerir algo genérico, para crear ambiente…
—Si se refiere a un crustáceo, diga que es un crustáceo. En The New Shoelace no ofrecemos mera metonimia.
—Las sensaciones son también un tipo de significado. Metáfora, imagen, alusión, forma lírica, melodía, ritmo, tensión, ironía. Por encima de todo, la correlación objetiva… —Pero el pobre Tom Eliot calló en mitad de la frase al ver que el otro caballero se ponía colorado.
—¡Trucos! ¡Artimañas! No trate de descubrirle la lengua inglesa a Firkin Barmuenster. Edito The New Shoelace desde antes que usted naciera, y creo que a estas alturas puede confiarse en que sé limpiar una página. Me gusta verla despejada, ya se lo he comentado. Me he fijado en que usted siembra por todas partes un montón de signos de interrogación, y que van y vienen por el mismo terreno trillado una y otra vez. Ha puesto un “Así que ¿cómo he de atreverme?”, y entonces tiene “¿Y cómo iba yo a atreverme?”, y después ha puesto un “¿Y habré de atreverme?”. No le va a quedar más remedio que decidir cómo ponerlo y atenerse a su decisión. La gente no va a hacer concesiones con usted solo porque sea tremendamente joven, ¿sabe? Y en cualquier caso no debería poner tantos signos de interrogación. Debería emplear frases declarativas limpias y que suenen bien al oído. Mire esto, por ejemplo, haga el favor de ver el desbarajuste que tiene usted aquí:

Envejezco… Envejezco…
Llevaré los bajos del pantalón remangados.

¿Me peinaré hacia atrás? ¿Me atrevo a comer un melocotón?
Llevaré pantalón blanco de franela y caminaré por la playa.
He oído cantar a las sirenas, cantarse unas a otras.

”Eso no funciona para hablar del envejecimiento. Ahí vuelve usted otra vez a repetirse, y luego otra vez afloran las preguntas. Y lo de meter a toda costa el melocotón y el pantalón solo por la rima… Cualquiera se da cuenta de que es solo por la rima. Tanto ripio hace que el lector se impaciente. Exceso de equipaje. Exceso de palabras. Nuestra nueva estirpe de lector quiere otra cosa. Claridad. Simplicidad. Ir al grano, sin todo ese fárrago enervante. Dígame, George, ¿usted va en serio con la escritura? ¿De veras quiere llegar a ser escritor algún día?
El poeta tragó saliva, la sangre empezó a martillearle las sienes.
—Es mi vida —dijo sin más.
—Y su deseo de publicar, ¿también va en serio?
—Daría un ojo de la cara —admitió Tom.
—Muy bien. Entonces déjelo de mi cuenta. Lo que necesita es un buen trabajo de edición que limpie todo esto. ¡Clara! —gritó. La mecanógrafa de los flecos levantó la vista tan bruscamente como antes—. ¿Tenemos algún espacio en blanco debajo de cualquiera de los artículos del próximo número?
—Muchos, F. B. Queda una buena franja debajo de ese artículo sobre el nuevo traje de noche azul de Alice Roosevelt.
—Bien. George —dijo el editor tendiéndole una mano viscosa al joven y desconocido poeta—, déjele a Clara su nombre y su dirección, y en un par de semanas le mandaremos un ejemplar de su texto publicado. Si no viviera fuera de la ciudad le pediría que pasara por aquí a recogerlo para ahorrarnos el envío, pero sé lo emocionante que es para un novel aspirante como usted aparecer publicado en una revista seria. Me hace recordar mis años de juventud, si me permite el cliché. Vaya con cuidado en el ascensor, a veces la cuerda se engancha en ese clavo grande del quinto piso y rebota tanto que parece que se le salten a uno esos ojos de la cara que dice usted. Ah, por cierto, ¿alguna sugerencia para el título?
La sangre seguía martilleando las sienes del joven Tom Eliot. Lo embargaba una felicidad como nunca había experimentado. ¡Publicar!
—Lo cierto es que creo que sigue gustándome “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” —afirmó, envalentonado por la alegría.
—Demasiado largo. Demasiado oblicuo. No viene a cuento. ¡Concisión! ¿Sabe usted que hasta ahora lo importante era que las cosas se pudieran leer de corrido? Bueno, pues personalmente apuesto porque puedan leerse al vuelo: en eso consiste The New Shoelace. George, estoy a punto de ponerlo a usted en el mapa de todos esos tipos ocupados que huyen de la versificación. Deje el título en mis manos. Y no se preocupe por esa preciosa voz suya, George, que aquí el texto es sagrado, se lo prometo.
Agradecido, Tom Eliot volvió a Boston desbordante de alegría. Y al cabo de dos semanas pescaba del buzón la apoteosis de su tierna juventud: la primera publicación que se conserva de “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”.
Es una triste verdad que hoy en día cualquier directivo de una empresa puede recitar el descuidado arranque, sin pulir, de esta pieza justamente famosa:

Vayamos entonces, tú y yo,
cuando el crepúsculo se tiende en el cielo
como un paciente anestesiado sobre una mesa;
vayamos, por ciertas calles medio desiertas,
los susurrantes refugios
de noches sin descanso en hoteles baratos, etc.

Pero estos versos flojos y enrevesados no siempre fueron tan conocidos, ni era tan fácil acceder a ellos. El tiempo y el destino no han tratado bien a Tom Eliot (que un día, dicho sea de paso, dejó de ser tremendamente joven): por alguna razón, la versión descuidada y sin pulir se ha abierto camino con mayor suerte en los últimos noventa años que los concienzudos esfuerzos de Barmuenster por alcanzar la perfección. Aun así el gran Firkin Barmuenster, aquel editor posfinisecular conocido por su meticulosa concisión y su vehemente precisión, por lanzar no pocas carreras literarias y contribuir a mejorar no pocos estilos de redacción flojos y redundantes, fue —aunque el hecho no se haya difundido todavía entre el público lector— el descubridor de T. S. Eliot y el primero que apostó por él.
Para provecho de los bibliógrafos y, sobre todo, para deleite de los amantes de la poesía, el texto íntegro de “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” apareció en The New Shoelace del 17 de abril de 1911 como sigue:

LA MENTE DEL HOMBRE MODERNO
por George Eliot

( Nota del editor: Eliot, nuevo colaborador de la revista, sin duda dará que hablar en el futuro. Por respeto a las excelentes ideas del autor, no obstante, se han llevado a cabo ciertas depuraciones de su propuesta original, según el principio de que, en palabras del director de la revista, LA BUENA ESCRITURA NO SABE DE TRUCOS, Y POR TANTO PUEDE Y DEBE LEERSE AL VUELO.)

Una noche sumamente húmeda de octubre, poco después de un aguacero, cierto caballero con el ánimo alterado emprende una visita que lo lleva por una zona siniestra de la ciudad. Al llegar a su destino, el desafortunado oye a unas damas hablando de un famoso artista de la historia (Michelangelo Buonarroti, 1475-1564, escultor, pintor, arquitecto y poeta italiano). Nuestro amigo contempla su propio retraimiento personal, su calvicie, su traje y su corbata, así como el hecho de que le convendría recuperar un poco de peso. Advierte con cierto desagrado que suelen dirigirse a él con fórmulas convencionales. No es capaz de tomar una decisión. Cree que no ha vivido la vida como es debido; en realidad no se tiene en mucha mayor estima que si fuera un mero artrópodo (de la especie acuática con caparazón, a la cual pertenecen las langostas, los cangrejos, los percebes, y los isópodos terrestres). Ha estado sometido a muchas horas en sociedad tomando té tímidamente, pues aunque en su fuero interno desea impresionar a los demás, no sabe cómo hacerlo. Se da cuenta de que es un individuo insignificante, con un pequeño papel en el mundo. Lo aflige pensar que pronto reunirá los requisitos para residir en un asilo de ancianos, y contempla la conveniencia de una dieta rica en frutas, de permitirse una mayor laxitud en el vestir y tal vez de ocultar su calvicie. Así, abatido, con un estado de ánimo rayano en lo irracional, imagina que se encuentra con ciertas féminas mitológicas, y con sus propias palabras deja claro que sin duda precisa la ayuda de un amigo de confianza o un sacerdote comprensivo. (Igual que la precisamos todos, ni que decir tiene.)

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